1
Se habían despedido en el rompeolas. Sus miradas se habían cruzado por última vez y el barco se había perdido entre la niebla y la puesta de sol.
Más de medio año había pasado sin noticias. Un tiempo eterno en el que se había esforzado por mantener vivo el recuerdo de su amado. Casi había olvidado su rostro, ya no podía describir su olor, ni siquiera recordaba bien su voz. ¿Por qué se olvidaba tan rápido de Gryal? ¿Por qué nunca del todo? Su padre le había dicho una vez que la mente humana olvida siempre antes aquello que le causa dolor; que así se protegen los hombres de sus diablos y temores. Pero Lorette ya no era la joven alegre de aquellos días. Su semblante se había endurecido, magullado por la tortura de la melancolía y el engaño. No era la espera lo que la hería al despertar, sino saber que su amado había muerto lejos, que Gryal nunca volvería. Nunca. Nunca...
Dormía mejor, soñaba y lloraba menos. Pero no era feliz. Se había cansado de derrochar ilusión, de derramar tristeza, de perder su sonrisa inmaculada con el devenir de los días. Hacía tiempo que no cruzaba mirada con su padre, Don Juan, que andaba de un lado a otro y casi no aparecía por casa. Parecía haber encontrado nuevos quehaceres, nuevas motivaciones que le hacían sonreír; pero Lorette, orgullosa y herida, seguía sin preguntarle por ello.
Era una de las últimas mañanas de primavera, el calor no pare cía excesivo y el aire estaba fresco y limpio; había llovido durante la noche. Abrió la puerta, cargando un cesto de paja pequeño y vacío, dispuesta a dirigirse al mercado. Aunque Marta, la sirvienta, siempre se había ofrecido para realizar la compra o acompañarla, ella prefirió que las compras de fruta fueran sólo su responsabilidad.
Su padre no estaba en casa. Se había despertado otra vez en la madrugada, así que ajustó la puerta para que Marta no tuviera problema para entrar. Aquella mañana apenas cantaban los pájaros, y el sol aún se escondía tras las casas.
Lorette avanzaba por el callejón de Barcelona al que daba su morada. Un par de tenderos abrían a esas horas sus negocios, saludando afables a la joven y conocida hija de Don Juan, que devolvió el saludo con una cálida sonrisa. El trotar de un caballo algo lejano despertó su curiosidad tanto como la de los vecinos. No estaba permitido en aquella zona de la ciudad, así que debía tratarse de alguien importante. «Quizá sea Don Lorencio otra vez», se dijo con una mueca de disgusto. Ese hombre le había producido siempre un fuerte rechazo. Se giró y observó el caballo que se acercaba. Alto y blanco, era un animal de larga crin que trotaba con elegancia. Sus pasos resonaban por una calle casi vacía. Lo montaba un capitán de larga y negra melena, tan alto y elegante como el caballo. La imagen resultaba de extrema belleza a los ojos de Lorette, que indagó con disimulo el rostro del caballero, todavía demasiado lejos. Siempre adoró los caballos blancos, pero nunca había visto un ejemplar igual. Viró sobre sus pies y observó al osado personaje. El caballero alzó el brazo, deteniendo el trote.
-Buenos días, Lorette.
Era Antoni Fortuna, el capitán más joven de la milicia de Barcelona según sus propias palabras. Desde el día en que sus miradas se habían cruzado tras la clase del difunto maestro Guillem no había vuelto a saber de él. Parecía que los privilegios del soldado habían aumentado en aquel corto periodo de tiempo.
-Buenos días, capitán - respondió Lorette.
Fortuna montaba ataviado con una armadura de la que colgaba una blanca capa, reposada sobre sus hombros. Sonriente, febril, parecía que no le importaba trotar a caballo a pesar de la prohibición vigente, mostrando con orgullo y sin complejos su poderoso animal. El era la ley de Barcelona ahora.
-¿Hacia dónde os dirigís?
-Voy al mercado. En casa necesitamos fruta fresca - contestó bajando la mirada. Se sentía intimidada, avergonzada por haber plantado cara en el pasado a aquel hombre.
-Una dama como vos no debería madrugar para comprar manzanas en el mercado - dijo amable-. Si lo deseáis, puedo llevaros a pasear por Barcelona.
-No tenéis por qué molestaros, capitán - contestó nerviosa.
-Insisto. Mi caballo podría sonrojarse con vuestra presencia y eso es algo que desearía ver - alegó mientras apoyaba un brazo sobre la crin del animal y ofrecía el otro a la joven, quien sonrió con picardía antes de aceptar.
Lorette pasó el cesto por su muñeca y se recogió el vestido. Su delicada mano se fundió con la de Fortuna, más grande y fuerte. Luego apoyó su pie en el estribo y se alzó con un ágil tirón de brazos del capitán.
-Creía que las mujeres montaban sentadas de lado.
-Eso es lo que hacen las demás - repuso Lorette, montando tal y como su padre le había enseñado.
-Perdonad la brusquedad, mi caballo es impaciente. ¿Creéis que las manzanas podrán esperar?
-Por supuesto. Seguramente sean más pacientes que vos, capitán - apuntó Lorette agarrándose a la cintura de Fortuna.
-Acertáis - le advirtió, espoleando al corcel.
Rápidamente sintió el placer de montar. La sinuosidad del animal le era agradable. Trotaron veloces por las calles de Barcelona y unos pocos madrugadores los miraban sorprendidos. Fortuna guiaba el animal con diligencia, mientras Lorette disfrutaba del paseo, cerrando los párpados y sintiendo el aire acariciar su rostro.
El paisaje se difuminaba, desenfocándose velozmente a ojos de la joven que desmenuzaba las distancias y disfrutaba del instante. El contoneo del caballo la agitaba y agradecía el viento paseando entre su pelo. Se sentía libre y confiada; se agarraba sin temor al capitán reposando la cabeza en su espalda. En esos momentos, al menos, se sentía feliz.
Fortuna detuvo al animal tras unas pequeñas rocas, alejadas del centro de la ciudad. La playa reflejaba el sol en sus tímidas olas. Se sentaron en las rocas y miraron el horizonte, uno junto al otro.
II
Ariano había mantenido el sigilo con facilidad. Era su vocación. Solía visitar el mar cada mañana, así que su visión fue casual e inusual; pero un espía no podía renunciar a aquellas pequeñas dosis de voyeurismo. Sabía que Fortuna estaba aprovechando los secretos revelados por él, pero nunca imaginó que el éxito fuera tan rotundo. El capitán no era solamente listo, también persuasivo y constante.
Ella inclinaba su cabeza hacia él, de forma sutil pero visible. Fortuna estaba calando en la inocente Lorette. El capitán se encontraba aparentemente confiado, sonriente y paternal. Acariciaba sin complejos las manos de la joven, como si quisiera demostrar que podía contar con él, inspirándole protección, quizás confianza.
«Te está engañando, chiquilla», se dijo Ariano. Fortuna había usado el truco del caballo blanco, a sabiendas de que era el animal favorito de la joven.
Un sentimiento de decepción cruzaba la mente de Ariano, pero era su trabajo y había aprendido a dormir con la culpa bajo el brazo. La brisa marina adormecía sus sentidos, el mar le relajaba. Paciente, se acostó tras unas rocas y escuchó con atención.
Fortuna miraba con calma el mar. Su débil oleaje era hipnótico, adormecía sus temores, su rabia, su inseguridad latente. Amaba a Lorette. Lo sentía. Lo sabía... y lo temía. Despertaba y se acostaba pensando en la mirada cálida de la mujer, en su sonrisa, en sus rizos... y se atormentaba. En el fondo de su ser sabía que estaba haciendo trampas, que en el amor había que jugar limpio, ser honesto y sincero; pero le costaba por miedo a no superar el recuerdo de Gryal. Sentía que, aunque fuera capaz de conquistarla, ella nunca dejaría de amar al bueno de Gryal. Ese era su tormento, su dolor. Fortuna estaba decidido a conquistar a Lorette, pero antes debía mancillar la memoria de su rival ausente. Gryal el bueno, el líder, el valiente, el honrado capitán... el mayor carácter que había visto Barcelona.
-Antoni, ¿qué estáis pensando?
-Nada, Lorette. Sólo pensaba en vos, en vuestro dolor. Me tenéis preocupado.
-¿Por qué? No tenéis que sufrir por mí, me encuentro bien.
-Sí, Lorette. Tengo y debo sufrir por vos. Me preocupa mucho vuestro bienestar.
-¿Por qué? ¿Qué os preocupa?
-No quisiera ofenderos ni dañaros. Nunca lo querría. Y no penséis que no confío en vuestras propias capacidades para aguantar la desgracia o el dolor, pues bien sabido me es que sois una mujer valiente y corajuda. Pero Lorette... tengo miedo de que no superéis la muerte de Gryal - sentenció mirando su rostro. Ella se sorprendió.
-¿Qué sabéis vos de eso?
Se sentía de pronto profundamente irritada y molesta.
-Todo. Sé que se marchó y que no regresó. Que ha muerto, u os ha abandonado. Que no deberíais sufrir por alguien que prefirió marcharse a quedarse junto a vos. No lo merece. Eso es lo que sé.
-¡Entonces no sabéis nada, Fortuna! ¡Gryal me amaba!
-Gryal se fue.
-¡Era su deber!
Lorette cerró el puño con rabia e indignación y sus ojos se perlaron.
-También lo es volver, y no ha regresado.
-¡Porque murió!
Lorette cerró los labios, sorprendida de su propia afirmación, y miró con furia al capitán.
-Por eso sufro por vos, Lorette, dejad de enojaros. Yo solo quiero ayudaros, quiero que entendáis que no merecéis sufrir por él.
-Pues yo quiero que entendáis que no entendéis nada.
-Os equivocáis, Lorette, lo entiendo y sé todo. Sé que os despertáis temprano para ver si vuestro amado llega en un flamante barco para fundirse en vuestros brazos. Sé que dormís poco por las noches, que lloráis despechada sobre la almohada. Pero el olvido llegará, y no debéis morir cuando muera su recuerdo.
Lorette miró al capitán, enojada y triste. Se habían removido muchos sentimientos en su mente. El olvido... ¿Existe realmente el olvido? ¿Existe el amor? ¿Se deja alguna vez de amar lo amado? ¿En qué momento de la vida se decide dejar de sentir? Demasiadas preguntas, demasiado dolor.
Sin control, sin temor, Lorette lloró dejando que sus lágrimas se fundieran en el torso de Fortuna. Reposó en él su cabeza, su pelo enredado y brillante. Acunada en sus brazos liberó toda su tristeza, esbozó en sus ojos el sufrir de una mujer atormentada por el recuerdo. Quería vivir de nuevo, sentir de nuevo, amar de nuevo.
Fortuna la acarició, cariñoso y protector. Luego, tranquilo, besó su frente con extraña calidez. La amaba; y el mar y el cielo eran testigos... y también lo fue Ariano.