1

Gryal estaba apoyado tras un par de grandes baúles de madera oscura, oculto para no ser visto. Junto a él, el enjuto cuerpo del anciano Barramar y la diminuta figura de Perla permanecían agarrados a la espalda del chico, temblorosos. Tras subir de los calabozos llegaron a la caballeriza, pero unos pasos cercanos les habían alertado. Temerosos, se escondieron detrás de una inmensa pila de cajas y baúles sin saber siquiera ni quienes ni cuántos eran sus perseguidores.

-No hagáis ruido - ordenó Gryal en un suave murmullo. Ambos asintieron con la cabeza. El joven catalán asomó los ojos por el lateral derecho de su escondite para comprobar que se trataba simplemente de dos jóvenes armados, pero de cuerpos débiles y famélicos. Dedujo por su uniforme que se trataba de soldados. Sonrió y giró su rostro hacia los dos prisioneros que había liberado. Barramar le devolvió la sonrisa y Perla lo miró con timidez. El rostro del capitán despertaba una confianza que arraigaba en los corazones de sus acompañantes. Así, seguro y dispuesto, la mente de Gryal empezó a trazar un plan de salida. Debía dejar fuera de combate a los soldados, o, al menos, despistarlos, para poder subir por las escaleras sin ser avistado. Pensó en lanzar algo que les distrajera, pero no tenía nada a mano. Pensó también en dispararles de lejos con algún arma pero no había ninguna en la caballeriza. Quiso enfrentarse a ellos cuerpo a cuerpo, pero estaba desarmado. Finalmente, decidió que la mejor opción era esperar y atacarlos por la espalda. Solo era cuestión de tiempo y paciencia, así que esperó. Barramar miró a Perla desconcertado por la parsimonia de Gryal. Perla, sin decir palabra, se había dedicado a observar atentamente al joven el tiempo suficiente como para entender que aquella situación de calma y tensión duraría poco. Muy poco. Entonces Gryal, como había intuido Perla, comenzó a mostrarse impaciente. Sentía que la prisa se apoderaba de su cuerpo, incapaz de desestimar el deseo de dejar de una vez fuera de combate a sus oponentes y así poder continuar con su camino. «Aguanta un poco más», se dijo, «solo un poco...». Pero, de pronto, un estornudo distrajo sus pensamientos.

-¡Atzuuuuuh!... uh...

-¿Quién anda ahí? - preguntó asustado uno de los jóvenes guardias.

Y luego el segundo estornudo de Barramar, el Desafortunado. La sorpresa de Gryal y Perla fue casi tan mayúscula como la de los dos guardias, que avanzaron temblorosos con su espada en alto, a paso lento y prudente, hacia la pila de cajas en la que se ocultaban los prisioneros fugados. Gryal, perplejo, observó que su sencillo plan se deshacía, pero buscó rápidamente soluciones. «Vamos», se dijo, «son sólo dos, y débiles», se repetía, «piensa, diablos». Cada vez más cerca, los dos soldados se detuvieron asustados ante los baúles enormes que había ante Gryal.

-¡Yahatatzuuuuu! ¡Uh!, vaya... - Barramar se sonó la nariz ruidosamente con su túnica blanca, y Perla y Gryal lo miraron con asco.

-Están aquí - murmuró uno de los chicos, señalando la columna de baúles antes de acercarse y apoyar la espalda en ellos. Se miraron nerviosos, espada en alto, pensando cómo perpetrarían el asalto.

Entonces, Gryal empujó con toda la fuerza de que era capaz la montaña de baúles, que cayeron como piedras sobre los desprevenidos guardias, dejándolos bajo una montaña de ropa y cajas abiertas. Uno de ellos intentó moverse pero Gryal le propinó una patada en el rostro, sintiendo cómo se le torcía el dedo gordo del pie derecho por al menos un par de sitios, silenciando el grito. A continuación, agarró una de las espadas melladas que había en el suelo y se sintió, al fin, reconfortado. Perla, siempre curiosa, y con toda la sutileza de la que fue capaz, rebuscó entre la ropa caída y se apropió de una enorme capa marrón con capucha con la que no tardó en cubrirse.

-Barramar, a ver si controlas un poco más estos resfriados - sonrió Gryal, mirando su reflejo en la sucia y rota espada. Arrugó la frente al pensar que el tiempo en aquella pequeña celda había dañado su rostro.

-Ha sido mala pata, uh... - respondió el viejo, despertando de nuevo la atención de Gryal, y lo miró con una enorme sonrisa que dejó entrever sus romos, escasos y sucios dientes.

-Perla, con Ergon rebelado y nosotros a la fuga, ¿qué crees que estarán haciendo los guardias? - preguntó Gryal.

Perla se sonrojó al ser preguntada, pues nunca le había gustado centrar la atención, y bajó la mirada con timidez, como si con aquel gesto fuera a lograr que los demás apartaran sus ojos de ella. Pero eso no sucedió, y cuando volvió a subirla comprobó que tanto los gastados del viejo como los penetrantes de Gryal seguían fijos en sus pupilas.

-Yo... - dijo titubeante-. Supongo que buscarnos.

-¡Ha! Eso no ha sido una predicción demasiado precisa, pequeña, ¡uh! - exclamó Barramar.

-No importa. ¿Qué hay de Ergon? ¿Qué creéis que hará? - preguntó Gryal mientras empezaba a avanzar hacia las escaleras seguido por sus compañeros de fuga.

-Matar - respondió el viejo arqueando las cejas.

-Ergon es impredecible - repuso Perla con convicción.

-¿Por qué? - se preguntó Gryal en voz alta-. ¿En qué diablos piensa ese tipo y por qué me ha rescatado?

-No lo sé. Ergon no atiende a razones o impulsos que yo sea capaz de entender. No muestra nada, no refleja nada, nunca cambia el tono de voz ni la expresión de su mirada. No... No es racional.

-O lo es demasiado - interrumpió Barramar, acercándose a Gryal-. No me gusta nada ese tipo, me da miedo, está loco.

-Yo... Supongo... - trató de hablar la joven.

-Es frío - volvió a interrumpirle Barramar-. Y, como diría mi mujer, ¡es más raro que mear vino! ¡Uh! Diantres, es normal que no sepas lo que hace, Perla, porque con él no hay sensibilidad que permita entenderle. Tu control depende de la empatía; siempre haces igual, siempre te pones en el lugar de los demás, y eso es bonito, pero no es fácil entender lo que hace o lo que siente Ergon.

-Lo intento...

-¡Pero no puedes! Ese hombre no es humano. Da miedo, ¡ya lo creo! ¡Uh!

Gryal los escuchaba en silencio mientras avanzaba con prudencia por las escaleras.

-Por lo menos sé qué hará Gryal. Supongo

-¡Vaya! ¡Eso sí es sorprendente! - se pronunció el catalán.

-No lo creas. Supongo Supongo que eres más transparente - Gryal se giró hacia Perla y su mirada honesta se detuvo en los ojos de la joven, que sólo pudo bajar de nuevo la mirada y suavizar la voz.

-¿Y qué se supone que voy a hacer?

-¡Salvarnos! ¡Uh! - gritó el viejo.

-Más o menos... Supongo... supongo que buscarás primero armas, luego provisiones, y después una forma de salir. Nos darás algo con lo que podamos defendernos, aunque sabes que no servimos de nada, sólo para dejar de temer tanto por nuestras vidas. Crees que somos tu responsabilidad.

-Efectivamente. Lo sois - le dijo plantado ante una puerta de gruesa y oscura madera-. Pero basta de cháchara, creo que hemos llegado a la armería.

II

Era de noche y la luna brillaba intensa, como desde hacía ya un par de noches. Wrack, Marion y Reugal Absellarim entraron a hurtadillas a la fortaleza de Ilario, pero aquella noche no había guardias en la puerta trasera del patio de armas. El caballero Reugal sorprendido miró atentamente a su alrededor. Parecía que la mayoría de soldados había dejado sus puestos. Absellarim pensó que, quizá, debían estar en alguna misión, pero quiso ser prudente. Lentamente, avanzaron por el pasillo que daba paso a aquel inmenso patio circular repleto de antorchas y muñecos de entrenamiento.

El impacientado Wrack había seguido hasta el momento el consejo de Marion y mantenía enfundada la espada. Si tenía que ser sincero consigo mismo, cosa que siempre intentaba, temía usarla cerca de la joven por miedo a dañarla. Cada vez se sentía más poderoso con ella, pero cada vez la controlaba menos. El poder de la madera negra parecía tener voluntad propia, y quería ver de qué era capaz usando sus propios recursos, sus tatuajes, sus hechizos, su astucia.

Marion estaba tras los dos hombres, agarrando con brío una daga y mirando alerta a sus compañeros, controlando cada detalle. Había atado a Halcón en la puerta, así que su ritmo era ahora renqueante y lento. Aquella pierna parecía no querer curarse.

-Preparaos. Podemos encontrarnos problemas en cuanto crucemos el umbral del pasillo. Los guardias del patio de armas estarán cerca - dijo Absellarim.

-No me importan los guardias, principito, sino el paradero de Gryal. ¿Dónde estará?

-Cálmate, Wrack - la voz gentil del caballero en verdad conseguía calmar el ímpetu del bárbaro, que se esforzaba por mirar con desdén al bueno de Absellarim-. Verás, cuando pasemos el patio y crucemos las antesalas, daremos a unas escaleras, que están junto a la caballeriza. Las que bajan llevan a los calabozos, la sala de tortura y el despacho de los guardias. Las que suben, a los pisos superiores. En el primero encontramos la armería principal y los dormitorios de los soldados de Ilario. Más arriba se encuentran las estancias personales del señor y de su sirviente Sanitier.

Wrack y Absellarim miraron a Marion, que permanecía atenta.

-Ya sabéis lo que pienso al respecto. Primero equiparnos, después a por Gryal - dijo Marion.

Wrack frunció el entrecejo.

-¿Y si se nos escapa?

-¿Escaparse? No hay forma de que nadie sepa que vas a entrar - dijo Absellarim-. Y no creo que el señor llan o deje marchar a su nuevo espécimen. Descartado. Gryal estará en esa celda cuando vayamos a por él. Seguro.

-Y si quisiera fugarse, ¿quién se lo impediría? ¡No hay guardias! - dijo Wrack casi chillando.

-Con Ergon bastaría-le interrumpió el caballero-. Escúchame de una vez, Wrack, que tus deseos no nublen tu juicio. Debes aprender a esperar, estamos cerca. No lo estropees precipitándote.

Wrack calló un instante y miró a lo lejos. Su miopía y la oscuridad del pasillo crearon en su mirada una mancha de puntos oscuros. Era totalmente incapaz de saber qué había a lo lejos y qué le esperaba más allá del pasillo.

-¡Vayamos de una vez! - ordenó Marion. Los dos obedecieron. Wrack no dejaba de observar sus tatuajes, inquieto y nervioso, y de repetirlos con sordos e inseguros susurros. Absellarim iba a la cabeza de la expedición, guiando al pequeño equipo por aquel estrecho pasillo, girando su rostro de vez en cuando para asegurarse de que Marion, su protegida, seguía detrás, con Wrack cerrando la comitiva.

El pasillo llegó a su fin y una decena de luces de antorchas se mostraron ante ellos. Habían llegado al patio de armas. Las paredes de aquella plaza circular eran de piedra vista y estaban custodiadas por una amalgama de pinchos diversos en su parte superior. De pronto, Reugal Absellarim se quedó inerte. La luz de las antorchas ya le alumbraba en silencio, pero no fue aquello lo que sorprendió al caballero. Fue el cadáver de un soldado muerto a sus pies, justo al terminar el pasillo. Luego, alzando la mirada, vio a otro algo más lejos, moribundo, soplando sangre al intentar respirar.

-¿Qué diablos ha pasado aquí? - preguntó Marion.

-¿Qué sucede? - preguntó Wrack, que no se había percatado de la existencia de los cuerpos hasta levantar la mirada de sus tatuajes.

-¿Quién os ha hecho esto? - preguntó Reugal, avanzando e inclinando su enorme mole hacia el agonizante.

-Escucha, Reugal. No hay tiempo. Está... - trató de decir Wrack, pero él mismo silenció su voz, perplejo, al ver el estado del soldado.

El trío rodeó el cuerpo del pálido soldado, quien pareció reconocer a Reugal Absellarim y lo miró entristecido, tratando de decir algo, pero su voz sonó baja y ni Wrack ni Marion pudieron entender nada.

-¡No puede ser! - dijo Reugal, que sí parecía haber comprendido aquellas palabras.

-Está... loco... está res... rescatando a... los malditos... los... mal... está... loco... Ergon... - repetía el soldado una y otra vez.

-¿Qué? ¿Qué pasa, Reugal? - preguntó Marion.

-¡Que arda el cielo! ¡No entiendo nada de lo que dice este cadáver! - dijo Wrack con tono áspero. Su voz sonó déspota, ronca, pero no quiso mirar de nuevo a aquel ser moribundo.

-¡Cállate, Wrack, por el amor de Dios! ¡Respeta a este hombre! - gritó Reugal.

-Deja en paz mis modales y responde, maldita sea, ¿de qué diantres está hablando?

-¡Wrack! ¡Basta! ¡Calmaos los dos! - exclamó Marion, intentando cerrar la boca de su compañero-. Reugal, ¿qué sucede?

-Ergon ha perdido el juicio y está rescatando a los malditos.

-¿Malditos? ¿Es Gryal un maldito? - preguntó Marion.

-Si llan o lo tiene encerrado, lo es. Él sólo se interesa por gente poco común, que hace cosas poco comunes o tiene problemas poco comunes. En la fortaleza se conoce vulgarmente a estos prisioneros como «los malditos». Decidme ahoravos, Marion, ¿es muy raro vuestro amigo?

-¡Gryal no es nuestro amigo! Y a mí también me perseguían. No soy ningún bicho raro - exclamó Wrack mirando fijamente al moribundo, que repetía lo mismo una y otra vez con los ojos abiertos como platos.

Marion y Absellarim no respondieron, y se miraron preocupados, en silencio.

-¡Un momento! - recapacitó Wrack-. Si Ergon libera a los malditos y Gryal es un maldito... ¡Ergon puede estar liberando a Gryal!

Reugal Absellarim lo miró paciente, reflexivo, y se alzó del suelo. Su presencia imponía respeto. Wrack, por su parte, parecía confundido, y empezó a mirar de un lado a otro nerviosamente.

-Wrack, cálmate, justamente por esto debemos pensar muy bien nuestro siguiente movimiento. No querríamos encontrarnos con Ergon.

Pero Wrack, ausente, miró nuevamente sus brazos y musitó algo para sí. Había olvidado la prudencia, el miedo a la espada, la espera. Cerró los ojos impaciente, y volvió a repetirlo, con las palmas abiertas, una vez tras otra. Reugal y Marion lo miraron con curiosidad, y la joven empezó a acercarse al bárbaro.

-¡Arde! - gritó Wrack, y el suelo que se encontraba a su alrededor se iluminó. Marion se quedó quieta, temiendo la ira de Wrack, quien avanzó unos pasos para comprobar que funcionaba su hechizo, y, allí donde pisaba, la luz amanecía durante unos segundos-. ¡Perfecto! - dijo el joven-. Ahora ya no iré a ciegas -y, dicho esto, tomó la hoja negra de su cinto, la asió con fuerza y emprendió la marcha.

-¡Eh, Wrack! ¿Dónde crees que vas? - le gritó Marion al tiempo que, renqueante, trataba de seguirle el paso-. ¡Detente, maldita sea!

Pero no se detuvo. Avanzaba dejando una estela de luz bajo sus pies, con la Espada Negra totalmente opaca en su mano diestra, y leyendo sus tatuajes de la mano zurda, murmurando sin cesar lo que en ellos había escrito. Su pelo se apelmazaba en la frente sudada, y su caminar era cada vez más rápido e impetuoso. Marion quiso seguir tras él pero Reugal la detuvo, asiéndola de las manos. La mano del caballero, grande y fuerte, resultaba reconfortante.

-Dejadle solo, Marion. Si vais con él solamente encontraréis peligro.

-No me gusta esa espada... ¡Wrack! - volvió a gritar-. ¡No uses la espada! ¡Por favor! - pero su voz se perdió en el patio, y Wrack y su luz se difuminaron bajo las largas columnas de la plaza de armas.

Ahora estaban separados.

-Marion, debemos recuperar mis armas, sin ellas no podré ayudaros. Vayamos al piso de arriba - propuso Absellarim.

-¿Y Wrack?

-No sufráis por él. Sabrá cuidarse.

111

Sanitier se encontraba acurrucado en una butaca forrada con pieles y acolchada con sacos de plumas, leyendo un pergamino largo y viejo a través de su amado monóculo. Hiciera el tiempo que hiciera, el sirviente de llan o siempre usaba el mismo sillón; prefería sudar en él a cambiar de sitio.

De pronto sintió una brizna de aire acariciarle el pelo y agitar las velas de su mesa. Fue una brisa leve y la puerta apenas hizo ruido, pero Sanitier conocía aquellos indicios. Era Ergon. Su Ergon. Llevaba años escuchándole entrar a la habitación, sintiendo su presencia y disfrutando de sus progresos. El niño, ahora un hombre, cada vez era más sutil, más sigiloso. El control de sus movimientos era asombroso, exquisito, rozaba la perfección. Sanitier disfrutaba desafiando sus capacidades. Cuando el niño había llegado no era más que un crío asustadizo y desconfiado, sin expresiones, al que todo le dolía mucho. Era alérgico a cualquier metal, sus heridas se cerraban tarde, sus constipados eran una perenne lucha a vida o muerte. El niño, por sí solo, fue desarrollando una gran capacidad para evitar el dolor. Se apartaba de todo lo que podía lastimar. Primero se apartó de las personas; luego, del aire frío y del exterior. Después, del fuego y del hierro. Hasta que, al final, se apartó de todo. Cuando algo se acercaba, lo evitaba. Tal era su capacidad de evasión que Ergon había conseguido incluso evitar aquellos problemas con mayor rapidez, con más asiduidad. Era rápido observando amenazas, rápido evitando golpes. Su estado de alerta se convirtió en instinto natural; era capaz de esquivar incluso los ataques físicos, las embestidas más salvajes, los golpes más temibles. La espada, la lanza, la flecha más rápida... Pero su temor era total. Vivía con miedo, repudiado y odiado por su aspecto. Así que, compadecido y sorprendido, Sanitier buscó una cura, algo que sanara aquel estado de paranoia, que sanara su dolor.

Como era habitual, habían negociado con El Coleccionista, aquel tipo que conseguía toda clase de objetos y seres extraños. Este les dio las hierbas de la vida, que sólo afectaban a los que no terminaban de vivir, a casos realmente desesperados, a los que, según dicen, están a punto de morir. Y ése era el caso de Ergon. Las hierbas funcionaron, pero en su justa medida. No consiguieron mitigar el dolor, que seguía siendo particularmente intenso; pero sus heridas, casi con oler aquellas plantas, con sólo masticarlas, se cerraban por completo. La capacidad regenerativa de Ergon bien podría haberse interpretado como un milagro en cualquier iglesia, así que nada hacía pensar a Sanitier que pudiera tratarse de otra cosa. Sin embargo, otros fines le dio llan o al misterioso Ergon. A un tipo que todo lo esquivaba, que de todo se curaba, solamente le faltaban un par de virtudes para ser su perro ideal: sumisión, conseguida con el tiempo mediante el agradecimiento e instinto, esa capacidad de matar adiestrada por sus soldados. Y así, año tras año, Ergon se había convertido en un perro más fiel y poderoso. No sabían qué más hacer para mejorar sus virtudes. Ponían a prueba su fidelidad con torturas perpetradas durante muchas y largas noches. Adiestraban su sigilo y su destreza con cascabeles en los pies, se enfrentaba a temibles enemigos para mantener su capacidad evasiva intacta. Así había crecido. Y ahora, como solía hacer cada dos semanas, entraba a la habitación de Sanitier, su tutor, su vigilante, su adiestrador. Sin ruido, con el sonido sordo de unos pasos que sólo un padre podría reconocer.

-¿A qué vienes, Ergon? ¿Quieres que te lea? - preguntó Sanitier, sentado de espaldas a la puerta.

Ergon no respondió. Permanecía inmóvil tras la figura sentada.

-¿Quizá vienes a por hierbas? - dijo de nuevo, afrancesando sus palabras, con un tono áspero, irritado por la falta de respuesta-. ¡Vaya, vaya! Parece que hoy estás callado - se levantó con un sonoro crujir de espalda, se giró, y sus ojos se clavaron en la ensangrentada mano de Ergon y la daga de llan o que en ella llevaba.

-Ergon... - dijo con cara de disgusto-. ¡Oh, vaya!... ¿Cuánto hace que tienes pensada la traición?

-Poco - respondió con voz oscura.

Sanitier miró con miedo la mirada blanca del asesino.

-¿Sabes? Te tenía especial estima, Ergon. Casi podía sentir en mi piel tu dolor

-No sabes nada del dolor.

-El dolor de ser odiado por padres y amigos - continuó-. El dolor de sentir el más pequeño moratón como si fuera un puñal en el corazón... ¡Sufro y sufrí por ti, Ergon! ¡Y con mis esfuerzos te di la vida eterna!

Ergon mantuvo su mirada fría, no varió un ápice su expresión, y el pequeño grito de euforia de Sanitier se fundió con el silencio de la lujosa sala que ocupaban.

-¿Qué has hecho con Ilario? - preguntó. Pero tampoco en esto obtuvo respuesta. Le bastó con mirarle-. ¿Tan cobarde te has vuelto?

-Dame las hierbas.

-¡Vaya, vaya! - Sanitier enarcó las cejas, sus ojos se entristecieron-. Están detrás de mí, en esa mesa. ¿A eso vienes? ¿A por las hierbas de El Coleccionista?

-En parte sí - respondió Ergon. Sus cristalinos ojos blancos reflejaban el rostro asustado de Sanitier.

-Hay algo ya en tu sangre que te sana, Ergon. Eres un milagro, un caso único... - sus palabras alargadas se fundían en un tenebroso silencio. Parecía idolatrar de algún modo a su creación-. Esas hierbas no te servirán de nada ya. Ya no necesitas masticarlas ni olerlas, te regeneras solo. Eres un triunfo en mis experimentos, mi mejor elemento...

-No es cierto. Soy un fracaso y no soy tuyo - interrumpió de nuevo Ergon, con voz controlada, pausada, sin alterar el tono ni la intensidad en ningún momento.

-Lo sé, Ergon, lo sé, pero me sentía orgulloso de ti... Ahora... Vaya, vaya... Has matado a Ilario, ¿verdad? - Sanitier no podía creer lo que estaba sucediendo. Nunca había pensado en la posibilidad de que Ergon, su fiel Ergon, se les pusiera en contra-. Cumples con tu forma de ver las cosas, ¿no es así? Eliminas toda amenaza por miedo a ser perseguido o lastimado. No quieres dejar rastro... Eres frío como el hielo... hummm.

Ergon no respondió, parecía dispuesto a dejar que Sanitier continuara con su monólogo. Pero finalmente habló con furia.

Ya no tengo tanto miedo.

-Vas a matarme también a mí, veo... Vaya, vaya, así que ahora también soy una amenaza para ti. ¿Puedo causarte dolor? ¿Qué te he hecho yo? ¡Ergon, maldita sea! ¿Quieres responder algo con sentido? - el miedo empezaba a apoderarse de Sanitier, sus palabras se atropellaban, cada vez vocalizaba peor. Ergon dio otro paso al frente, y bajó la mirada para observar sus manos llenas de sangre.

-Mereces pagar por tu silencio. Por tus actos, tus experimentos, y por tu maldad. No amas, solamente juegas.

-¡Sé racional, Ergon! ¡Tengo familia!

-¿No es racional decidir quién debe morir para que yo pueda vivir? -y dio otro paso al frente, a lo que Sanitier reaccionó con uno hacia atrás.

-Vaya, vaya... Un inmortal que se cree con el derecho de quitar la vida al resto. Eres un asesino, Ergon, no un ángel justiciero. ¿Acaso el poder te ha vuelto engreído? ¡Yo te di la vida!

-Yo aún no sé lo que es vivir - otro paso al frente.

-¿Cómo que no? ¡Eres inmortal! ¡Yo soy tu valedor, tu amigo, tu vida!

-No soy inmortal. Nunca he vivido. Quiero ver, creer, amar, como Gryal.

-¿Gryal? ¿Como Gryal? - Sanitier frunció el ceño-. ¿Gryal es la causa de todo esto? Escúchame, Ergon, nadie te querrá. ¡Ni siquiera tu idealizado Gryal! Este chico está sobrevalorado por todos. Que te mire a los ojos no lo convierte en nada, en nadie. No eres un niño, piensa Ergon, a él ni lo conoces. Es un prepotente presumido que desafía sin pensar. Un egoísta e impulsivo. Mírate, Ergon. Sin mí serías pasto para los cuervos, polvo en el viento. No serías nada sin mí, Ergon...

-Cállate.

-Nadie te querrá, Ergon. ¡Nadie! ¿Crees que te agradecerán algo? Te utilizarán, como hizo Ilario, como toda la gente haría contigo, pero te temerán, ¡como te temen todos!

-¡Cállate! - gritó por vez primera. Dio un paso más, estaban casi a un palmo. Podían sentir uno la respiración del otro, notar su olor con total claridad. Ergon apartó con un golpe el sillón, que cayó al suelo estrepitosamente. El ruido asustó aún más a Sanitier, que empezó a temblar con gran nerviosismo.

-Sólo serás un sucio asesino - siguió Sanitier-. ¿No ves con qué desprecio te miran? ¿Con qué desdén? - los ojos blancos de Ergon se abrieron con rabia-. Ya eres sólo un sucio asesino ¡Y como asesino vivirás el resto de tu vida!

Ergon sintió su respiración acelerarse, su pulso temblar. De pronto, el rostro del asesino cambió, sus cejas se fruncieron, sus ojos se entrecerraron, su mirada bajó y rápido, con precisión de cirujano, metió la punta de la daga en la boca de Sanitier. Luego, con un rápido giro de cadera, destrozó su lengua y penetró su cuello. Sanitier sangró, cayendo al suelo, y sintió como perdía la noción del tiempo y el espacio. Empezó a darse cuenta que no sentía su lengua, su cuerpo, su cuello. Pronto, quiso hablar, pero no había palabras que sonaran; en su lugar sólo manaba sangre, como un surtidor de dolor. Sus ojos se abrieron de par en par, y miraron a su antes fiel Ergon.

-¡Cállate! - le volvió a ordenar Ergon, cerrando los ojos del color de la nieve. Esperó paciente a que la respiración y los espasmos de su nueva víctima terminaran. Era otra de las muertes justas-. Hoy tendré pesadillas... -y sus ojos blancos se abrieron de nuevo. Inmaculados, tenebrosamente claros-. ¡Otra vez pesadillas!

IV

Wrack se adentró en la caballeriza con paso sigiloso y se detuvo en el centro, presenciando absorto el silencio que en ella reinaba. No había caballo alguno, aunque era suficientemente grande y amplia para albergar al menos a diez animales. Sin duda la mayor parte de los soldados estaba fuera de la fortaleza en aquel momento. No interrumpió sus pensamientos, preguntándose el porqué de todo aquello; por qué Ergon rescataba a Gryal, por qué faltaban tantos guardias o por qué no había ningún caballo. Simplemente prosiguió con su misión particular, analizando el entorno con atención, buscando cualquier rastro de Gryal. Se sorprendió al encontrar en el suelo a dos soldados inconscientes, bajo otro par de baúles abiertos con ropajes dispersos por doquier. Desestimó enseguida la idea de despertarlos e interrogarlos. Aquél no era su estilo, y tampoco sabía exactamente qué se debía preguntar en tales casos.

Bajó las escaleras, deprisa, siguiendo las instrucciones de Reugal Absellarim. Estaba tenso esperando encontrar a Gryal en las celdas, encerrado como merecen los asesinos. De pronto pensó que no tenía pensado un discurso y que, cuando llegara el momento, debería escoger bien sus palabras. Algo relacionado con Viduk sería lo más acertado.

Un pasillo estrecho y oscuro se mostró ante su fina mirada, sus pasos parecieron retumbar por el silencio de las celdas con débiles ecos. Había llegado al sitio adecuado.

V

Gryal golpeó con fuerza el candado de la armería. Hasta el momento, sólo había conseguido dañar la base de su nueva espada. Nunca pensó que las llaves que Ergon le había dado no servirían para abrir aquella puerta.

-¡Diablos! - gritó con rabia-. ¡Me encantaría conseguir al menos una vez una espada que no estuviera roma y vieja!

-Ten paciencia - dijo Perla, mirando nerviosa a un lado y otro del pasillo, asustada, como si alguien fuera a encontrarlos de un momento a otro.

-¡Tengo una idea! - exclamó Barramar-. ¡Haz palanca! ¡Pon la espada entre el candado y la madera!

Gryal, agitado, siguió las instrucciones del anciano, pero no conseguía colocar la espada como pedía el viejo.

-¡Bah! ¡Déjame a mí! - dijo Barramar acompañando sus palabras con un contundente movimiento de brazos. Sus largos dedos podrían arrancar un ojo en cualquier momento, así que Perla se apartó ligeramente para evitar golpearse con sus rudos movimientos.

Gryal le dio con desgana la espada al viejo y observó a su nuevo compañero.Barramar dispuso la espada inclinada entre la puerta y el candado. Posteriormente buscó la postura adecuada y luego, con un rápido movimiento, desplazó el mango de la espada hacia él consiguiendo hacer palanca. Pero, desgraciadamente, la espada se rompió.

-¡Ups! - exclamó Barramar, mirando la media espada que había quedado en su mano-. Parece que se ha roto -y sonrió.

-Estamos acabados - musitó Perla con ojos disgustados. Después, se tapó con su nueva capucha y, derrotada, acurrucó su cuerpo al lado del de Gryal.

-¡Esperad! Voy a abrir esta puerta como sea - dijo Gryal, observando con atención el pasillo en busca de alguna herramienta contundente. Desorientado, sólo pudo ver antorchas, paredes viejas y una silla que servía para que los guardias descansaran durante su turno. Entonces agarró la silla por su respaldo y golpeó con un fuerte movimiento lateral la base del candado, una vez tras otra, hasta que en el último de sus intentos, cedió.

El chasquido de su apertura forzada iluminó el rostro de los tres presos fugados, que sonrieron ante su preciado tesoro: picas, lanzas, arcos, espadas... todos perfectamente dispuestos, como si de un mercado se tratara.

Barramar fue el primero en entrar, con la boca abierta y temblorosa. Le parecían armas excelentes, aunque no sabía usar ninguna. Sintió especial atracción por los arcos, pero pensó que resultaría muy complicado para alguien como él acertar en el blanco. Gryal lo siguió y miró rápidamente los filos que le rodeaban. Nada de lo que había, a simple vista, le interesaba demasiado. Observó entonces las paredes en busca de armaduras adecuadas a sus necesidades, o armas especiales, de aquellas que merecían tener nombre y entrar en la leyenda.

-¡Debemos darnos prisa, Gryal! - dijo asustada Perla. El joven se giró hacia ella al escuchar su nombre-. Solo la casualidad ha posibilitado que no nos haya encontrado nadie - advirtió.

-Tranquila, enseguida terminamos. Quiero que os quitéis esa ropa vieja y sucia y os pongáis ésta de soldado.

-No - respondió Barramar-. No me vestiré como ellos. Los odio. Y Perla tampoco lo hará. ¿Verdad? - Perla negó con la cabeza, señalando su capa nueva y mirando a Gryal con lástima-. No queremos su ropa. ¡Uh! ¡Antes sucio que vestido como ellos!

La negativa de sus compañeros sorprendió a Gryal, pero no pensaba discutir. Observó a su alrededor y fijó su vista en tres cofres enormes que había justo bajo las espadas. Sólo uno de ellos carecía de candado. Era viejo estaba desgastado, y tenía un león rampante pintado de azul en su parte superior. Gryal lo abrió con curiosidad, dispuesto a encontrar algo maravilloso. Y mayúscula fue su sorpresa. en su interior, una espada preciosa, larga y afilada, brillaba con luz propia. Tenía un león grabado en la parte inferior de su brillante y afilada hoja por uno de sus laterales, y unas letras por el otro lateral.

-«L'une arme, cent vies» - leyó-. Un arma, cien vidas. Interesante - dijo en voz alta, alzando el arma y mirando su hoja contra la luz de las antorchas-. Es realmente bella.

Continuó rebuscando en el baúl y encontró una armadura azul y metálica, pesada, con una tela gruesa encima de ella y un león idéntico preciosamente bordado.

-Tela azul... - se dijo asombrado-. Y la armadura es buena. Vieja pero de calidad - la alzó, contemplativo-. Demasiado pesada para mí. Iré mejor sin armadura - miró a sus compañeros. «Y ellos también», pensó.

Barramar seguía mirando las armas, sin saber cuál escoger. Confuso, dubitativo, miró hacia el techo y descubrió con asombro lo que, según su parecer, era más sorprendente de toda la sala: un gigantesco escudo redondo, metálico y brillante, que reinaba como si fuera un tapiz en el centro de la armería. Colgaba, como cuelgan las grandes lámparas, e imponía tanto respeto como una estatua antigua.

-Gryal - dijo el viejo-. ¡Yo quiero eso! -y señaló el fabuloso escudo con su huesuda mano.

Gryal sólo pudo abrir los ojos casi tanto como la boca, y sonrió entusiasmado.

-¡Vaya escudo! - exclamó-. Pero pesa mucho, Barramar, ¿seguro que irías bien con él? - preguntó el capitán, desconfiando de las capacidades del viejo para usar semejante elemento.

Yo, de joven, cuando todavía era recio y fuerte, luchaba armado con escudos como ése - mintió el anciano.

-Está bien - respondió resignado Gryal, subiendo sobre el cofre para bajar del techo el escudo colgante.

-¡Viene alguien! - gritó Perla-. Oigo sus pasos.

Gryal se apresuró en bajar el escudo y cogió dos dagas de la armería, una para él y otra para Perla. Luego, dio una ballesta pequeña a la joven y salió de la sala.

-¡Vámonos! - dijo finalmente el catalán. Barramar, por su parte, se esforzaba por colgar el enorme y pesado escudo de su espalda con la misma cuerda de la que colgaba del techo-. ¿Por dónde vienen?

-Desde abajo - dijo Perla.

-Si vienen de abajo... - reflexionó el viejo-, ¡debemos ir al frente contrario! -y sonrió como siempre, mostrando sus grotescos dientes.

Subieron raudos las escaleras. Gryal capitaneaba el grupo, con su bella espada en la diestra y una pequeña pero ágil daga en su mano zurda. Perla le seguía sin saber muy bien cómo debía agarrar la ballesta, temiendo que en cualquier momento se le pudiera disparar sin querer. Barramar marchaba el último, sudando por el esfuerzo de cargar en su espalda semejante escudo, pero orgulloso de tenerlo para sí.

Habían llegado al segundo piso.

VI

Wrack golpeó con ira la puerta abierta de una celda. Había llegado tarde y todas estaban vacías. Sintió la rabia invadir su ser, fluir por sus venas y llegar a su espada. Quería, ahora más que nunca, vengarse de Gryal, el asesino de su hermano. Pudo imaginar su rostro asustado bajo la Espada Negra, pidiendo clemencia y llorando como una niña. Sentía cómo la negra hoja absorbía su dolor y su odio. Estaba furioso, irremediablemente furioso. Más que nunca.

Reugal Absellarim se sorprendió al encontrar la armería abierta. Justo antes había interrogado a uno de los soldados de la caballeriza, que le había confesado que sólo oyeron un estornudo y luego aquella montaña de baúles se les había caído encima. El caballero se preocupó por la herida que el soldado tenía en el rostro, conmocionado y dañado por el impacto de las cajas. Marion se percató de que a uno de ellos le faltaba su espada, así que dedujo que quien hubiese hecho aquello a los soldados de llan o se había armado a su costa. Sin duda, como método, descartaba por completo la autoría de Wrack.

Encontraron los restos de la espada robada justo enfrente de la puerta de la armería. Absellarim entró con prisa en la sala, mientras Marion observaba a su alrededor. Habían intentado abrir el candado con la espada pero, al parecer, usando la pequeña silla que también estaba junto a la puerta. Las grietas y las marcas de los golpes lo delataban. ¿Por qué aquel afán por equiparse? ¿Eran, quizás, más de uno? ¿Estaba Ergon armando a Gryal?

-¡Maldita sea! - gritó Reugal-. ¡Mi espada y mi escudo! ¡Han desaparecido!

Marion, perpleja por los gritos de Absellarim, no pudo hacer más que acercarse al enorme hombre y relajarlo con la mirada.

-Tranquilo - dijo-. Coged cualquier otra cosa.

-¡No puedo hacer eso! ¡Soy un Absellarim! Los Absellarim sólo luchamos con nuestras armas y armaduras, nunca con las de otros. Si no tengo mi espada, la que por tantas vidas y generaciones ha pasado, no usaré ninguna. Si no tengo mi escudo, que antes fue de mi padre y mucho antes del suyo, tampoco usaré ninguno. ¡Somos caballeros, Marion!

La joven miró el rostro bello pero desesperado de Reugal Absellarim. Se sorprendió al ver que cuando se enfadaba era tan terco y estúpido como Wrack, y sólo pudo sonreír maliciosamente.

-Pues poneos lo que sea vuestro. Ya buscaré yo algo para defenderme - dijo fingiendo estar ofendida.

-Sabía que me comprenderíais - respondió. Luego, sin demora, se equipó con la pesada y bella armadura de la que era propietario. También en ella, como en su capa y su ropa, estaba el león rampante con la esfera de ópalo, escudo inconfundible de los Absellarim.

Marion lo miró detenidamente. Había algo en él que le recordaba a Viduk. Aquella responsabilidad en la mirada, aquel porte poderoso, aquel cuerpo robusto, aquel pelo largo Sorprendentemente se sintió culpable al recordar al bueno de Viduk. Culpable por no amarle nunca suficiente, por no llorar por su vida y su muerte, por no ansiar vengarse tanto como lo deseaba Wrack. Culpable por casi no recordarle, por no pensar nunca en él. Por comprender a su asesino y no tener pesadillas por ello. Por seguir el deseo de Andrey.

Miró de nuevo al caballero y comprobó cómo, aún sin su arma ni escudo, imponía tanto respeto como cualquier otro que pudiera imaginar. Se sonrojó y de nuevo se sintió, irremediablemente, culpable.

VII

Wrack, cabizbajo, con la sien arrugada de odio, subió detenida y lentamente la mirada. Escuchaba muchos pasos ante sí, como si alguien corriera. Peldaño tras peldaño estaba más seguro de que algo pasaba allí arriba. Finalmente llegó a la caballeriza. Frente a sus ojos vio cómo se habían juntado tres guardias en torno a los dos antes inconscientes. Los cinco soldados se irguieron con rapidez y le miraron asustados. Algunos tenían la espada en la mano, otros, enfundada, y uno de los dos heridos ni siquiera tenía. Wrack los miró con desdén y avanzó hacia ellos, que se juntaron aún más, como si el calor de sus cuerpos fuera a ofrecerles protección frente a aquel extraño visitante que llegaba de las celdas y al que nunca antes habían visto. Los pies de Wrack alumbraban sus pasos y conferían al joven mago una imponente y desafiante imagen.

-¿Dónde está Gryal? - preguntó. Su voz sonó oscura, fría, y casi no se reconoció a sí mismo al hablar. Sus ojos oscuros y rasgados penetraron el alma de los ahí reunidos.

Los guardias no respondieron, alzaron sus espadas y se miraron los unos a los otros, asustados, esperando a que alguno diera con la respuesta.

-¡No tengo todo el día, imbéciles! ¡Estoy muy cabreado! - advirtió Wrack, que seguía avanzando hacia ellos.

-No... humm... no lo sabemos... ¡Ergon nos está matando a todos y no sabemos dónde está ese tal Gryal! No vamos a meternos en vuestro camino - dijo uno de los soldados con una mirada que pedía clemencia.

-Dejad que nos vayamos, evitemos pelear - pidió el que se encontraba desarmado.

-¿Pensáis que soy tonto? ¿Qué tipo de guardias sois? ¿¡Dónde está Gryal!? ¿¡Dónde están los prisioneros!? - gritó el bárbaro, con saliva entre los dientes, como un perro rabioso. Sentía el calor de su furia palpitar por las venas de su mano, por sus dedos. Deseó que ardieran todos.

-¡Maldito loco! ¡Te hemos dicho que no lo sabemos! - dijo uno alzando la voz. El grito retumbó, era agudo, alto. Demasiado alto.

Wrack los miró con dolor y desprecio. Pasó junto a ellos y empezó a subir las escaleras. Luego, lentamente, se giró y los observó. Temblaron, pero sus miradas mostraron valentía, orgullo, lucha. Se sentían acorralados por aquel tipo de la negra espada al que no conocían pero temían. El bárbaro les apuntó con ella sin parpadear, mirándolos detenidamente. Uno de ellos le devolvió la mirada, con altivez y desdén. Los ojos de Wrack, ya finos y delgados, se cerraron un poco más.

-Arded - dijo con rabia. Y los soldados ardieron.

 
La maldición de Gryal
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