Sangre. Extraño olor con el que despertar en otro nuevo anochecer.
Sentía un balanceo en su cuerpo, la sensación de estar flotando sobre el suelo. Notó una extraña vibración en la espalda y dolor en los huesos. Gryal despertó bajo lo que tenía que ser una negra oscuridad. Sin embargo, esta vez le costó abrir los ojos, había luz. ¿Se había despertado, al fin, de día? Era poco probable.
Escuchó voces, pequeños gritos y sonidos a su alrededor. Ajetreo. Algo se movía. Abrió por fin los párpados y el estallido de luz de las antorchas cegó su vista. Unos segundos después, cuando recuperó la visión, miró a su alrededor. Se encontraba encerrado en una gran jaula de hierro. Era vieja, pero fuerte, algo deteriorada. Un puñado de hombres cargaban con pieles de lobo que todavía sangraban.
-Vaya, vaya... - dijo una voz de hombre con marcado acento francés. Alargaba el final de la frase con una profunda exhalación y no intentó hablarle en ningún otro idioma-. Parece que el guerrero durmiente se ha despertado.
El hombre lo observaba desde su montura. Tenía la cara fina, el pelo oscuro y corto, y un fino bigote. Era alto y delgado, y llevaba una pequeña lente en el ojo derecho. Agarraba con ambas manos las riendas del caballo, al que montaba con tranquila elegancia.
Gryal observó. Se encontraba aún en el bosque, en una pequeña caravana de soldados. Su celda había sido instalada sobre un carruaje de madera, y en la misma cabían quizá tres o cuatro personas más. Estaba desarmado y tenía golpes y moratones en el vientre. Era evidente que se habían sobrepasado con él mientras dormía.
Omitió la presencia del hombre y siguió mirando y analizando lo sucedido. Parecía que lo habían capturado mientras dormía y habían asesinado a la jauría de lobos que lo rodeaba. Sintió una enorme lás tima y un triste pesar al ver los restos de sus compañeros de noche. Los hombres que arrastraban las pieles estaban armados con pequeñas espadas y rodelas. No tenían estandarte, bandera o escudo que los unificara, pero todos se cubrían la espalda con largas capas moradas. También apreció que tan sólo el hombre afrancesado viajaba a caballo y que, tal vez un par más, conducían el carruaje. Fuera como fuese, resultaba claro que había sido capturado. No eran bárbaros, no parecían tener nada que ver con Zahameda. ¿Serían hombres de Don Juan? ¿O quizás de Don Lorencio?
-¡Decidme! ¿Para quién trabajáis? - preguntó finalmente el joven, de rodillas, dirigiendo su mirada al hombre que estaba al mando y agarrando los barrotes de la celda.
-Mi buen señor vagabundo, sin presentaciones ni modales no llegaremos a nada. Seamos educados. Veo que sois extranjero, catalán por el acento, ¿me equivoco? ¿Qué hace un catalán en tierras de Ilario? - preguntó el tipo del monóculo, evitando responder a la pregunta de Gryal. El extraño hablaba deprisa, sin ningún tipo de pausas entre cada una de sus preguntas.
-No conozco a llan o ni soy un vagabundo. Me importan un comino vuestros modales y sólo trato de volver a casa. Dejad vuestra educación en vuestra puñetera casa, donde sea que esté, y soltadme de una vez. No soy nadie importante, no tengo dinero ni tierras, nada que pueda interesaros. ¡Habéis cometido un grave error! - respondió amenazante Gryal. Lo hizo en francés y, aunque su acento era erróneo, no lo fueron sus palabras.
-¿Error? Vaya, vaya... - su voz sonó especialmente aguda y errática cuando pronunció de nuevo aquellas repetitivas palabras, que se prolongaban con un suspiro final-. Dudo mucho que se trate de un error, señor... ¿Señor qué?
-Gryal - dijo con un atisbo de orgullo, sin miedo ni prudencia-. Señor Gryal Ibori. No necesitáis saber más.
-Sí, Gryal. Veréis... Podéis estar tranquilo. No es vuestro nombre ni vuestra historia lo que os han convertido en mi presa - sonrió desde el caballo con voz amarga y fría.
-¿Presa? ¡Diablos! No soy vuestra presa ¡Maldita sea! ¡Soltadme, loco! - gritó el catalán, alzándose.
La celda, que medía casi dos metros de alto y cuatro de ancho, debía ser tirada, al menos, por dos caballos; la noche era oscura pero el gran número de antorchas facilitaba ver todos los detalles de su alrededor. Todos los soldados, que habían estado charlando en francés e italiano de indistinta forma, estaban ahora callados y ninguno destacaba sobre el resto. Intentó no mirar directamente el fuego, que tanto temor le inspiraba. Las antorchas eran como un eco de su lastimoso pasado, una historia lejana que ahora no quería recordar. De modo que intentó centrarse de nuevo en el presente.
-Vuestra mirada es ciertamente la de un lobo, Gryal. Tenéis suerte de que Ergon no os exterminara por error ¡Aaaaaalto!
La caravana detuvo su marchay el hombre bajó del caballo con elegancia. No iba armado, y tampoco parecía tener miedo. Prosiguió:
-Vaya, vaya Me caéis bien, Gryal.
-Lamento no poder decir lo mismo de vos. Estáis chiflado - repuso Gryal al tiempo que sus ojos brillaban tras las antorchas que le rodeaban.
-No estoy tan loco, aunque en ocasiones lo haya pensado - el hombre clavó sus ojos en los de Gryal. Parecía disfrutar observando cada detalle de su presa. Empezó a andar alrededor de la celda, volviendo tras sus pasos cada vez que llegaba al final de la misma-. Mi nombre es Sanitier, soy vidente, curandero, o algo parecido, y trabajo para Don Ilario, el señor de las tierras a las que nos dirigimos, y vos, Gryal, bárbaro, vagabundo catalán, seréis mi nuevo experimento... - hizo una pausa larga, prolongada, y sonrió-. ¡Oh sí! Vaya, vaya... - dijo de nuevo.
Cada vez que Sanitier decía «Vaya», Gryal se sentía un poco más enojado. Sus frases, que siempre terminaban en algún suspiro prolongado, sus dejes agudos y su voz estridente, le irritaban e impacientaban. Enfadado y frustrado, gruñó y golpeó la celda hasta que se cansaron sus nudillos.
-No os exaltéis tanto, Gryal. No vamos a haceros daño.
-¿Qué queréis de mí, Sanitier? No tengo oro ni tierras; no poseo títulos que podáis heredar.
-Llevamos tiempo siguiendo vuestros pasos desde nuestra atalaya. Los lobos os seguían y os protegieron hasta morir. Una luz ha guiado vuestros pasos desde que entrasteis en este bosque, pero parece que la luz del sol os impide andar... - Sanitier seguía caminando a su alrededor, cada vez más deprisa. Llevaba unas botas de gran calidad, con ribetes en la punta y extraños tacones acerados-. Gryal, sois extraño, un ser brujo, maldito, digno de otros lugares, de otras historias o de otra clase de civilizaciones...
Gryal se sobresaltó. Y golpeó nuevamente los barrotes de la celda con el puño cerrado. Estaba cada vez más enojado y furioso.
-Oíd, Sanitier, no sé de qué me estáis hablando. No soy un diablo ni un ser maldito.
Alguien bajó del carruaje y sus botas sonaron fuertes. Parecía que llevaba cascabeles en la punta de las botas, que resonaron en un largo eco por el bosque. Desde la celda Gryal no podía ver su cuerpo pero supo por el origen del sonido que se trataba del conductor del carruaje.
-¡Ah! ¿No? Creed lo que os digo, Gryal, lo sois, yen la tierra cristiana no hay lugar para manchas, para aberraciones como vos, pero yo puedo salvaros. ¿Sabéis qué os pasará si os encuentra la iglesia? ¿O la Inquisición?
-Os equivocáis a todas luces, majadero. En primer lugar me pregunto qué os hace pensar que soy lo que decís que soy y, en segundo, me pregunto qué me podrían hacer ellos que no podáis hacerme vos - hizo una pausa. Su silencio le permitió escuchar el pequeño estallido del fuego sobre las antorchas, un chasquido que le estremeció-. No, no quiero que me curéis o arregléis, no tengo ningún problema, y de tenerlo no es asunto vuestro. Tengo un lugar donde ir, una mujer que me espera y no voy a dejar que alguien como vos juegue con mi destino.
-¿Os he dicho ya que soy vidente?
-Sí. Y no os creo - Gryal empezaba a perder la paciencia.
-Hacéis bien. ¿Y os he dicho mi nombre?
-También, pero eres un ser pesado e irritante. Me cansas - le tuteó Gryal, harto de verborrea-. ¡Tu voz me produce dolor de cabeza! ¡No quiero saber más de ti! ¡Loco estúpido y repelente! ¡Deja que me marche ahora!
-¡Vaya! Parece que os habéis cansado de conversar educadamente - dijo Sanitier, cerrando los labios. Hubo un par de minutos de silencio, y Gryal volvió a impacientarse.
-¿Y bien? - gritó por fin el catalán.
-¡Ah, sí! Hablaba con vos... Vaya, vaya... Escuchadme, si os suelto, el Santo Oficio os mandará a la hoguera y si no lo hace la iglesia lo hará ese par de bárbaros que os persigue. Sois una criatura de la noche, un vampiro, andáis sin luz y vivís sin luz. No tenéis más esperanza de vida que la que un pimiento pueda albergar.
-¿Barbaros? ¿Pimientos? ¡Púdrete, lunático!
-Vaya, vaya... Os quejáis demasiado. ¿Os he dicho ya que estáis encerrado?
-¿Acaso no ves, maldito loco, que estoy agarrado a los barrotes?
-No, Gryal, maldito no. El maldito sois vos... - sonrió con malicia-. Pues bien, entonces deberíais saber que sois mi prisionero y que importa más bien poco vuestra opinión aquí.
-Vamos a divagar, Sanitier - dijo Gryal, suspirando profundamente, relajando la postura y cambiando súbitamente de tono y estrategia-. Pongamos que estoy maldito, como afirmáis, ¡oh, gran vidente!... ¿Qué vais a hacer al respecto? ¿Acaso encerrarme hará sanar mi maldición?
-No me subestiméis, Gryal. Soy un gran sabio.
-Dijisteis vidente.
-No, dije vidente o algo parecido. Voy a ser sincero con vos... Don Ilario, mi señor, dice tener una maldición que le impide procrear. Dicho de otra forma, su pajarito no canta como debiera.
-Entiendo lo que significa procrear, Sanitier; pero no sé qué tiene eso que ver conmigo. Dudo que la idea de vuestro señor sea la de usarme en su lugar para satisfacer y preñar a sus fulanas.
-Vuestra dialéctica descarada no hará que decida soltaros, Gryal. Muchos lo intentaron antes que vos. Escuchad bien, joven... - Sanitier hizo una pausa y miró al conductor del carruaje, que seguía oculto a los ojos de Gryal-. Veréis, mi talento es simple. Puedo ver los problemas de las personas, así como sus dones, y mi tarea es encontrar solución para ellos. Busco gente particular, con problemas muy particulares. Vuestro problema es la maldición de una bruja y mi tarea será anularla. Así de simple.
-¿Y qué gana tu señor llan o con todo esto? - preguntó Gryal, extrañado. La idea de deshacerse de aquella extraña maldición empezaba a gustarle. Sin duda, Sanitier parecía estar en lo cierto; Zahameda lo había maldecido, y odió a esa puñetera bruja con todas las fuerzas que le quedaban, suspirando sonoramente. Luego, sus ojos se fijaron en las pieles que los hombres arrastraban. Sintió lástima por los lobos, y admiró que esos desconocidos animales dieran su vida por él-. ¿Por qué tanto esmero en encontrar gente que necesite vuestra ayuda, Sanitier? ¿Acaso sois alguien compasivo y devoto?
-Sois mi experimento. Si sano vuestros problemas estaré cerca de encontrar una cura definitiva para la impotencia de Ilario... Eso es todo, y eso es, al menos, lo que piensa él.
-Si realmente podéis encontrar una cura a todos los problemas, ¿por qué no sanáis directamente su maldición?
-Vaya, vaya... La curiosidad mató al gato, Gryal. Pero no pasa nada, os responderé. ¿Por qué no sanar su maldición, decís? Por varias razones: en primer lugar, porque no dije que llan o estuviera maldito sino que él piensa que lo está, y en segundo porque entonces me quedaría sin trabajo, y a mí me gusta trabajar.
-¿Y por qué lo hacéis? ¿Es que disfrutáis jugando con la gente? - Gryal sintió cada vez más confianza en sus palabras y menos temor del hombre con el que hablaba.
-¡Por todos los santos! ¡Tengo una familia que mantener! - Sanitier dejó de moverse y miró con ojos penetrantes a su prisionero, analizando todos sus detalles.
-Entonces, ¿curáis o no realmente a esas personas? - Gryal pensó que Sanitier era un ser especial, extraño, vanidoso. Odiaba cuando repetía sistemáticamente ese irritante y cansino «vaya» que tanto gustaba de pronunciar, y le repelía muchísimo su aguda y repelente voz. Sin embargo, a pesar de estar encerrado en la celda o de conocer sus particularidades, no vio en él a alguien particularmente malvado. Miró de nuevo sus ojos, y no, no era malo, pero sí parecía estar muy alejado de la razón. Definitivamente, no confiaría ni su cuerpo, ni su vida, ni su salud a aquél afrancesado majadero.
-Experimento con ellos, disfruto haciéndolo. Disfruto tanto manipulando cuerpos como quizá lo hacéis vos luchando o haciendo el amor; pero no, es decir, no siempre son buenos mis resultados - alargó la ese hasta quedarse sin aire, y prosiguió en voz baja y misteriosa-. A veces cometo errores, y los prisioneros pueden morir en el intento.
-No es ético encerrar a las personas para experimentar con ellas - repuso Gryal enojado-. Tarde o temprano pagaréis por ello.
-Yo no trabajo con la ética. Es algo intangible. Además, tan sólo elijo a los que tienen problemas, a los que necesitan, de algún modo, ser curados.
-¡No eres quién para escoger a nadie para tus experimentos, ni siquiera para hacerlos! - tuteó chillando el catalán-. ¡La gente sabe decidir por sí misma!
Gryal endureció sus rasgos, la vanidad de las acciones de Sanitier le asustaba e irritaba por igual. No quería que jugara con su cuerpo, y no pensaba permitirlo.
-Sí puedo, Gryal. ¡Soy Sanitier! ¡Soy vidente! ¡Soy curandero!
-Eso ya me lo habéis dicho.
-Exacto. Mirad, quiero presentaros a alguien.
Sanitier alzó un brazo, y unos cascabeles sonaron. El conductor del carro avanzaba hacia ellos.
-¡Ergon! - exclamó Sanitier regocijado. Había orgullo, placer en su mirada.
Ergon era un hombre extraño. Alto, delgado, vestía una túnica negra que se adaptaba a su cuerpo, atada con un cinto. No iba armado y tenía la piel muy blanca. Su cara estaba oculta tras un inmenso sombrero circular de enormes alas que caía, viejo, sobre su frente. Un largo, liso y oscuro pelo le cubría los hombros. Tenía la boca pequeña, con una mueca fría y casi inquebrantable. Gryal no podía ver sus ojos, ocultos tras el sombrero, pero el personaje desprendía cierto aire de misterio. Bajo la túnica, unos anchos pantalones negros que se zambullían en unas botas de piel de cordero blancas y sucias. En el calzado tenía atados cascabeles dorados con hilos de lana que sonaban a cada paso que daba.
-Ergon es mi mejor resultado. Era alérgico al metal, hipersensible al dolor, y le habrían quemado por su apariencia maligna. Veréis... - hizo una pausa y se acercó a Ergon. Con suavidad puso su mano bajo el mentón del hombre y, con delicadeza, le alzó el rostro para mostrar sus ojos. Eran grandes y amenazantes, bajo unas finas cejas negras; su iris era de un gris tan claro que parecía blanco puro y su pupila diminuta y fría-. Yo le he dotado de un poder mayor del que pueda gozar cualquier mortal.
-¿Y de qué poder se trata, Sanitier?
-Del más parecido a la inmortalidad. Le quité todo tipo de alergia, su cuerpo reacciona al instante ante el dolor y se cura milagrosamente. Sigue sintiendo de la misma forma el dolor, cierto, pero las consecuencias de éste son muy positivas para su salud. Yo le doy la vida eterna y él le da la suya a Ilario. Como veis, nos está profundamente agradecido.
Tras estas palabras Ergon respiró sosegado, mirando con atención al prisionero.
-¿Por qué no me cuenta él todo esto?
-Ergon no habla con extraños, es muy tímido. Además, se está recuperando de unas graves quemaduras - hizo una pausa y acarició el pelo negro del extraño hombre, que no parecía tener ninguna herida-. Vaya, vaya, mi querido Ergon... - dijo, paternal, el loco Sanitier-. ¿Qué te ha hecho ese bárbaro salvaje?
-¡Habéis creado un monstruo!
-Y vos seréis el siguiente, Gryal. Vaya, vaya...