1

Ergon sentía irritados los lagrimales tras pasar la noche despierto. Había visto con sus blancos ojos cómo el sol se ponía y cómo volvía a amanecer. Siempre callado, había guiado el carro bajo la luz de la luna, por senderos desiguales y rocosos, más allá de los Alpes. El caballo sin nombre empezaba a estar cansado de la constante y larga marcha, y ello les obligaba a detenerse durante más tiempo y más a menudo de lo que el asesino hubiera deseado. Alrededor de la comitiva algunas hojas del color del otoño bailaban al compás de un aire sinuoso y fino, cayendo cual balancín hasta reposar en el suelo del bosque. Sin embargo, a pesar de la aparente tranquilidad de esa fresca y húmeda mañana, algo inquietaba el corazón de Ergon. Sin saber muy bien por qué, su instinto le alertó del peligro. Detuvo la marcha y dispuso sus cinco sentidos. Inspiró profundamente, tenso, consciente de la intensidad del silencio que les rodeaba. Escuchaba perfectamente los sonoros bufidos de Barramar y de Gryal, así como la débil respiración de Perla. Podía oír con precisión un salto de agua no muy lejos de allí y a los pájaros, que apenas cantaban. Algo, o alguien, había pasado por allí antes. Observó con atención entre matorrales y árboles, recabando información. La manada no había pisado aún aquel lugar, pero el camino tenía una gran cantidad de hojas removidas. Decidido, se colgó de la espalda el enorme sombrero, agarró la daga de llan o y bajó del carromato con un ágil movimiento.

Analizó cada pequeño detalle del suelo que pisaba, en busca de pistas que le ayudaran a descubrir lo acontecido, qué había sido de aquél o aquellos que les habían precedido en el camino. Avanzó y se alejó veinte pasos del resto del equipo, sin perderlos de vista, hasta cruzar los ojos con un oculto cuerpo que yacía entre la flora otoñal. Se acercó con prudencia, analizando lo que resultó ser un cadáver en estado de putrefacción, que se había convertido en un festín para gusanos y hormigas. Por la ropa que los restos vestían parecía ser un soldado de Ilario, quizá uno de los que él mismo había enviado. Tenía cortes precisos en las rasgadas vestiduras, moratones contundentes en la cabeza y no llevaba armas ni armadura. Extraño.

Volvió rápidamente hacia el carro y despertó a Perla con brusquedad. Ella, en un respingo, tan sólo pudo abrir los ojos con temor ante la mirada penetrante del asesino.

-Perla, levántate y ven - ordenó el sicario.

Ella, sin decir palabra, recuperó la consciencia que el sueño le había robado y obedeció con diligencia. Se alzó, cubriendo sus suaves y blancas piernas con la larga ropa blanca que todos, salvo Ergon, vestían, y le siguió hasta el cadáver.

-Necesito que me digas qué ha pasado aquí.

La joven evitó mirar al frío y seco hombre y se limitó a cumplir con lo que Ergon le había solicitado. Como solía, repitió el famoso procedimiento deductivo que el resto conocía como los tres pasos, pues sin duda era lo que esperaba que hiciera. Primero, analizó detenidamente el cadáver. Le horrorizó ver por vez primera a un hombre muerto e intentó no ponerse en su lugar y no sentir pena ni compasión en ningún momento, ya que cuando estaba muy triste le costaba pensar. Tapó su pequeña nariz para soportar el olor nauseabundo que desprendía. Luego, siguió analizando los restos de aquel difunto que, todavía con piel, tenía una marcada e intensa expresión de miedo y dolor. Había sido atacado y parecía haber visto al atacante o atacantes. El cuerpo estaba junto a unos matorrales, pero, analizando los alrededores, detectó hojas removidas, quebradas y desplazadas, quizá con la intención de ocultarlo y alejarlo del camino. Sin embargo, la maleza y la hojarasca parecían removidas, y no aplastadas por un cuerpo arrastrado. La ausencia de armas y armadura en el cadáver indicaba que se le habían quitado antes o después de su muerte, seguramente después, pues los limpios y precisos cortes que había en la ropa no coincidían con las heridas del difunto. Así, dedujo además que había sido atacado desde varios lados y alturas, con armas de filo y contundentes, y por unos hombres que conocían bien el terreno, pues en el camino no dejaron huellas y nada en los laterales del mismo indicaba su procedencia o destino. El bosque no era espeso, uno podía ver fácilmente a cualquiera tras las ramas, así que el ataque fue rápido y, seguramente, nocturno. Supuso que los culpables frecuentaban el lugar del ataque, y, por la crueldad del mismo, quizá no era la primera vez que cometían un crimen así. Luego, con un vistazo a lo largo del camino, llegó a la última conclusión.

Perla alzó finalmente la mirada, clavando con timidez sus ojos azules en los blancos de Ergon. Luego, con un peculiar sonrojo, volvió a apartar las pupilas.

-El muerto era un soldado de llan o - empezó con baja voz.

-Eso lo tengo presente.

-Bueno, yo solamente...

-Sigue.

-Creo que habrá más cadáveres, pues más allá he visto varias marcas idénticas a éstas - dijo señalando el camino de hojas removidas, desplazadas y agitadas que precedía al cadáver.

Ergon no respondió, siguió observandola fijamente.

-El cuerpo ha sido desplazado para alejarlo del camino - continuó Perla-, quizá para evitar que la gente sospechara que en este lugar se realizan emboscadas. Diría, de hecho estoy casi segura, que ha sido atacado por bandidos y que éstos se han adueñado de la zona para robar a los viajeros. Por lo despejado del bosque, deduzco que atacan de noche. Sobre el difunto... no sé cuánto lleva muerto, es la primera vez que veo así, de cerca, un... un cadáver. Eso es todo.

Ergon asintió, miró las marcas que precederían al resto de cadáveres y se marchó en dirección a ellas, alejándose de Perla.

-Ergon, ¡espera! ¿Adónde vas? No me dejes sola - quiso gritar, aunque resultó apenas un tímido susurro.

-Relájate - respondió la grave voz del perro guía-. Yo me encargo de todo.

-Siempre igual, siempre ellos se encargan de todo... - dijo la muchacha para sí, bajando la mirada y juntando los morros, marcando así su profundo disgusto.

II

Había pasado un largo rato y Ergon aún no había vuelto. La joven observaba silenciosa el cuerpo dormido de Gryal, cómo su pecho subía y bajaba mientras soñaba. El rostro, a pesar del pelo sucio y enmarañado, cada vez menos corto, y de la abundante barba, reflejaba una solemne seguridad en sí mismo. Casi le sorprendió en ese instante recordar a un Gryal totalmente abatido y derrumbado. En un par de noches había recuperado esa esencia que le hacía parecer indestructible. Dormía entre sacos, llenos de la comida que había conseguido. Allí había alimento para, por lo menos, un par de semanas. Perla cubrió el cuerpo de Gryal con la manta que ella usaba siempre para ocultar su frágil palidez a la luz solar, para luego volver a la pequeña flauta sin, como de costumbre, hacerla sonar.

-¿Algún día la tocarás de verdad? - preguntó recién despierto Barramar, entre bostezos.

Perla sonrió sin acritud y asintió con un breve movimiento de cabeza. El anciano miró algo desconcertado a su alrededor.

-Uh... Vaya, ¿se puede saber por qué nos hemos detenido? Y... ¿dónde está Ergon?

-Está buscando cadáveres, vuelve enseguida.

-¿Cadáveres? Diantre y aguas sucias, ¿no podríamos mearnos en esos cadáveres y seguir nuestro puñetero camino? ¡Qué santa manía tiene ese feo asesino con la muerte! Allí donde va,

¡hay muertos!

Ella no dijo nada, se limitó a sonreír de nuevo. De algún modo siempre quedaba impresionada por la energía con la que despertaban todos. Ergon, aunque callado, siempre hacía algo; incluso cuando estaba totalmente inerte parecía tener la mente despierta. Por su parte, Barramar era el anciano más intenso y frenético que había visto en su vida. De hecho, no recordaba haber conocido a muchos otros ancianos. Y Gryal transmitía energía y coraje incluso al dormir. ¿Por qué era ella tan frágil? Tan... ¿tranquila?

-Bueno, qué, ¿nos vamos a quedar aquí sin hacer nada mientras Ergon pasea por el campo?

Perla sabía que el anciano no esperaba respuesta alguna, pues estaba segura de que no tardaría en levantarse y hacer cualquier cosa, por estúpida que fuera. Buscó rápidamente alguna razón para mantener al hiperactivo viejo cerca del carromato.

-De hecho - dijo con un hilo de voz-, quiero lavarme un poco. Llevo mucho tiempo esperando la ocasión y ya que estamos detenidos... Muy cerca de aquí hay un pequeño salto de agua. Creo que éste sería un buen momento.

Barramar la miró con sorpresa, pues no parecía entender dónde quería llegar la joven. Ella continuó, convencida de su propuesta.

-... y como Gryal no puede quedarse solo... he pensado que podrías vigilar el carro mientras yo me lavo. Aunque debo advertirte de que este lugar lo frecuentan bandidos.

-Uh... ¿¡Bandidos!?

-Sí, pero no te alteres, Barramar - le dijo paciente-. Dudo mucho, de hecho es totalmente improbable, que ataquen de día. Yo estaré cerca; grita mi nombre si pasa algo o ves algo sospechoso...

-Ja! ¡Como si tú pudieras tumbar a diez bandidos de un puñetazo!

El sarcasmo ofendió a la muchacha. Sabía perfectamente que para los demás era notoria su debilidad, pero no le gustaba que se la recordaran. El viejo vio disgusto en la mirada de la joven y le sonrió paternal.

-¡Bah! Ve a bañarte chiquilla, y no te preocupes por el carro - luego echó un vistazo a su alrededor, algo asustado-. ¡Pero no tardes!

Perla estaba segura; sabía que los bandidos sólo podrían atacarlos de noche... y no solía equivocarse.

111

En menos de una hora, Ergon había encontrado en los alrededores cuatro cadáveres más, algunos incluso más putrefactos que el primero, y todos ellos despojados de objetos de valor. Le resultó evidente que alguien usaba esa zona para emboscar. En ese momento, con la mano asiendo con firmeza la bella y afilada daga de Ilario, ya no buscaba cadáver alguno, sino a los culpables de esas matanzas. Quería ver cara a cara a alguien como él, a alguien que sabía matar, que solía terminar sin temblar con la vida de otro y no conocía la compasión. Y, cuando encontrara a ese alguien, a ese desgraciado, sabría al fin lo que es ser cazado, asesinado. Ergon se lo mostraría con detalle, mataría con saña a uno de tantos, a uno de aquellos que no saben amar, a uno de tantos que merecen... morir.

Hambriento de sangre, dudó de nuevo si no era esa su vocación, su sino. Disgustado ante esa idea, decidió fiarlo todo al amor. Algún día el amor lo cambiaría todo. Seguro. De momento, a lo suyo. Apartó hierbajos y hojas, cruzó el bosque dando rodeos, hasta llegar a un arroyo. Junto a él había marcas recientes de pasos. Debía tratarse de un tipo bajito, o muy delgado, de pies pequeños. Por las huellas podía incluso ser un niño. No. Eso sería demasiado cruel.

Siguió silencioso los indicios, oculto entre la maleza, con los sentidos despiertos, dando un paso tras otro controlando sus cascabeles, de puntillas y agachado el cuerpo. Se acercó al salto de agua; en él, una figura se movía. Miró la silueta con ojos de gato, analizando cada detalle. Casi podía sentir su olor, estaba tan cerca que podía tocar a aquella persona, pues estaba seguro de que no había advertido su presencia.

Y sus ojos se abrieron de par en par.

Allí, frente a él, de espaldas, se lavaba desnuda una joven, de cabello rubio y corto. Acariciaba con sus manos los rincones más íntimos de su cuerpo mientras el sol brillaba sobre el agua, filtrándose entre las hojas como pequeños rayos blanquecinos. Siguió el balanceo de las manos, dibujando el perfil de la muchacha con cada gesto; miró su trasero, su delicada y grácil cintura, su cuello. Desde luego, si las ninfas de los cuentos existían, Ergon estaba convencido de haber encontrado a una. Luego, la chica se giró ligeramente, colocando uno de sus pies sobre el pequeño salto de agua. Su rostro, oscurecido y visto a contraluz, era de rasgos finos, infantiles y suaves. La forma de sus piernas, cortas pero esbeltas, resaltaban su belleza. Ergon nunca había visto una mujer así. Desnuda. Bella. Perfecta. La joven paseó los dedos entre el agua fresca que saltaba de los peñascos en los que anidaba el riachuelo, y resbaló sus manos por la pierna que había alzado. Cada caricia era un regocijo para el oculto observador, que deseó acercarse más, tocarla, besarla, amarla. Luego la pequeña dama apoyó en la roca la otra pierna, y en el cambio disfrutó el asesino con la visión de su sexo. Nunca pensó que el pubis de una mujer pudiera resultar tan atractivo. Saboreó ese momento, lo grabó con su mirada, lo memorizó y lo guardó para siempre.

Luego la chica se giró del todo, quedó ante él mostrando todo su esplendor, mientras él contemplaba su cuerpo de los pies a la cabeza. Tenía la piel pálida y tierna, un vello dorado, casi blanco, acunado entre las piernas, unos pechos pequeños y erguidos, redondos, un rostro fino y delicado, unos ojos grandes... y de pronto la reconoció. Se alzó de un respingo y sus cascabeles sonaron, fuera de control. Ella clavó la mirada en él, asustada por su presencia.

-¿Perla?

-¿Ergon? - casi no le salió la voz, enmudecida por la brusquedad del momento.

-¡Perla!

-¡¡¡Aaarg!!! - chilló finalmente la joven, y de un grito cubrió como pudo su desnudez-. ¿Qué haces aquí? ¡¡Vete!!

Pero Ergon seguía inmóvil, bloqueado, con los ojos fijos en ella. Perla se apresuró a cubrirse con la ropa sin siquiera secar su cuerpo, mirando con gesto ofendido y sonrojado al imprevisto recién llegado.

-¡¿Perla?! ¡¿Estás bien?! - les llegó una voz estridente y disonante, algo más lejos.

Era Barramar, alarmado por el chillido de la joven. Nervioso, sujetando un palo, llegó hasta ellos, miró a Perla y Ergon sin comprender lo que sucedía, y detuvo también sus ojos en los pechos que asomaban tras la húmeda y transparente tela blanca que cubría la desnudez de la muchacha.

-Vaya, sí; de hecho estás estupendamente -y mostró sus sucios dientes.

-¡Marchaos! - gritó ella.

Era la primera vez que escuchaban un grito de Perla y ambos se giraron con rapidez, alejándose prudentemente. Ergon lo hizo tenso y avergonzado, Barramar, feliz y sonriente por la belleza de lo contemplado.

Cuando la mujer hubo terminado, volvieron juntos y en silencio al carromato. Escucharon un golpe seco, a lo lejos, como si algo muy pesado se derrumbara contra el suelo. Volvieron apresuradamente, apartaron la última de las plantas que les separaba del camino, y no pudieron evitar pestañear varias veces, incrédulos. El carro no estaba. En su lugar yacía el cadáver del inmenso caballo negro, con el cuerpo reventado desangrándose en el suelo.

-Vaya, morir desangrado y sin nombre... Qué triste vida la de este animal. En fin, hemos perdido el caballo - dijo el anciano.

-Peor, Barramar: hemos perdido el carro - dijo a su vez el asesino.

-Peor, Ergon. ¡Hemos perdido a Gryal! - dijo Perla.

 
La maldición de Gryal
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