1

Ariano estaba inmóvil en el tejado, frente al mayor de los ventanales de la casa de Donjuan. Desde allí, paciente, acariciando su pequeño bigote, miraba a su hermana Liz vestida de sirvienta; aprendía a realizar las labores del hogar de la mano de la bella Lorette. La pequeña llevaba un pañuelo verde que le recogía el pelo hacia atrás, y un vestido hasta más allá de las rodillas, ya manchado por el trabajo.

Era pequeña y frágil, y andaba como si tuviera miedo, escurridiza y temblorosa. Tenía unos ojos enormes, del mismo castaño oscuro que su pelo, y unos dientes algo torcidos que le conferían cierta simpatía.

«Te estás ablandando», se dijo Ariano, satisfecho de haber encontrado un hogar para su ya sana hermana. Luego se sentó en la cornisa, con los pies colgando, disfrutando de la brisa marina. Reflexionó sobre su estado actual, cada vez más centrado en ayudar. Se sorprendió de verse a sí mismo confabulando junto a Don Juan y el viejo capitán poeta, y sonrió al pensar que merecía un placentero descanso con su cada vez más amada Alma, la mujer de alquiler a la que era adicto. Luego, el sonido de unos caballos lo distrajo. Eran unos rocines blancos, montados por Don Lorencio y Fortuna. El general y el capitán de la milicia frenaron su trote frente al hogar del veterano Don Juan y bajaron de sus monturas con arrogancia. «Parece que Don Juan ha decidido tomar la iniciativa», pensó Ariano observando a los dos invitados del de Castilla.

El general detuvo sus pasos ante la entrada y giró su rostro hacia atrás. Luego, como quien sabe lo que busca, clavó los ojos negros en Ariano, que tuvo que agarrarse para no perder el equilibrio y caer. Don Lorencio se volvió seguido de Fortuna hasta cruzar el umbral de la puerta de Don Juan.

El corazón de Ariano estaba acelerado, palpitaba tras ser descubierto. «Estás de mierda hasta el cuello», se dijo, consciente de lo que supondría que Lorencio o Fortuna sospecharan que trabajaba también para Donjuan. «Ya pensaré una excusa, hasta ahora ha funcionado». Y se fue, dispuesto a tomar un trago en el Vell Espantall, donde aún era bien recibido. «A estas horas Harold y jabalí ya se habrán marchado con el equipo de Mondo. Mi trabajo en este asunto está llegando a su fin...»

-¡Mirad a quién tenemos aquí! - dijo en tono amable Don Juan, mientras Liz, que era aparentemente su nueva sirvienta, se marchaba de la estancia cogida de la mano de Lorette, sin llamar la atención-. ¡El bueno de Don Lorencio y su nuevo perrito faldero! Creo entender, Don Fortuna, que vos no estabais invitado, ¿verdad?

El Capitán Fortuna se dispuso a responder, con una mueca de rabia entre los dientes, pero Don Lorencio alzó la mano ante su rostro pidiendo su silencio, y se pronunció:

-Don Juan de Castilla, amigo, ¿a qué debo vuestro invitación? ¿Pretendéis adelantar una de vuestras deudas? - musitó con voz suave, sudando por cada poro de su cuerpo. Fortuna también sentía el calor del verano en su piel, algo que se acentuó con la tensión que el ambiente acumulaba.

Don Juan, apoyado en la ventana, dando la espalda aún a sus dos visitantes, giró lentamente su rostro hacia ellos. Su cara estaba ajada, con claras marcas de dolor grabadas como cornisas en su mancillado rostro. Sus ojos, carentes de brillo, seguían siendo profundos y misteriosos.

-Don Lorencio, de algo así quería hablaros. Veréis, hay varias cosas que os han salido francamente mal. Voy a ser breve, pues creo que he perdido ya demasiado tiempo con vos - apoyó ambas manos sobre la madera vieja de su enorme mesa-. En primer lugar, os diré que mi hija ya sabe de nuestras intrigas, de la muerte de Gryal y de los culpables de la misma; así que, como pudierais deducir sin dificultad, vuestro chantaje carece de sentido. Si eso no fuera suficiente, os diré que vuestros subordinados, así como nobles y seño res, también saben que nosotros, vos y yo, fuimos quienes le entregamos a tan amargo destino.

Don Lorencio sonrió e intentó responder, pero su interlocutor le interrumpió:

-Además, he tenido la osadía de confesar a los clérigos de Barcelona nuestros pecados. Los míos... y los vuestros. No sólo les he hablado de lo que le hicimos a Gryal, sino también de nuestras infidelidades. ¿Sabéis qué significa esto para vos, verdad? Perder el apoyo del clero, la nobleza, los soldados; debe de ser durísimo para un general.

-Jamás habéis sido infiel, Don Juan, y ya no tenéis esposa - dijo rechinando Lorencio.

-Exacto. Por eso ha sido tan fácil confesar «nuestros» pecados e infidelidades - el tono estaba cargado de ácidez y burla-. Cuando no tengo nada que confesar de mí, Don Lorencio, confieso vuestros pecados - las pausas del de Castilla eran lentas y contundentes, alargaba su voz hasta que se fundía con el silencio-. Aunque no importa lo que yo confiese o deje de confesar, estoy convencido de que la señora de los Nuvella también debe haber revelado vuestros turbios y carnales asuntos... ¡Oh! Don Lorencio, no imagina la cara que pusieron los milicianos cuando descubrieron hasta dónde llegaba el uso y abuso que su general hace del poder.

Don Lorencio empezó a gruñir en sus adentros y su papada vaciló de un lado a otro. Pero ninguna palabra pudo salir de su boca. Fue Fortuna el que habló en su lugar:

-Donjuan, mi señor, os pido que dejéis que me vaya si no necesitáis nada de mí. No quisiera que vuestros asuntos y discusiones mancharan mi persona.

Lorencio miró resentido a Fortuna, se sintió traicionado y abandonado por su antes fiel capitán.

-Oh, capitán Fortuna. También tenemos algo para vos. No estaba planeado, pero aprovecharemos vuestra presencia para enseñaron algo que puede resultaros francamente interesante

Una mano vieja y sucia se posó sobre el hombro del capitán. Le faltaban tres dedos.

-Como podéis ver, capitán, seguís siendo un cachorro, un chico joven e inexperto.

Fortuna se giró y sus ojos se abrieron como platos cuando se cruzaron con el rostro desaliñado, viejo y desmejorado del valiente capitán poeta: Esner.

-Tú... - dijo Fortuna con un hilo de voz que tenía mas aire que letra.

-¡Buh! - le asustó Esner, sonriente, clavando en la mirada del capitán unos ojos verdosos-. Ya veis, joven... ¡hacen falta más de dos o tres cortes de espada para matar al capitán poeta!

Fortuna y Don Lorencio se miraron con ojos irritados y nerviosos. Eran conscientes de lo amarga y humillante de la situación.

-¿Qué pretendéis, Don Juan? - dijo el general.

-Invertir la tendencia, Don Lorencio. Ahora seréis vos quien me pagaréis una buena suma de forma periódica, y yo, cuando me convenga, silenciaré los rumores que se propagarán sobre vuestra persona. Negarse os puede traer consecuencias, digamos... negativas - era el tono de Don Juan, aquel ritmo lento, aquella voz grave y oscura, lo que tanto asustaba a los dos visitantes.

-¿Y qué esperáis de mí, Don Juan? - espetó Fortuna con arrogancia.

-¡Nada! No tengo ningún interés en vos porque nada de vos necesito; simplemente espero no volver a veros cerca de mi hija. ¿Os parece esto suficiente?

Fortuna sintió un puñal en el corazón. Todo menos aquello, no podía renunciar a Lorette, la amaba, con todo el amor del que era capaz de dar. Pensó en su pelo rizado y largo bañado por el sol, pensó en sus ojos castaños de enormes pestañas, pensó en sus sonrojadas mejillas y su sonrisa tímida y distraída. Frunció el ceño y miró con ojos amenazadores ajuan de Castilla.

-No estoy a vuestras órdenes, Don Juan, y debo deciros que tampoco me asustáis. Mientras Lorette quiera, yo la acompañaré.

-¡Pues os ahorraré la duda! Lorette no quiere veros, Lorette quiere lo que Don Lorencio y yo le arrebatamos, ¡quiere el amor de Gryal! ¿Sois vos Gryal? ¡No! Entonces marchaos, porque ni vos ni nadie logrará nada con ella mientras haya esperanza, y mientras yo esté a su lado. ¿Entendéis, joven?

-Entiendo que podéis estar equivocado - dijo con una lágrima contenida brotando en su mirada. Estaba dolido. ¿Eran esas las palabras de Lorette?

-El tiempo os demostrará cuán equivocado estoy, Don Fortuna. Y ahora marchaos de aquí; ¡los dos! Vuestra sola presencia me repugna y me conmueve por igual.

Fortuna y Don Lorencio se miraron.

-¡Fuera de mi casa os digo! ¡Marchaos! ¡Antes de que escupa en vuestros ojos!

Los dos milicianos se marcharon casi arrastrando los pies.

-La próxima vez que pretendáis jugar a ser señores de la guerra escoged otro rival... ¡Marchaos! ¡Marchaos, sucias ratas traicioneras! - sus ojos brillaron con furia y satisfacción-. ¡Huid con la cabeza gacha, temblad, temedme, como nunca debísteis dejar de hacerlo! - era el frío de su voz, el acero de su lengua, el sabor de la victoria dejando un rastro de sabroso placer clavado en los dientes.

II

Ariano llegó cansado al Vell Espantall. El calor del verano se le hacía insoportable y la humedad del ambiente le pegaba la ropa a la piel. No podía evitar preguntarse qué intenciones tenía Don Juan convocando a aquellos dos temibles milicianos, y temía que le salpicaran sus intenciones. Abrió la puerta con calma y se sorprendió al ver el local lleno de soldados. Mondo estaba allí, sentado sobre una silla de madera vieja, bebiendo cerveza y charlando con siete u ocho hombres. Harold yJabalí estaban con él, el primero callado y atento, el segundo, bebiendo a largos tragos y charlando con la sirvienta. Sin duda, aquél parecía el equipo de Mondo, el que Don Lorencio pretendía enviar para encontrar de una vez a Gryal y librarse de su pasado. Ariano había aprendido algo: «El pueblo elige por sí solo a sus héroes, a sus príncipes perfectos. Así pues, nunca te enfrentes al príncipe del pueblo si no quieres ser juzgado por el mismo pueblo».

Sin duda, Lorencio y Don Juan debían plantar cara a semejante desafío; ¿es superior la experiencia o la astucia al carisma de un individuo singular? Mientras reflexionaba, inmóvil todavía en la puerta, se había fijado en que los ojos de Mondo penetraban en él. «Sabe algo», se dijo. Avanzando hacia las escaleras entrevió a su amigo Silvestre, el amo del Espantall, pero sólo cruzó su mirada con el bribón de forma fugaz y huidiza. «No quiere mirarme, algo va mal.» Se dijo, y aceleró el paso, nervioso, sintiendo que las miradas se cernían sobre él. Subió las escaleras increíblemente rápido, como si su vida dependiera de ello. Sentía miedo, estaba desconcertado. «¿Qué me he perdido?», se preguntaba peldaño tras peldaño. El rechinar de la madera vieja no cesaba tras sus bruscos y apresurados pasos. Llegó al último escalón resoplando, desorientado, y se dirigió rápidamente a la habitación de su hermana, sufriendo por ella, temiendo que Fortuna, Mondo, Don Lorencio, o todos ellos, hubieran descubierto su triple juego y atentado contra la vida de su amada hermana.

Abrió la puerta echando mano de su bella y afilada daga, aunque apenas sabía usarla para algo que no fuera cortar cuerdas y robar pequeñas bolsas de dinero. Luego, como un idiota, sonrió. «Estúpido, tu hermana está segura en casa de Donjuan de Castilla». Relajó su mirada y sus músculos, el rostro se tornó calmado y se sintió aliviado al descubrir su falta de memoria. Cerró la puerta con calma, meneando la cabeza y rascando su bigote. Luego se dirigió a su habitación, que estaba junto a la de su hermana, y todavía sonriente, absorto por el grado al que había llegado su miedo y paranoia, abrió. Esta vez no estaba nervioso, no había echado mano de su daga. No había luz, ya que la ventana, como siempre, estaba cerrada en su ausencia. Avanzó sin prisa hasta ella. La habitación olía a mugre y dejadez. «Debería abrir», se dijo, «huele fatal». Los portones de madera y hierro cedieron con facilidad y una brisa de aire caliente entró por la ventana. Sus pupilas se tornaron diminutos puntos negros, y puso una mano ante ellos para evitar el impacto de la fuerte luz, pero la intensidad de la misma le hizo girar la mirada y la cabeza. Y se quedó inmóvil. Y se quedó mudo. Y se hundió por completo. Allí, en su cama, estaba Alma, degollada, sangrando por la boca, el cuello y la nariz. Aquella mujer de ébano, de largas piernas y negro pubis. Aquella mujer de pelo oscuro en el que enredaba sus manos cuando se sentía herido o frustrado. Su compañera, su amiga, su amada. Alma. Su Alma. ¡Estaba muerta!

Se acercó, más fágil que nunca. Posó sus manos sobre su frío rostro y lo acarició como si dibujara con sus yemas la silueta de Dios.

-¡No! - gritó, rompiendo a llorar.

Besó los labios vacíos y muertos de su amada, esperando encontrar, aun por casualidad, una brisa de aire, algo de vida en aquella carne muerta. Se sentó a su lado y la miró impactado. Nunca había visto la muerte tan cerca, nunca con tanta brusquedad. Lloró con rabia, aunque sabía que todo era por su culpa. Por ser tan ruin. Intentó recordar esa mirada viva, sus grandes pechos y su cuerpo moviéndose sobre él. Pero ahora sólo veía dolor, muerte, injusticia.

Apenas se había recuperado del impacto, pudo ver una nota en el suelo escrita con letras negras; intentó leerlas entre la sal de su llanto, pero la frustración fue mayor cuando se percató de que era incapaz. Nunca pensó que necesitaría leer, y no había aprendido más que a leer su propio nombre.

La arrugó con rabia y miró al techo. Estaba descontrolado, perdido. Confundido completamente, bajó de nuevo al piso anterior con la carta que no sabía leer. Cuando llegó, no quedaba ya un solo miliciano. Sus ojos, rojos por el llanto, delataban su estado nervioso. Se posó ante el viejo tabernero y le preguntó balbuceando:

-¿Sabías lo de allí arriba? ¡¿Sabías lo que le habían hecho a Alma?! - su mirada fue tan dura como su voz, penetró en Silvestre hasta lo más profundo. El tabernero solo bajó la cabeza, sumiso. Ariano se sintió decepcionado por la falta de valor de su compañero.

-¿Qué dice aquí? - preguntó poniendo la nota frente a los ojos de Silvestre, que, asustado, miró con compasión a su amigo.

-Ariano, no merece la pena, créeme... - le recomendó, intentando que desestimara la idea.

-¡Lee, maldita sea! - gritó y los clientes se giraron hacia él, que empezó sin desearlo a llamar la atención de todos.

-Dice... - balbuceó el viejo con voz temblorosa-. Dice...

»Querido Ariano da Horta, habéis sido un hombre bastante eficiente durante un tiempo, pero debo recomendaros que la próxima vez que decidáis traicionar a la milicia elijáis el bando en el que yo no gobierne. Hoy ha sido vuestra Alma.» - Silvestre hizo una pausa y miró con tristeza a Ariano-. «La próxima vez quizá sea vuestra hermana. Elegid, traidor. Firmado: General Don Lorencio.»

Silvestre devolvió la carta a Ariano, pero éste no pudo ni quiso cogerla. Miró a Silvestre con tanto dolor que parecía que lo culpase de todo lo sucedido. Giró con desdén su rostro y miró a los clientes, uno a uno, con sus ojos llorosos. Se sentía un fracasado. Frustrado, vencido y humillado. Había fallado y ese fallo había costado la vida de Alma, y también podía costar la vida de su hermana. Estaba enfadado con todos, desconfiaba de todos, odiaba a todos. Miró a su alrededor, al techo, mareado, difuso.

-Silvestre, voy a preparar mis cosas. Me marcho ahora - dijo.

-¿Y adónde piensas ir? - preguntó el tabernero, preocupado, con un hilo de su quebrantada voz-. Nada es seguro ahora, Ariano.

Pero Ariano no respondió. Subió lentamente las escaleras por las que había bajado. «Es hora de desaparecer. Por mí, por Liz. Me voy.»

 
La maldición de Gryal
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