1
La ventana estaba abierta y la luz de la luna entraba por ella. Una atmósfera azulada rodeaba la cama del veterano soldado, que murmuraba con ronca voz junto a ella. Don Juan permanecía arrodillado, rezando y pidiendo fuerzas para los días venideros. Había recabado información sobre Don Lorencio, organizando pensamientos gracias a todo lo que Ariano le había comunicado. Sin embargo el tiempo pasaba y el joven bribón, hospedado en El Vell Espantall, cada vez contaba menos y de menor importancia, consciente quizá de que poco tenía Donjuan que ofrecerle.
Lorette, por su parte, seguía sin cruzar mirada con su progenitor; y éste no sabía cómo explicarle todo lo acaecido desde entonces. Habría querido decirle que ahora buscaba a su amado, que era capaz de comprenderla, que anhelaba su perdón. Pero primero debía asegurarse de que encontrar a Gryal con vida era humanamente posible.
-No por más rezar Lorette os va a perdonar, señor General - dijo una voz de hombre, áspera y profunda.
Donjuan se irguió, sorprendido, asustado, y buscó su origen por la habitación. Junto a la ventana se hallaba, erguida, una silueta oculta bajo negra capa, que reposaba apoyada y vigilante. No alcanzó a reconocer su rostro, pero su voz le era familiar.
-¿Quién sois? ¿Cómo habéis entrado? - preguntó el de Castilla al tiempo que se levantaba y alzaba con orgullo la mirada. Su porte seguía siendo digno del cargo que había ocupado. No había miedo en su mirada. Nunca lo hubo.
-Antaño, de joven, serví a vuestras órdenes, Donjuan de Castilla, pero mis mejores años los presté luchando codo con codo con el mejor capitán que tuvo esta milicia - su voz era calculada, melódica, pero estaba desgastada, quemada, cansada.
-Reconozco el ritmo de vuestra voz, pero no vuestro rostro... aunque incluso la armonía parece algo cambiada - Don Juan afiló sus ojos, oscuros, penetrantes-. Quizá desgastada por la edad y el alcohol. ¿Me equivoco? ¿Cuál era vuestro rango?
-Capitán - contestó el extraño alejándose de la ventana y acercándose a la cama de Don Juan. Cojeaba, y le faltaban tres dedos en la magullada mano izquierda; tenía cortados gran parte del índice y el corazón y la mitad del pulgar. Respiraba con dificultad, parecía resoplar con cada paso que daba.
-Cuatro grandes capitanes he tenido a mis órdenes. El maldito Don Lorencio, que debería arder en el infierno no lo identifico en vos; el fiel y ejemplar Mondo, cuya oscura piel y ausencia de pelo me serían suficientes indicios para reconocer su persona... - el misterioso capitán apartó la capa de su rostro y mostró una cara lacónica, de barba poblada y canosa, mirando con ojos pequeños y encendidos. Don Juan no se asustó, sonrió y siguió hablando-. Gryal, un joven prometedor y trágicamente desaparecido, y vos - sonrió-. El difunto capitán poeta, Esner.
-Vuestro consejero en las sombras. Pero no, no estoy muerto, aunque Fortuna se empeñó en que lo estuviera - Don Juan tomó asiento en su cama y respiró aliviado-. Y sí, soy yo aquel que os mandaba las cartas. Vengo a visitaros, y por vuestro empeño en encontrar a mi amigo Gryal os ayudaré en lo que pueda.
-¿Por qué? - interrogó el retirado general, sorprendidoNunca tuvimos largas palabras, nunca os presté atención. Sé lo mucho que apreciabais a Gryal, todavía recuerdo cuando lo recomendasteis para la milicia. Y yo... yo soy culpable de la desaparición de vuestro amigo.
-Sí, sois culpable; un culpable atormentado, distraído, celoso y chantajeado. Ya estáis empezando a pagar por vuestros pecados. Sea como sea, quiero ayudaros. Por Gryal, por venganza y por credo.
-Traicioné a Gryal y a mi hija. No merezco vuestra ayuda.
-Vos podéis ayudaron, podéis enmendar vuestro error, pero debéis confiar en mí. Y, creedme, si siguierais traicionando a mi amigo, Don Juan de Castilla, seríais ya hombre muerto.
-¿Qué podéis hacer vos por mí, Esner? Vuestras cartas no serán suficientes para traer de vuelta a Gryal.
-Desde hoy seré vuestros ojos, vuestros oídos, vuestro consejo... y vuestro amigo.
-¿YAriano? ¿Para qué lo necesitamos a él?
-Sólo él puede vigilar a nuestros enemigos sin levantar demasiadas sospechas. Conviene tenerlo a nuestro favor, aunque...
-¿Aunque?
-Tengo mucho que contaros, general. Sé quién acabó con el maestro Guillem, quiénes son vuestros enemigos, cómo encontrarlos, cómo vencerlos, pero antes... necesitamos saber todo lo posible sobre Gryal.
-Os escucho.
Donjuan se levantó y se acercó al capitán poeta. Se sentaron junto a la ventana, sobre unos pequeños taburetes de madera. Una brisa no muy fresca se colaba por la ventana y movía el cabello canoso de Esner.
-Ariano puede conseguir información de Gryal contactando con Don Lorencio, Mondo o Fortuna. Si hace bien su trabajo nos adelantaremos al resto; si nos delata será nuestra cabeza de turco.
-¿Sabe él algo de vos?
-No, creo que no, y por ahora no debe saberlo. A ojos del mundo, Don Juan, soy un difunto más, un muerto. El primero al que Fortuna mató; aunque, como veis, le faltó suerte en la ejecución - Esner sonrió, mostrando orgulloso su media mano izquierda-. Vos sabéis que, seguramente, Gryal está vivo. De ser así, Ariano encontrará la forma de localizarlo; pero, de momento, dejad que el ladrón nos hable de vuestros enemigos y de sus movimientos.
-¿Qué hay de Don Guillem? ¿Quién lo mató?
-Mondo, Fortuna y yo mismo, cumpliendo órdenes de Don Lorencio. Debíamos interrogarlo sobre Gryal y sobre vos. Intenté impedirlo, pero Fortuna me venció a traición y Mondo mató a Don Guillem. Se nos fue todo de las manos.
Don Juan clavó su torva mirada en el rostro del poeta. Esner cerró sus ojos en señal de disculpa y sumisión, pero el de Castilla era difícil de ablandar. Aún así, comprendió la difícil situación de Esner, y decidió mirar por la ventana para apaciguar su estado.
-¿Por qué necesitamos observar a Mondo y a Fortuna? ¿Tan fieles le son a Don Lorencio?
-Mondo es fiel a la milicia; pero Fortuna... Fortuna es algo más complicado. Ese joven capitán quiere poder, y siente cierto odio hacia Gryal - Esner se levantó. Apoyó la pierna con dificultad y miró de nuevo al anterior general-. Don Juan, el mayor deseo de Fortuna es conquistar a vuestra hija. Y es ambicioso.
-Mi hija ama a Gryal.
-A priori, Gryal murió.
-Creemos que no.
-Sabemos que seguramente no... Pero Fortuna tampoco cree en su muerte; parece que sólo Don Lorencio, Mondo y vuestra hija siguen engañados en este maldito círculo. Recordad esto, Don Juan, recordad que Gryal está muerto a ojos de Lorette.
-Entonces deberíamos decirle que su chico sigue vivo.
-No. No hasta que lo encontremos. Pensad que otra desilusión para Lorette significaría su muerte emocional.
-No sigáis hablándome como si estuviera bajo vuestras órdenes, Esner.
-Bajad de los lomos de vuestro ego y escuchadme: os estoy prestando toda mi ayuda después de haberos probado con cartas. Si me seguisteis por ellas, seguidme también ahora.
-Comprendo. Decidme entonces, ¿cómo conseguís la información? ¿Qué me proponéis hacer para conseguir que Ariano nos siga ayudando?
-Vayamos por pasos. Tengo más de diez ojos que trabajan para mí; pues todos los niños perdidos de Barcelona, todos esos que no tienen hogar ni comida son ahora mis seguidores por, apenas, una barrita de pan y un buen vaso de agua o vino. Os sorprenderíais de las locuras que hacen esos jovenzuelos por un simple bocado.
-Sois cruel.
-Entonces vos fuisteis mi maestro, Don Juan. No tiene nada de malo; nadie sospecharía de un niño. Y ellos son más felices con la tripa llena.
-¿Y Ariano? ¿Creéis que nos seguirá ayudando si no le ofrezco nada?
Los ojos de Esner brillaron con astucia.
-Tengo la cura que Ariano anhela, la cura que sanará definitivamente a su hermana - sentenció mostrando un paquete envuelto en lana-. Y seréis vos quien se la daréis.
-¿Sin negociar?
-Queremos que Ariano nos siga por voluntad propia. Ayudadle y él os ayudará. Vos no podéis pagar sus servicios pero quizá podáis conseguir su lealtad.
-¿Creéis que ese hombre puede serle leal a alguien?
-Es posible... Habrá que probarlo.
II
Lorette caminaba tranquila y, como solía, madrugando tanto como lo hacían los pájaros. Volvía del mercado cargada de fruta fresca y de calidad. Cada vez debía negociar con mayor dureza con los crecidos comerciantes, aupados por el buen estado de una transitada Barcelona. Era una mañana fresca, así que se acurrucó bajo la cota oscura y delgada que llevaba sobre el vestido de tela marrón, mientras avanzaba lentamente con su cesta bajo el brazo. Las calles por las que pasaba olían cada vez peor, pues ahora que el buen tiempo frecuentaba Barcelona también lo hacían los mendigos destechados. Con suerte, pronto llovería, y el agua se llevaría aquel olor a carroña. Pasó junto a un guardia adormecido, apoyado sobre el marco de una puerta vieja de madera desgastada. Lorette pensó que aquel hombre estaría cansado tras una noche de intensa guardia y sonrió compasiva. La tensa situación entre los reinos de Francia e Inglaterra por la Gascuña, más allá de los Pirineos, había hecho que en los condados de Catalunya también se diera prioridad a la defensa. Por ello, tampoco era extraño ver de día y, sobre todo, de noche, soldados de la milicia deambulando por las calles.
Llegó pronto a casa, y ordenó a su sirvienta, Marta, que le preparara un baño de agua caliente. Pocos se podían permitir un baño como los que la familia de Castilla se regalaba. De hecho, en la vida pública estaban muy mal vistos los baños por capricho, y en las mujeres era incluso considerado, a veces, un auténtico pecado. Lorette lo sabía, sin embargo solía disfrutarlos. Subió los peldaños de la escalera con prisa y se desvistió en un abrir y cerrar de ojos. Irritada, cansada, desnuda, se sentía de mal humor. Últimamente prefería tener siempre algo que hacer, cualquier cosa que pudiera entretener a su disgustada mente.
Miraba su cuerpo desnudo con rabia e indignación. «¿Qué me pasa?», se repetía. «¿Por qué me siento así?». Se acarició, intentando calmar aquel deseo afligido, ese ansia de respuestas. Sentía los firmes pechos sucumbir bajo sus dedos, las suaves piernas erizarse con las caricias. Pensó que estaba superando lo sucedido, que estaba olvidando por fin a Gryal. Que cada vez le costaba más recordar su voz y su mirada. Pero luego, una caricia de Fortuna le recordaba los amables abrazos de Gryal, una brisa marina era suficiente para evocar su despedida, en el rompeolas; o una simple mirada pícara le estremecía el corazón, recordando el descaro con que la besaba. Fortuna la cuidaba, la ayudaba, pero esa sensación de calor, ese palpitar que sentía cada vez que Gryal la miraba era insuperable. Soñaba, recordaba, despierta y sonrojada, mientras seguía acariciando su cuerpo bajo el agua caliente que Marta le había preparado. Su mano se desvió lentamente hacia sus genitales, recorriendo su vello, su pubis, su sexo; recordando a un Gryal desnudo y ferviente, febril y apasionado. Besos, cera fundida en cuerpos de placer, tierno recuerdo de amor correspondido, pasión desenfrenada. Sus dedos jugaban, su voz se ahogaba en rota respiración errática. Ojos en blanco, pestañas inquietas. «Gryal, ¿dónde está el olvido?», se dijo. «Si me olvido de tu rostro por la mañana y me llega tu voz al anochecer. Si se me olvida tu sonrisa en el viento y el mar me trae tu perfume.» «¿Dónde está?», gemía, de placer, de deseo. «¿Dónde?». Su cuerpo era un grito intenso. Sudaba bajo el agua. «¿Dónde, Gryal? ¿Dónde está el olvido si cada caricia que me dan es tuya?»
111
Don Juan estaba cubierto por una gruesa capa con capucha oscura, avanzando con sigilo. Era un mediodía caluroso y sudaba por cada poro de su piel. El sol, inquisidor, parecía golpear con fuerza y había desviado con su furia unas nubes que por la mañana amenazaban con descargar. Impaciente, se apartó la capucha y se secó, con sus largas mangas, el sudor de la frente. Llevaba un buen rato esperando cerca de la puerta del Espantall, con las hierbas empaquetadas y colgadas en un saco. Esner le había dicho que Ariano, antes de comer, siempre solía dar un paseo por la playa. Esperó largo rato y, aunque el joven tardaba más de lo previsto, no tenía otro remedio que aguardar. No podía permitirse el lujo de entrar en el Espantall; sería delatarse demasiado, y demasiado pronto.
Finalmente, Ariano salió. Vestía una camisa blanca y ligera, sin mangas, y unos pantalones marrones y gruesos. Fuertes botas precedían sus pasos, firmes y elegantes, cual noble mayor. Don Juan se acercó lentamente y captó su atención con un ligero movimiento de cabeza. Ariano, tras reconocerlo, le siguió hasta un oculto callejón, algo irritado por el cambio de planes.
-Don Juan, con esta prisa e indiscreción no podré proporcionaros mucha información. Las paredes pueden tener oídos.
-Los peores oídos de Barcelona son los vuestros, y el resto de malhechores están bebiendo en el Vell Espantall, así que, seguramente, estamos más seguros fuera que dentro.
-Vos mandáis - dijo con lacónica sonrisa el bribón. Su voz, algo misteriosa, molestó al de Castilla, pero prosiguió según lo planeado.
-Tengo lo prometido - anunció Don Juan, tras descolgarse el saco y mostrarle el paquete robusto, húmedo y marrón.
-i¿Qué es esto?! ¿Un paquete desgastado? ¿De veras pensáis que se me puede comprar con regalos?
-Joven impertinente... No sabéis tanto como creéis de negocios. No es un mero regalo. Tampoco es un médico, pero sanará a vuestra hermana. Son unas hierbas muy difíciles de encontrar, pero muy, muy eficaces.
Ariano enmudeció, sorprendido, y alargó sus manos para coger el paquete con tembloroso pulso. Estaba algo mojado y era ligero.
-Ha sido Esner quien os ha contado lo de mi hermana, ¿verdad? He visto a sus niños espiarme. De hecho, usa los mismos críos que yo. Muy astuto. Si hubiera sabido que ésas eran sus intenciones no hubiera sospechado de él. Espero que le deis las gracias de mi parte.
-Así lo haré - dijo el anciano de Castilla, sorprendido al ver que Ariano sabía que Esner seguía con vida, pero complacido por todo lo que estaba sucediendo. Esner estaba resultando un leal servidor, y la fortuna le empezaba a sonreír de nuevo.
-Sin embargo, ya sabéis que mis negocios no se pagan con cuatro hierbajos.
-Lo sé. Pero quizá sí valgan la vida de vuestra hermana, ¿no creéis? Estad tranquilo, joven Ariano, no he comprado vuestros servicios... He comprado vuestra calma-. «Y vuestra lealtad», pensó orgulloso para sí.