1

Un charco de sangre oscura se esparció por los tablones del suelo, dibujando caprichosas formas entre los dibujos que había en las vetas de la madera. Gryal miraba el cuello sin cabeza de su nueva víctima. Había aprendido a convivir con la violencia, pues era un soldado, un miliciano experimentado en el combate. Sin embargo, últimamente, cada muerte le pesaba. Sentía que allí por donde pasaba acaecían tragedias. Hubo heridos y muertos cuando huyó del Pueblo Rojo. Luego, la fortaleza de Ilario, su impotente captor, sufrió una carnicería en la que gran número de soldados perdieron la vida. Esa misma noche, cruda y sangrienta, el mismísimo llan o y su ayudante Sanitier cayeron bajo la daga de Ergon. El viaje continuó, y con él esas huellas en el camino en forma de cadáveres. El Señor del Aire murió destrozado por la fiel manada de lobos que le protegía, a él, el Amante de la Luna. Luego, la Encrucijada del Bufón fue quemada por Wrack, al que logró a duras penas perdonar la vida. Y ahora, recién despertado de su letargo diario, había cortado la cabeza de otro enemigo, otro de aquellos que podría impedir que volviera a besar a Lorette. Sintió impotencia ante lo sucedido, empezaba a estar cansado de la responsabilidad. Quizá era mejor dejar de pensar, dejar de sentir, de sufrir, y matar sin pesares a aquellos que se interpusieran entre él y su amada.

-¡Grya1! - gritó Barramar, interrumpiendo su debate inte rior-. Esto... Está muy bien eso de mirar los pedazos de carne que quedan del Coleccionista, pero... ¿nos vas a liberar o qué?

-¡Por supuesto!

Se acercó con rapidez a Ergon, cuyo cuello seguía rodeado por una liana llena de espinas. Intentó romper con las manos, sin éxito, esa afilada zarza. Seguidamente, agarró del suelo la daga de Ergon para cortarla, pero la resistencia y dureza de la planta seguía evitando el corte.

-Tendrás que usar el hacha - sugirió el asesino-. Así nos inmovilizó Ikún.

-¡No puedo usarla! ¡La superficie de su pomo está tan espinada como todo lo que hay en esta habitación!

Las espinas seguían rasgando la piel y la ropa de sus amigos, cerrándose con fuerza, cual serpientes.

-Ponte sus guantes - propuso Perla-. Son de metal. Luego di Zarza.

-¿Zarza?

-Sí. Es lo que él decía cuando agarraba el hacha.

-¡Uh! ¡Diantres, Gryal! Haz lo que quieras... - las espinas se clavaban cada vez con más fuerza sobre la carne de Barramar-. ¡Pero hazlo ya!

Gryal se acercó a toda prisa al cadáver sin cabeza, arrancó de sus manos los guantes de malla metálica y se los puso, uno en cada mano herida. Cogió del suelo el arma del Coleccionista. Era un hacha antigua, de filo acerado, que brillaba con la poca luz amarillenta que desprendía el fuego que humeaba bajo la chimenea. La estructura de madera sobre la que reposaba el filo erizaba sus espinas cuando alguien la asía entre las manos. La alzó y preparó la voz para musitar la palabra adecuada.

-¡Zarza!

Alrededor del arma aparecieron de pronto un enjambre de esporas blancas y marrones que flotaron alrededor de Gryal. Luego, esas esporas explotaron en un destello de color y se convirtieron en el aire en enormes arbustos afilados.

-¡Gryal! - gritó Barramar-. ¿Estás bien?

-¡Sí! - respondió el joven entre la naciente y abundante maleza que se estaba generando a su alrededor.

Hojas y ramas rodearon a Gryal, pero ninguna de ellas entró en contacto con él. Estaba abrigado por un bosque espontáneo, fresco y húmedo, que no paraba de crecer.

-¿Quién... eres... tú? - dijo de repente una voz extraña, que pareció sonar desde todas direcciones para penetrar sin filtros en su sorprendido oído. La pregunta resonó en su cabeza como un eco, y variaba el tono y el timbre.

-¡Uh! ¿Qué diantres está pasando allí dentro? - gritaba Barramar-. ¡¿Gryal?!

Pero Gryal no respondió a su amigo, pendiente de la voz que repicaba en su mente. Los arbustos, que envolvían como paredes su figura, estaban en continuo movimiento, cambiando de forma, dimensión, posición y pigmento.

-¿Quién... eres... tú? - repitió la voz, seguida de nuevo de ese eco peculiar y resonante.

-Gryal. Gryal Ibori - respondió.

-¿Se puede saber con quién hablas? - preguntó Barramar, pues sólo el miliciano escuchaba esa voz cambiante-. ¡Gryal!

-Guarda silencio - ordenó Ergon. Había notado que las lianas afiladas que tenía alrededor del cuello no habían dejado de comprimirse con lentitud. Su jaula vegetal no parecía querer obedecer, todavía, a las intenciones de Gryal.

Los amigos del miliciano miraban aterrorizados hacia la espesa y enorme prisión de ramas que se había creado alrededor del capitán, sin alcanzar a ver lo que en su interior sucedía.

-Gryal... - dijo de nuevo la voz, una voz que sólo él escuchaba y cuyo timbre femenino se hacía cada vez más evidente. Y, tras la muerte de su eco misterioso, se juntaron un grupo de ramas espinosas ante la mirada fascinada del catalán-. Gryal Ibori... - volvió a acometer la voz en la mente del capitán de la milicia. La madera crujía, la vegetación se unía en un baile verdoso, dibujando formas cada vez más concretas. Varias rosas crecieron con gran rapidez en el amasijo de zarzas para explotar en una lluvia lenta de rojos pétalos flotantes. El aroma de las flores se apoderó del pequeño habitáculo arbóreo que rodeaba a Gryal. Pétalos y lianas se unieron en el aire, oscuros y tenebrosos, y de esa fusión sobrenatural de vegetales un rostro apareció. Bajo él, los troncos de los arbustos tomaron la forma de una bella y proporcionada silueta femenina-. Gryal... Ibori... - repetía la voz una y otra vez, al tiempo que el rostro de mujer gesticulaba con sus labios recién nacidos-. Yo... soy... Zarza.

El baile terminó. Las plantas habían finalizado su metamorfosis para mostrar ante Gryal el cuerpo desnudo y verde de una mujer cuyo rostro le era muy familiar. Algunas ramas, finas y pequeñas, nacían aún de sus codos y rodillas. Su largo cabello estaba formado por delgadas lianas afiladas que no cesaban en su movimiento, y una rosa roja brillaba en un lateral de su cabeza vegetal.

-¿Qué... qué quieres de mí? - dijo la fémina silueta. Sus ojos, del rojo de las rosas, intimidaban a Gryal, incómodo al hablar con esa planta que se le había aparecido como una mujer desnuda. Conocía ese cuerpo, ese fino y proporcionado cuello, e incluso la voz. Era Lorette. Y al verla, sintió cómo se le desbocaba el corazón.

-¿Lorette? - preguntó Gryal, acercando su mano temblorosa para tocar el rostro vegetal.

-Diantres de aguas sucias, no entiendo nada... ¿Por qué habla solo? - preguntó Barramar, desde su jaula-. ¡¿Qué pasa ahí dentro, Gryal?!

Nadie en el interior de ese nido de plantas respondió al Desafortunado, que no dejaba de impacientarse.

-No soy Lorette - repitió la aparecida, desintegrándose ante la mirada de Gryal para formarse de nuevo un par de pasos a su derecha-. Yo... soy... Zarza.

Los dedos de Gryal sólo consiguieron acariciar el aire, y permaneció mirando a la nada con la mano extendida.

-¿Por qué? - preguntó, girándose de nuevo hacia Zarza-. ¿Por qué tienes su forma?

-Yo no tengo forma, Gryal. Sólo soy... belleza - su cuerpo desnudo hablaba por ella, mostrándose con esplendor al catalán, erótico y atractivo espectáculo creado entre esa ilusión arbórea-. Tú llevas el hacha, así que sólo tú puedes verme, sólo tú puedes mandarme y sólo tú puedes oírme.

Gryal no podía dejar de mirar a la Lorette espinada que había ante sus ojos. Quiso abrazarla, besar sus labios, quiso decirle que la amaba. Pero esa planta no era Lorette. Su nombre era Zarza.

-Entonces, tú... ¿eres el hacha?

-¡No! - gritó ofendida la planta, erizando en su cuerpo unas espinas incipientes-. ¡Yo soy Zarza! El hacha es mi prisión.

-Zarza... - pensó Gryal-. ¿Y por qué estás a mis órdenes?

-Porque así lo quiso quien en el arma me encerró.

Varias esporas seguían flotando a su alrededor y un aroma de paz y placer acompañaba el diálogo que mantenían.

-Necesito que liberes a mis amigos, Zarza. Los estás matando poco a poco... ¿Crees que puedes hacer eso por mí?

-No. No puedo.

La respuesta confundió a Gryal, que pensó que dominar el hacha del Coleccionista sería tan sencillo como decir «Zarza» en el aire.

-¿Por qué? - preguntó.

-Porque la voluntad de Ikún era que los matara lentamente. Y todavía no han muerto.

-Pero Ikún sí que ha muerto, así que ya no tiene sentido seguir con su plan.

-La voluntad de alguien no concluye cuando muere - la voz de Zarza sonó triste y melancólica-. Nunca hay que permitir que caiga en el olvido.

-Zarza, por favor.

-No.

Gryal decidió cambiar de estrategia. Habría algún modo de conseguir que Zarza accediese a ayudarlo. Miró fijamente sus ojos rojos, esas esferas sin pupila que brillaban en un rostro triste y hermoso.

-¿Puedo hacerte una pregunta?

-Puedes, Gryal.

-¿Cómo llegaste tú a este hacha? ¿Quién le haría algo así a alguien?

Zarza varió las formas de su silueta para desplazarse y aproximarse al catalán. Sentía el olor a rosas frescas tan cercano como intenso.

-Sólo si crees tener tiempo para escucharme, te lo contaré.

-Cuéntamelo. Pero mientras lo haces, detén tu sentencia - tenía que ganar tiempo y buscar el punto flaco en el razonamiento de la mujer planta para conseguir que liberase a sus amigos-. Deja de estrangularlos y cuéntame tu historia, Zarza. Luego, si tras nuestra conversación sigues pensando que debes cumplir la voluntad de Ikún, mátalos.

II

Las ramas afiladas cesaron de estrangular a Reugal Absellarim. Había dejado de sentir ese intenso abrazo a presión perpetrado por las plantas. Sin embargo, seguían rodeados y encerrados en esas prisiones de hoja y rama, y ni él ni Marion podían desprenderse ni liberarse de la jaula arbórea.

-Maldita sea... ¡me estoy meando! - refunfuñó Marion.

-últimamente siempre os estáis meando - respondió a desgana Reugal Absellarim, intentando mover sin éxito alguno de sus brazos.

De hecho, el caballero tenía razón. Llevaba varios días algo extraña, más sensible y emocional de lo que en ella era habitual. Tenía con frecuencia unas inaguantables ganas de orinar y estaba irritable. Pensó que, seguramente, su periodo no tardaría en llegar. Intentó recordar cuál fue la última vez que lo tuvo, cuando la voz de Absellarim interrumpió de nuevo sus cálculos.

-Parece que estas plantas asesinas han dejado de apretarnos.

-Cierto... - respondió-. Pero no nos han soltado. Ni creo que lo vayan a hacer.

111

-Mi nombre es Zarza - comenzó la planta-. Siempre ha sido Zarza. Incluso cuando no tenía nombre, mi nombre era Zarza.

Gryal la miraba en silencio, intentando prestar atención a todas las palabras, tal como lo haría Perla.

-Soy una ninfa.

-Nunca pensé que existieran las ninfas.

-Y tienes razones... porque las ninfas no existen, Gryal. Ya no - la voz de la planta no surcaba el aire, llegaba directamente al corazón de Gryal, cargada de un sentimiento tan viejo y profundo que le erizaba el vello-. Las ninfas somos belleza, somos felicidad, libertad; somos almas nacidas en el bosque. Todas mis hermanas han muerto. Todas. No queda ninfa que yo conozca, aunque siga eternamente viva su voluntad.

-¿Entonces, quedan o no quedan ninfas?

-No. No hay ninfas, Gryal. Porque no hay ninfa sin libertad, ni sin un bosque al que proteger. Las ninfas no lloran, no se enamoran. No sienten envidia, ni miedo, ni avaricia ni deseo. Nuestra felicidad es existir, nuestro sino es vivir en libertad, en el bosque, y disfrutar de la brisa que baila entre esporas, del viento que silba entre las hojas, de los hongos que nacen en los árboles, de los ríos que bañan en su ribera a las hierbas y piedras que en ella se acuestan. Nosotras vemos con otros ojos la luz del amanecer, conocemos el brillo perlado de las gotas de lluvia y contemplamos con paz el devenir de la vida.

Su voz terminó en un eco silencioso, enmudecido por el sonido que hacían, al moverse, las ramas y las hojas que rodeaban a Gryal. El fuego seguía crepitando en casa de Ikún, ajeno a la vegetación que en ella reinaba. Los malditos aguardaban con ansiedad la salvación que su amigo podía ofrecerles.

-¿Y por qué tienes la forma de Lorette? - se impacientó Gryal.

-Ya te lo he dicho... Las ninfas no tenemos forma, o no una sola forma. Somos la belleza de los saltos de rana, el canto de los grillos, la sonrisa de las flores de primavera. Y sin eso, no somos. Sin eso, no existimos. Sin eso, Gryal... nos morimos. La imagen que ves y que crees estar escuchando es sólo belleza, etérea, triste e impura por la maldición de la que soy prisionera.

El rostro de la Lorette vegetal se difuminó en el aire para formarse de nuevo lleno de lágrimas transparentes. El agua resbalaba desde sus ojos rojos por sus peculiares mejillas de madera.

-Creí que habías dicho que las ninfas no lloran.

-Yo soy una ninfa muerta, Gryal - sollozó la voz de Zarza, la de Lorette, y eso estremeció al miliciano, que a punto estuvo de intentar abrazarla-. Soy infeliz... No soy ninfa sin felicidad, no soy feliz sin libertad y no hay libertad encerrada en un hacha.

-Pero... - Gryal seguía atando cabos, buscando la forma de convencerla-. ¿Cómo diablos llegaste al hacha?

-Un brujo, tan viejo como inteligente, se enamoró de mí. Me había visto correr y sonreír desnuda en el bosque y, desde entonces, venía a verme cada día. Esperaba sentado en las rocas que había junto al río, fascinado por la belleza más noble que sus ojos de anciano habían contemplado jamás - el cuerpo de Zarza se cubrió nuevamente de afiladas y agresivas espinas-.

¡Pero las ninfas no se enamoran! ¡Y aunque él venía año tras año siempre era ignorado! Porque yo prefería jugar con mis hermanas, ver volar a las nubes o florecer a los almendros.

Los gritos que Zarza hacía cuando se enojaba conseguían congelar a Gryal, tan asustado como confundido ante lo que estaba viendo

-Yeso no le sentó bien al brujo - dedujo, tomando asiento en el pequeño espacio que la vegetación le había reservado, sin atreverse a soltar el arma del Coleccionista.

-Nada bien. Obsesionado y ofendido, vino al bosque cargado con el hacha que tienes entre las manos, y empezó a cortar los árboles más viejos y nobles. El brujo mancilló mi felicidad, destruyendo el hogar que tanto amaba, esperando con esa crueldad que me entregara a su amor. Me negué de nuevo. Yo no puedo amar a un hombre, las ninfas no se enamoran jamás. Y en su desidia decidió el brujo encerrarme en el hacha... para siempre.

La historia de Zarza era triste y dura. Gryal sabía lo que se sentía cuando se estaba condenado, pero apenas había pasado un año luchando contra ese tipo de tormentos. Pensó en la eternidad que la ninfa había pasado encerrada en el hacha y no pudo sino sobrecogerse.

-Tiene que haber algún modo de romper esta maldición...

-murmuró Gryal al tiempo que pensaba en la bella forma de hablar de la ninfa. Le gustaba la cantidad de recursos que mostraba al explicarse y la atractiva manera que tenía de narrar momentos e imágenes. Sintió, de algún modo, que eso la hacía todavía más hermosa y fascinante.

-No la hay, Gryal. Una maldición sólo puede romperla la misma persona que la ha formulado. Pero aquél que me maldijo ha muerto, y los muertos no pueden romper maldiciones. Es así, Gryal. Siempre ha sido así, desde que mi nombre es Zarza... Y mi nombre siempre ha sido Zarza.

Pensó Gryal en su propia maldición. Si la ninfa estaba en lo cierto, sólo Zahameda podía liberarlo. Mal asunto.

-¿Era Ikún ese brujo? - le preguntó.

-No. Ikún sólo era un avaro Coleccionista que se hizo conmigo y aprendió a usar mi poder. Verás, yo estoy obligada a obedecer a mi portador, liberando y moviendo mis zarzas cuando él pronuncia mi nombre. Pero una vez liberadas mis espinas puedo hacer con ellas lo que quiera. Pude haber matado a Ikún, pero no lo hice. No lo maté por pena y compasión. Porque llevo más de cien años resignada y porque tuvo la decencia de amurallar el bosque. Ikún respetaba a las plantas y a los animales, admiraba a las criaturas extrañas y daba rienda suelta a mis espinas. No, Gryal, el hombre que has matado no era ese brujo... -y la voz de Zarza cambió de nuevo su tonalidad, se hizo grave y profunda-. ¡El brujo está muerto! ¡Lleva siglos muerto! ¡Yo lo maté! ¡Desgarré su cuello con mis espinas! Lentamente... Hasta que dejó de respirar... ¡Porque él me encerró en el hacha! ¡El mató a la ninfa! Fue menos astuto de lo que pensaba, al ignorar que la ninfa siempre será el bosque, que la ninfa tiene la fuerza del viento, siente la ira del río y ataca enfurecida con la violencia carnal del nacimiento... ¡Usando el dolor y la belleza de las zarzas de un rosal!

Gryal se quedó callado tras los gritos cargados de resentimiento de Zarza. Esperó a que las espinas de su cuerpo dejaran de erizarse, a que el afilado cabello de la mujer volviera a bañar su verde espalda, y a que recuperara la relajada faz con la que se había presentado. Luego, sin perder el hilo de su plan, decidió probar suerte.

-Zarza, entiendo tu dolor. Yo mismo sufro algo parecido. Se trata de una maldición que me impide andar de día. Cuando amanece, me quedo dormido, y cuando el sol se pone me despierto...

-Un amante de la luna - le interrumpió la ninfa, usando de nuevo la voz tierna y dulce de Lorette-. Conozco esta maldición. Muchos hubo antes que tú, y muchos habrá después; mientras siga habiendo en el mundo brujas despechadas.

-El caso es que necesito a mis amigos para llegar a Barcelona - siguió Gryal, intentando seguir fielmente su plan.

-Pues tendrás que llegar sin ellos. No puedo omitir la última voluntad del hombre que has matado.

-Zarza, puedo ayudarte - mintió con voz persuasiva-. Puedo liberarte del hacha que te tiene prisionera.

-Mientes.

-No miento.

-¿Cómo piensas hacerlo?

-Encontraré la manera. Siempre hay una manera.

-No - se enojó la ninfa, erizando su cabello espinado-. ¡No la hay!

-Libera a mis amigos - insistía Gryal, alzándose del suelo y acercando su rostro desafiante a los rojos ojos de la ninfa-. Liberales y únete a mí. Sígueme en mi viaje, Zarza. Sé mi arma, ayúdame a llegar a Barcelona... ¡y prometo liberarte de esta prisión!

La ninfa le miraba desconfiada. Su cabello se alargó, al tiempo que sus pies penetraron el suelo como raíces. Su cuerpo empezó a separarse y convertirse en un afilado y amenazador arbusto.

-¡No prometas en vano! ¡No intentes engañarme! ¡No dejaré que juegues con mis sentimientos!

-No estoy jugando. He dicho que voy a liberarte, y eso haré.

-No lo lograrás - lloró-. Sólo estás jugando conmigo, Gryal. Sólo me usarás. Lo sabes. Lo sabemos los dos...

Gryal no se atrevía a negar las palabras de Zarza, se sentía mal por lo que estaba haciendo, pero no pensaba dejar morir a sus amigos ahorcados por las espinas de una ninfa enojada. Decidido, agarró el hacha con su mano izquierda y desnudó del guante de metal su mano derecha. Acercó sus dedos al rostro de la ninfa, dispuesto a acariciarla. La imagen de esa falsa Lorette se desdibujó ante su mirada, desvaneciéndose como el viento para formarse de nuevo, algo alejada. Lloraba, lloraba sin medida.

-Lo lograré, Zarza. Confía en mí - le dijo, esta vez de corazón-. Por última vez, sígueme, libera a mis amigos... y yo prometo liberarte a ti.

-¡No! ¡¡Basta!! ¡¡¡Cállate!!! - el grito de la ninfa fue desgarrador. Había dolor en él, una centenaria lucha interna repleta de rencor-. Está bien, Gryal... está bien. Desde hoy seré tu arma... Mis espinas seguirán tu voluntad... Pero debes prometerme una cosa más.

-Lo que quieras, Zarza.

-No soy feliz, Gryal... Sólo puedo serlo si estoy en libertad, y sólo liberada volveré a estar viva. Así que prométeme que si no consigues liberarme de esta maldita hacha, nos destruirás, para siempre... a las dos.

IV

Las plantas se debilitaron de pronto y soltaron el magullado cuerpo de Marion. La mujer de cabello oscuro cayó suavemente sobre el suelo nevado, apoyando el peso de su cuerpo en sus manos desnudas. Miró sorprendida ese barro pintado del arenoso blanco de la nieve y se incorporó sobre sus rodillas. El caballero también se había desprendido del abrazo de espinas para acercarse con rapidez a su protegida.

-Marion, ¿estáis bien? - inquirió Reugal Absellarim al ver el rostro pálido e inexpresivo de la mujer.

-No, no lo estoy - dijo ella. Se sentía mareada y desorientada. Pensó que quizá se debía a la tensión y los nervios.

Recuperaron lentamente el aire, a grandes y desesperadas bocanadas. El cuello de Absellarim tenía profundos arañazos que seguían sangrando, y su bella ropa estaba rasgada y sucia. Se aseguró de que tenía bien atada en el cinto su media espada, se adecentó la ropa y el cabello, y miró con desconfianza a su alrededor.

-Parece que las plantas se han cansado.

-Lunáticas de mierda - se quejó bruscamente ella, clavando con rabia la hoja negra sobre la nieve, un gesto que a Reugal le recordó al salvaje de Wrack.

Las zarzas seguían apartándose de ellos, escondiendo sus espinas detrás de largas ramas repletas de hoja perenne. De pronto, mientras intentaba levantarse, Marion sintió una fuerte presión en el estómago que empujaba con rabia de abajo hacia arriba. Sufrió una desagradable sensación de asco cuando se llenó de líquido su cuello y boca para, luego, vomitarlo todo en un caótico grito.

-Marion... - murmuró extrañado Reugal, evitando pisar el vómito-. ¿Estáis bien?

-¡Que no! ¡Que no estoy bien! - sollozó, antes de volver a vomitar, dolorosamente, bilis y agua-. ¡Mierda!

El caballero se acercó a ella, acarició su cabello y su cuello, y limpió con los trozos rotos de su bella capa los restos de pastoso líquido que asomaban por los labios de la mujer.

-¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! - gritaba ella, rompiendo a llorar. Ahora entendía por qué no recordaba su último periodo, por qué orinaba tanto, por qué se tan sentía sensible, mareada y débil-. ¿Por qué a mí? ¡Mierda!

-Marion... - el caballero la miraba, asustado y confundido, sin saber qué decirle-. ¿Qué sucede? ¿Qué puedo hacer para ayudaros?

-¡ Mierda!

-Dejad de gritar y responded, por el amor de Dios. Marion, todavía de rodillas, se abrazó a los muslos del fornido Reugal, que no entendía nada de lo que le estaba sucediendo a la bárbara.

-Reugal... - dijo ella con un hilo de voz, todavía presa de esas extrañas náuseas-. Estoy embarazada.

V

El abrazo de Zarza terminó. Los Malditos de llan o vieron cómo se desmantelaba rápidamente la prisión de hoja y rama que antes los había inmovilizado. Se miraron unos a otros para fijarse en ese habitáculo opaco de maleza en el que estaba encerrado Gryal, esperando ver salir de allí a su libertador.

Ergon recuperó del suelo su bella daga, mientras Perla y Barramar se acercaban al cadáver de Ikún, dispuestos a saquear sin dilación los restos del Coleccionista.

-¡Zarza! - escucharon de pronto.

Tras la orden gritada por el miliciano, todas las plantas, flores y espinas que había en la sala se fueron empequeñeciendo para concentrarse en esa cabaña arbórea en la que Gryal se encontraba. Las zarzas se convirtieron en frágiles tallos, los árboles en esporas flotantes y pequeñas, las rosas en pétalos marchitos. El olor terminaba a medida que el hacha recuperaba todo lo que era suyo. Raíces gruesas asomaron entre los tablones de madera para fusionarse con el arma de Gryal, zarzas que rompieron las ventanas y agrietaron piedras. La chimenea ahogó su fuego, las rosas de los rincones desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. El bosque entero penetró por techo y paredes para desaparecer en un suspiro entre los guantes metálicos del catalán. El tejado del hogar de Ikún empezó a desintegrarse sobre sus cabezas. Serrín, pétalos y hojas caían como lluvia sobre ellos.

-¡Salid de aquí! - gritó Gryal, ya desnudo del abrigo de las plantas, agarrando con fuerza a Zarza.

Los amigos de Gryal no plantearon queja alguna al capitán de la milicia. El Desafortunado consiguió quitarle las botas al cadáver de Ikún, al tiempo que Perla agarraba de entre su ropa la pequeña esfera de cristal verde.

Ergon fue el primero en abandonar la estancia. Salió por la puerta principal, daga en mano, para ver un gran número de tornados de plantas y espinas acercándose a su posición. El oleaje vegetal arrollaba con todo, un amasijo de maleza concentrada que inundaba el paisaje que sus ojos alcanzaban a ver. Pensó por un momento en volver a entrar y buscar las hierbas que tanto había creído necesitar, pero no tardó en recordar sus propias palabras: de nada le servirían hoy. Se había enamorado y ya no era inmortal.

Perla y Barramar salieron corriendo por la misma puerta que Ergon para mirar, anonadados, el espectáculo que había ante ellos. Volvieron su vista a la cada vez más destrozada casa de Ikún, agarrados con miedo los unos a los otros.

Y el momento pasó. A su alrededor, el vacío y el silencio de un extenso terreno yermo, y las ruinas de la antes bonita casa del Coleccionista. La luna brillaba con fuerza en el cielo, asomando tras algunas diluidas nubes grises. La nieve seguía pintando de blanco el paisaje desierto que presenciaban, y un viento frío y suave consiguió erizar el vello de sus cuerpos arañados.

Perla miró a Ergon, tan serio e inexpresivo como siempre. Sonrió por dentro, evocando las palabras apasionadas que había gritado el asesino ante el Coleccionista. Supo enseguida que hablaba de ella cuando hablaba de amor y se sonrojó reconfortada al pensar en ello. Apartó tímidamente sus ojos de él para otear las ruinas que habían dejado atrás, cuando de los restos de madera y piedra surgió la figura de Gryal, hacha en mano. Su túnica roja estaba sucia y húmeda, pegada a su cuerpo. Tenía los ojos de siempre, esa mirada decidida y desafiante. Una cicatriz vertical adornaba uno de sus ojos de lobo. Avanzaba hacia ellos con la cabeza erguida, a paso seguro, rizos que se mecían sobre su frente, barnizados de fina nieve blanca. La mano roja de Wrack relucía en su brazo, asomando entre la manga corta de la túnica y el guante de metal.

-Es hora de seguir con nuestro viaje - sentenció mirando a los ojos, uno a uno, a sus amigos. Pupilas brillantes bañadas por la luz de la luna. Los malditos lo miraron, y al verlo supieron todos que seguirían a su amigo hasta la muerte.

-¿Cómo lo has hecho? ¡Te has cargado el bosque! - gritó Barramar.

-No amigo, el bosque está aquí - respondió mostrando su hacha-. Zarza es el bosque, y será nuestro transporte.

-¡Uh! ¿Y que significa eso?

Gryal sonrió triunfal al tiempo que una manada de lobos se acercaba corriendo a su posición. Ya estaban todos, dispuestos a proseguir con su peculiar viaje. Una odisea de amor y dolor, de espera y lucha, de anhelos que dejaban migajas en forma de cabezas cortadas.

-Significa que iremos a tu casa, Barramar - dijo orgulloso Gryal-. ¡Montados a caballo de hoja y rama!

 
La maldición de Gryal
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