1
Cada día recordaba las instrucciones de Marta. Sin parar, sin pensar. Normas básicas. Limpia, encera y barre el suelo. Trae la leche, el vino y la cesta. Prepara, lava, cuida y perfuma la ropa. Mima al caballo, peinando cola y crin, aliméntalo y vigila que el nuevo mozo del establo cumpla con su cometido. Cerciórate de que las ventanas estén impecables, ábrelas de buena mañana, no dejes durante el día que estén todas cerradas y, sobre todo, ajusta cada una de ellas al anochecer. Adorna la mesa, prepara las herramientas de trabajo del señor y haz su cama. Asegúrate de que nunca falta agua, leña, cebada, grano y aceite. Prepara la comida y los baños sin protestar. Afila los cuchillos, lava los platos, prepara las especias...
Ese era el día a día de Liz, las instrucciones que la otra moza le repetía para que las memorizara. Había adelgazado aún más desde el día que la familia Castilla se había hecho cargo de ella; casi nunca podía descansar. Pero estaba bien alimentada y sana, y le gustaba sentirse útil. Amaba comer y dormir bajo un techo cada vez más suyo, más familiar, y adoraba ponerse el fresco y liviano vestido rosa que Lorette le había regalado. Todo marchaba bien, la vida resultaba sencilla con algo que hacer. Ya no se sentía mal, ya no tenía esos enormes dolores y malestar que la habían incapacitado durante dos largos años, y eso la colmaba de felicidad. Todo era perfecto, salvo por un detalle: echaba de menos a su hermano mayor, un hombre que la había cuidado y protegido, que no se había detenido hasta encontrarle una cura y un hogar. Quería abrazarlo de nuevo para darle las gracias y decirle lo mucho que lo quería. Sin darse cuenta, sin esperarlo, comenzó a llorar. Quiso hacerlo en silencio pero, como Ariano siempre decía, las niñas no saben llorar en silencio y sollozan con gemidos para llamar la atención.
-¿Estás bien, Liz? - la voz de Lorette, dulce y maternal, interrumpió sus pensamientos.
Liz, sentada en las escaleras, se dio la vuelta y oteó, desde su perspectiva infantil, cómo la joven la miraba paciente, esperando una respuesta. La niña dudó, pues carecía de don de gentes y las preguntas la ponían nerviosa, por aparentemente sencilla que fuera la respuesta. ¿Estar bien?, pensó. ¿Qué es bien? Nunca se está bien del todo.
-Sí, sí... estoy bien, mi señora.
Mintió, como le había enseñado su hermano, sin dejar que temblara la voz. Pero Ariano no le había enseñado que a las mujeres no se les puede engañar, así que la hija de Juan de Castilla percibió la agitación que asolaba a la pequeña y se sentó junto a ella. Alzó la diestra de sus manos y la acarició de forma desenfadada, indicando con el gesto que se podía confiar en ella. Liz insinuó con la mirada que nada sucedía.
-¿Qué te ocurre? - dijo Lorette, desarmando su defensa-. ¿En qué te puedo ayudar?
La niña se mordió ligeramente los labios inferiores con los dientes grandes y torcidos que sobresalían de su boca. Luego respondió, liberándose de la carga acumulada.
-Nada, señora. Solamente... echo de menos a mi hermano
-la voz fue apenas un zumbido.
-¿A tu hermano? ¿Y quién es tu hermano?
-Ariano. Su nombre es Ariano. ¿Vos no conocéis a mi hermano, señora?
-Lamento decir que no, pero si Ariano es la mitad de encantador de lo que eres tú debe de ser un buen niño - la voz aterciopelada de Lorette relajaba y acunaba a la pequeña, que recuperó la sonrisa.
-Gracias... Aunque no es un niño, mi señora, ya es todo un hombre. Casi podría ser mi padre.
-¿Así que es mucho mayor que tú?
-Sí, mucho, mucho más. Nos llevamos muchos años porque mi madre era fulana.
-Fu... fulana - repitió la joven de Castilla, sorprendida-. ¡Liz! ¡No digas eso de tu madre!
-No os enfadéis, mi señora. Así es como mi hermano la llamaba.
-Vaya... - «pues quizá no sea tan encantador como tú, Liz», pensó Lorette sobrecogida-. ¿Y dónde está tu hermano ahora?
-No puedo decíroslo mi señora, está prohibido verle. Esa es una de las condiciones.
-¿Cómo? ¿Condiciones? ¿Qué condiciones? - su voz sonó dura esta vez. No quería parecer brusca, pero empezaba a interesarle de veras lo que la chiquilla le contaba.
-Ariano trabajaba para vosotros. Se le complicaron las cosas y acordó con Don Juan que él y vos, su hija, cuidaríais de mí. Me repitió varias veces que nunca fuera en su busca y que todo era por mi bien.
Abrazó a la niña cuando terminó, acariciando con suavidad su cabeza. Lorette sintió compasión por la pequeña y una infinita curiosidad por conocer la tarea que Ariano, su hermano mayor, había realizado para su señor padre, y si tendría también relación con los entresijos que él y Esner habían estado urdiendo últimamente. Estaba segura de lo importante que debía de ser el cometido de Ariano para que su padre aceptara la tutela de Liz. Quiso preguntarle a la niña si su hermano le había hablado alguna vez de un hombre llamado Gryal, si sabía algo sobre él... pero prefirió no presionarla y dejarlo para otra ocasión. Hoy, por lo menos, ya tenía un nombre nuevo a tener en cuenta: Ariano.
II
Lorette nunca sabía por dónde empezar, solía dejar que el resto de personas que la rodeaban decidiese por ella, pues siempre estaba a cargo de alguien que permanecía a su lado vigilándola, ocupándose de todo. Quizá su mayor desafío había sido escoger las mejores manzanas en el mercado. Se sintió patética al ver lo poco que realmente hacía por y para sí misma, y al comprobar hasta qué punto no controlaba su propia vida.
Anochecía. El frío del otoño empezaba a conquistar lentamente las callejas de Barcelona, pero ella seguía paseando por el mercado a solas, no sin algo de temor. Las tiendas, por la mañana relucientes, por la noche eran sólo restos de telas y bastones que cubrían un barro mancillado por cientos de huellas. Entre la suciedad y la basura acumulada vagaba, sigilosa, una variopinta familia de gatos, mirando con sus ojos felinos cómo la joven de Castilla pasaba a su lado. El silencio abordaba cada rincón, roto tan sólo por susurros de extraños que cerraban sus negocios cuando el sol se marchaba. ¿Sabrían ellos algo de Ariano? ¿Sería Ariano uno de ellos? Y si no estaba en el mercado, ¿dónde estaría, dónde podría ir? ¿Dónde conseguir información sobre alguien, a quién preguntar? Y, sobre todo, ¿qué diablos pensaba preguntar?
Después de dar cientos de vueltas sin éxito decidió que habría algún modo mejor de buscar a Ariano. Se alejó del mercado sin llamar la atención, intentando pasar desapercibida a ojos de confabuladores, ladrones y ocultistas que se habían reunido en varios callejones, aumentando en número acorde a la luz que con rapidez se marchaba. El sol se fue definitivamente y la luna salió sin ser vista, oculta en el cielo en su fase de luna nueva. La vuelta a casa sería un camino de tinieblas. Ocultó su rostro bajo la capucha de tela gris que vestía y rodeó la iglesia para salir de aquel tenebroso lugar. Pero una figura alta y solemne interrumpió su marcha.
-No deberíais andar a solas por aquí, Lorette.
La voz de Fortuna resonó ante ella. No se había percatado de su presencia hasta que lo tuvo delante y notó cómo el corazón se le desbocaba, por lo inesperado. Avanzó hacia ella y Lorette retiró la capucha de sus ojos castaños, mirando al general de la milicia con cierto temor. Vestía ropas oscuras, algo ceñidas, que cubría con una larga capa. Llevaba la espada atada al cinto y una armadura de malla que asomaba por su camisa. Finalmente, los ojos grises de Antoni se cerraron sobre los de ella, fijándolos en su cristalina mirada.
-Parecéis asustada... y no me extraña - sostuvo con voz misteriosa, observando a su alrededor-. Sabed que el mercado, de noche, es siempre tan lúgubre como hoy.
Ella no respondió. Recordaba perfectamente las últimas palabras que dijo a Fortuna. «Olvidaos de mí», «olvidaos de mí». ¿Cómo habría encajado el general la negativa de Lorette?
-Tenéis suerte de que esta noche sea yo quien vigile esta zona. Es peligroso para una mujer como vos andar a solas por este lugar a estas horas de la noche.
Lorette asintió con la cabeza, mostrándose agradecida y dándole la razón. Luego apartó la mirada de él, observando los alrededores. No había ningún otro miliciano cerca y Antoni no vestía su habitual armadura blanca. Parecía obvio que quería pasar desapercibido. Arrugó la frente, todavía inmóvil e indecisa. No sabía qué hacer.
-¿Os habéis quedado muda, Lorette de Castilla? ¿Acaso no agradecéis que pueda sacaros de aquí?
La voz del general sonaba cada vez más oscura y resentida, había rabia en él. La joven, por su parte, seguía evitando sus ojos, intentando ocultar que desaprobaba su presencia. Finalmente, habló.
-Buenas noches, general Antoni Fortuna. Sí, agradezco vuestra ayuda, pero quiero irme de aquí.
-Yo os acompañaré, no sufráis por ello. Sin embargo... - dijo agarrándola por el brazo e iniciando la marcha-, ¿os importa si os pregunto algo, Lorette?
-Vos diréis.
-¿Qué hacéis aquí?
Ella tensó la musculatura. Le molestaba la presión que él ejercía en su brazo y tener que responder a esa inadecuada pregunta. De ningún modo hablaría ella de Ariano, algo en esos ojos grises y esa voz estudiada le decía que no podía fiarse de él.
-Pasear.
-¿A solas y de noche?
-A solas y de noche.
-¿Ypor qué en el mercado? ¿Por qué no por la playa, como siempre? Sed sincera, Lorette... ¿Qué buscabais por aquí?
Finalmente, la hija de Juan de Castilla se cansó, forcejeó intentando soltarse de Fortuna y clavó su mirada, desafiante. El, por su parte, parecía tenerlo todo controlado y cedió ante la chica, soltando su brazo. Luego se acercó, aguantándole la mirada.
-Responded vos a algo, general - dijo ella, alzando la voz¿Cuánto rato lleváis siguiéndome?
-El necesario.
Su fría sinceridad asustó a Lorette. Él acercó un poco más el rostro hasta sentir su respiración y entrecerró los ojos.
-No puedo permitir que nada os suceda. Yo sólo me preocupo por vos.
Y se acercó aún más. Tenía la nariz del general a dos dedos de la suya. La oscuridad que les rodeaba dibujaba su silueta, mientras los ojos furtivos se convertían en apenas dos puntos negros y cristalinos que reflejaban la poca luz que había en el callejón. Alzó la diestra de sus manos y acarició el mentón de la joven, que empezó a temblar.
-Me dais miedo, general.
-Por el amor de Dios... Temed a los diablos y a los lobos, Lorette, pero nunca a mí. Yo os amo.
Acercó sus labios a los de ella, casi se rozaron. Volvió a agarrarla, esta vez con ambos brazos, mientras ella inclinaba su rostro hacia atrás, casi sollozante.
-No, por favor. Deteneos.
-No puedo detenerme.
Sus labios se tocaron. Él los abrió, ella los cerró, apartando furiosamente la cara.
-Por favor...
-Sólo necesito un beso...
-Apartaos.
-Os amo, Lorette.
-¡Apartaos de mí!
Y él la soltó, la miró con rabia y golpeó su abdomen con el puño, donde más duele, donde uno se queda sin respiración y el golpe no deja marca. Ella arqueó su cuerpo, soltando un soplo de aire ahogado, casi imperceptible. Saltaron lágrimas de sus ojos mientras el general asía su cuerpo entre largos y fuertes brazos. Fortuna la apoyó con rudeza en la pared, la agarró por el cuello y la besó, temblando de ansiedad. Ella se sentía mareada, le costaba respirar, inmovilizada por el miedo y el dolor. Antoni, casi enloquecido, le arrancó la capa y rasgó las vestiduras hasta presenciar su desnudez. Luego, fascinado y furioso, cubrió con sus manos los firmes pechos de ella y pellizcó sus pezones con fuerza. Lorette apenas podía gritar, intentaba sin éxito zafarse. Cuando Fortuna se cansó de sobar y besar sus pechos, arremetió contra su sexo, paseando mano y dedos con brusquedad, hurgando tanto como podía. Lorette empezó a llorar, desesperada, recuperando algo de consciencia, apartándole como podía, mientras seguía penetrando una y otra vez con unos dedos impunes por el interior de la muchacha.
Y alguien apareció detrás del general, una silueta encapuchada que se acercó con gran rapidez a la escena. El desconocido, sin decir palabra alguna, blandió un enorme bastón de madera y golpeó con él la cabeza de Fortuna, que cayó sobre el suelo de forma lenta y pesada, con una sonrisa idiota grabada en la cara. Luego, el recién llegado agarró del suelo lo que quedaba de la capa y la dispuso deli cadamente sobre la temblorosa joven. Ella no pudo ver su rostro, oculto en la negrura del callejón, aunque vio el atisbo de una perilla y un cabello corto y liso sobre su frente.
-Cubríos, volved con vuestro padre, Lorette. Y sobre todo, manteneos alejada del general Fortuna.
No lo conocía, pero él, al parecer, sí. Su voz le resultó cálida y agradable. Ella asintió, se vistió con los restos de sus ropas y miró con disimulo al hombre que tenía ante sí. Vestía ropas negras y le pareció que sus ojos, también negros, tremendamente astutos, estaban rodeados de cenizas. El se despidió con lo que pareció una débil sonrisa, ella dijo con la mirada un gracias que no consiguió musitar con la voz. Finalmente, Lorette se marchó por donde había venido, asustada de la noche, de Fortuna, de todo aquello que no controlaba... y eso era, al parecer, mucho. Le dolían las ingles, los pechos, el sexo y el cuello. Se sentía mancillada, violada. Tenía ganas de liberarse y llorar sin control. Pero eso sería tan solo al tumbarse en la cama, cuando llegara a casa, cuando dejara de temblar y de temer, cuando dejara de... correr.
111
Terminó de correr. Llegó cansada, arrastrando su ropa rota y con el cuerpo frío por el helado aire que peinaba su parcial desnudez. Se dispuso a abrir la puerta, pero sus ojos enrojecidos se centraron en lo imprevisto. Una flecha se había clavado en la puerta de madera que custodiaba la entrada y de ella pendía un sucio papel enrollado en una cinta roja. Arrancó la flecha con rapidez y descolgó de ella el misterioso mensaje. Lo abrió, mientras la capa rota que vestía resbalaba de sus hombros. Sintió, extrañamente agradecida, cómo una brisa fresca besaba ahora todo su cuerpo en la oscuridad, como una caricia de placer que sanaba su alma violada.
Y leyó. Sólo el principio, y sólo el final... «Mi amado enemigo Don Juan de Castilla», empezaba la carta, «capitán Lorencio Martín», cerraba la misma. No serían buenas noticias. Hoy no había buenas noticias. Entró en casa descalza, dejó la carta sobre la mesa de su padre y se tumbó desnuda en la cama. Sin fuerzas para vestirse... ni para llorar.