1

Por la tarde la batalla había terminado. Otra victoria rotunda de aquel poblado bárbaro. La estrategia había sido implacable, orquestada por una líder que resultaba extraordinariamente temible en el campo de batalla. Sin embargo, el destino de su pueblo era todavía difuso, tan oscuro como las cuencas de los ojos del cadáver que se pudría ante sus pies. Zahameda era del todo consciente de que Don Juan no perdonaría su enésima osadía. Temía la venganza del veterano general, pero amaba a Gryal y lo quería en su poblado.

La mujer de pelo ardiente miraba los charcos rojos sobre la nieve mientras sus hombres retiraban los cadáveres de la entrada del poblado. Unos cuantos recogían armas, armaduras, escudos y flechas. La joven no sonreía; sabía que tarde o temprano deberían afrontar de nuevo su destino con otra dura y peligrosa lucha. Tenía las manos magulladas y sangre seca entre los dedos. Sentada sobre un frío banco de madera, dejaba que su piel se relajara con el frescor del invierno, mientras divisaba el cadáver de un soldado enemigo. Apenas habían sufrido bajas, pero Zahameda no consideró un logro lo acaecido aquella tarde.

Las nubes rodeaban el poblado, sonrojadas, ofendidas por la sangre y los gritos recibidos. La bruja imaginó que pedían clemencia, lloraban, que decían que no necesitaban tanta lucha.

Suave y prudente, Andrey se dirigió a su líder. El anciano había estado largo rato callado, sin apenas bajar su vista del cielo. Pensativo, algo escudriñaba en el aire la mente del brujo. Se había negado rotundamente a prestar su mágica ayuda en la batalla, pero pidió estar presente en la misma; algo a lo que Zahameda no pudo ni quiso negarse.

-Zahameda, hay algo que debo contarte - el tono de Andrey era extraño y temeroso-. Se trata de Gryal.

La bruja levantó la mirada del cadáver y escudriñó al anciano. No había mentira en sus palabras. Sólo miedo.

-Explícate, Andrey - Zahameda apenas consiguió pronunciar sus palabras. Una nube de frío emocional surcó su cuello, agujas de temores amenazaban su devenir.

-He recibido informes del interior del poblado, espero que puedas asimilarlo con calma... Hay varios heridos y un cadáver.

-¡Imposible! - la bruja no encontraba lógica a sus palabras-. La batalla no se prolongó al interior del poblado, la gente allí estaba a salvo. El plan era perfecto, no... no es posible que hayan entrado... - Zahameda interrumpió sus propias palabras-. ¿Quién es el difunto? ¿Gryal? - dijo, sobresaltada-. No, ¿verdad? ¡Verdad Andrey!?

-Cálmate, Zahameda. No, no es Gryal. Pero...

-¡Gracias a los dioses! No vuelvas a asustarme de ese modo - dijo la joven algo más tranquila. Si su amado estaba bien, todo marcharía bien-. En cuanto pueda iniciaremos la ceremonia funeraria junto al resto de difuntos, para que... - Zahameda no adivinó la duda en la mirada del viejo, que interrumpió su discurso.

-Escúchame. Los soldados enemigos no tienen nada que ver con esto - Andrey murmuró para sus adentros, respiró hondo y detuvo su mirada en la joven-. Gryal ha desaparecido, se ha fugado, y el precio que hemos pagado es la muerte de un poderoso guerrero - el brujo hizo una ligera pausa y se sentó al lado de la joven-. Mi nieto Viduk ha caído bajo su espada y otros guerreros han resultado levemente heridos - la hechicera no respondió. Sus ojos no lloraban, irradiaban ira. Tensó sus músculos-. No te guardo rencor, Zahameda, por tu imprudencia, sacrificios o precocidad de acción. Has cometido muchos y graves errores, pero todos aprendemos de nuestros fallos, a veces a través de nuestra vida, otras mediante la muerte de otros.

La chica se levantó y observó a su alrededor. Muertos. Sangre. Dolor. Gryal, su amado Gryal, la había traicionado. Se sentía engañada.

-Tráeme a los testigos de la atrocidad que nombras, Andrey. Me cuesta creer tus palabras. ¡Gryal era pacífico!

-La verdad puede ser dura, fría y cortante como el hielo. Gryal nunca ha sido mala persona, eso es cierto. ¡Pero tampoco son malos los lobos y nadie los mete en su casa! Cada uno tiene su lugar.

-¡Le di la oportunidad de vivir! Si lo que dices es cierto, si el lobo ha matado a tu nieto, Andrey... ¡tendremos que matar al lobo!

Zahameda inspiraba temor. Había profunda ira en sus pupilas, escondidas tras ese rojo pelo que ondeaba con cada afirmación. Se alzó decidida, sacó su puñal del cinto y lo miró sedienta.

-Deja que se vaya, Zahameda. Ya le causaste demasiado dolor, ya nos causaste demasiados problemas. No deshonres más a nuestro pueblo ni a la memoria de tu padre, Tarren. Todo esto nos supera - Andrey no parecía triste, sabía controlar sus emociones-. Yo... yo estoy cansado, y quiero paz.

-Tráeme a los testigos, Andrey. Yo decidiré qué hay que hacer, ésa es mi obligación - Zahameda vio su reflejo sobre el puñal. Tenía ganas de clavarlo sobre sus venas, arrepentida, entristecida por su patético capricho. Gryal pagaría por ello, pagaría por sus errores.

II

Arrastraron a Wrack a los pies de su líder. El joven se defendía a empujones, arqueando su cuerpo, pero lo tenían bien sujeto. Sus jóvenes manos tatuadas estaban atadas tras su espalda. Miró indignado a su alrededor, indagando lo ocurrido. Había cadáveres amontonados bajo los árboles y gente limpiando la nieve, rosada por la sangre. Zahameda se hallaba sentada en el banco, mirando arrogante al chico.

-Levántate del suelo, Wrack. Quiero hablar contigo. Lentamente, Wrack se puso en pie. Siguió observando atento, intentando no cruzar sus rasgados y oscuros ojos con la poderosa mirada de la líder. Su abuelo Andrey lo miraba junto a Zahameda, en pie. Había compasión en su mirada, y algo de vergüenza. El anciano nunca había mostrado una especial devoción por el joven Wrack, pero eso no significaba que no lo amara.

Cerca, Marion también lo miraba. Sus grandes ojos verdes, claros y brillantes, estaban irritados y enrojecidos. Wrack no entendía nada, parecía que la reunión había sido una mera batalla. Más allá no alcanzaba a ver nada, su ligera miopía se lo impedía.

-Gryal estaba en tu celda. Sabemos que se fugó. Cuéntanos todo lo que pasó.

Zahameda miró penetrante al joven. Wrack alzó su rostro y sintió la mirada de la bruja arrancarle el corazón, desnudar su alma.

-Recordó lo que le hiciste y se fue. Así de simple, Zahameda - Wrack hizo una pequeña pausa-. No sé qué esperas que te cuente.

-¡Insensato! ¿Y no has sido capaz de detenerlo? Wrack sonrió.

Ya entiendo. ¡Se ha fugado de veras! - la bruja asintió-. Ese hombre nunca dejará de sorprendernos. ¿Qué quieres que te diga? Quizá tu magia amnésica no fue tan poderosa, ¿no crees? Deberías habérselo pedido a mi abuelo, es mucho mejor que tú.

-¡Cállate! Para que Gryal fuera capaz de recordar necesitaba un estímulo fuerte, un nombre, que algo o alguien le allanara el camino, y temo que quizá ese alguien fueras tú, Wrack. Eso quiero descubrir.

Andrey se sobresaltó e indagó con la mirada a su nieto. Wrack estaba desconcertado. Sabía que sus palabras habían despertado, quizá en parte, quizá del todo, las dudas en Gryal. Alzó la voz.

-Gryal sospechaba de ti y de todos porque no le permitías ir a la reunión, Zahameda; lo que ha pasado no tiene nada que ver conmigo. Si tu amado te ha dejado, ve a buscarlo - dijo el joven con tono impertinente.

-Creo que no alcanzas a comprender la gravedad real de tus actos, Wrack. Dejando que Gryal se vaya has sido responsable de muchos problemas. Hay tantas cosas que deberías saber...

-No hace falta, Zahameda, por favor, deja que sea yo quien... - Andrey alzó su voz, preocupado, paternal.

-¡Silencio, anciano! Yo decido lo que debe o no decirse y cuándo - miró a Wrack sonriente-. En su fuga, Gryal mató a tu hermano.

Andrey bajó la mirada. Marion alzó su rostro, ofendida por la insolencia y el modo en que Zahameda dijo esas palabras. Pero la hechicera no se inquietó. Wrack sintió flaquear sus rodillas. El peso de su cuerpo superó la debilidad de sus piernas, marchitas por la noticia, y cayó de rodillas al suelo. Empezó a llorar sin sollozar. Sentía la arena húmeda pellizcarle las piernas y las rodillas. Tenía la sensación de que cada día era una pesadilla. Las nubes se reían de él tanto como la gente. Casi no recordaba a sus padres. Había olvidado esos momentos. No los vio morir. Fue Andrey quien les contó, un tiempo atrás, que murieron quemados vivos en su casa por unos soldados de Barcelona. Su abuelo, ese respetado brujo que nunca lo trató con amor; que le prohibió aprender a usar la magia y la espada, quizá por su descaro, quizá por su osadía, quizá porque Wrack era arrogante y siempre tuvo una mala actitud. Su hermano mayor, responsable, correcto, cariñoso, cuidó de él desde pequeño. Viduk era su verdadera familia, todo lo que necesitaba para sentirse amado. Viduk lo respetaba, le hacía crecer. Era el consejo, la voz de aquél que quiere lo mejor para ti. Y ahora había muerto... Muerto. Asesinado. Por Gryal. Ya no podía fiarse de nadie. Sintió el mundo girar a su alrededor, estaba mareado. Las caras de los que le rodeaban estaban distorsionadas, un universo desenfocado, caleidoscopio de emociones incomprendidas. Muerto. Asesinado. Muerto. Asesinado. Por Gryal.

-Zahameda, ¡debo decirte que eres una líder nefasta! Y en cuanto a ti, abuelo, yo... lo siento mucho. Siento haberte fallado así - Andrey apartó la mirada-. No puedo fiarme de nadie - sentenció Wrack. Entonces cerró los párpados e intentó recordar. Se alzó despacio y empezó a murmurar para sus adentros.

Zahameda sonrió; todo salía según lo planeado. Marion se acercó lentamente. La mayoría de los soldados del poblado permanecían atentos a la reacción del joven. El silencio imperaba. Apenas se oía el canto de algunos pájaros. El cielo era cada vez más rojo, y el sol, inmenso, ya estaba acostándose por las montañas. El joven abrió los ojos. Odio. Dolor. Rabia. Emanaban una furia irracional y destructora. Una pequeña brisa de calor salió de su cuerpo.

-¡Arde!

Las palabras de Wrack sobresaltaron a todos. Las cuerdas que ataban sus manos cayeron y ardieron en el suelo. Zahameda se alteró; aquello no formaba parte de su plan. Se alzó y Wrack dio un paso atrás girando sobre su cuerpo. Los guardias intentaron agarrarle pero se zafó entre sus cinturas, rodando por el suelo. No era especialmente ágil, pero esquivó la siguiente acometida de sus contrincantes.

-¡Cogedlo! ¡Vamos! - gritó la bruja.

Wrack golpeó al siguiente guardia con el puño, rodó otra vez por el suelo nevado y agarró una pequeña roca. Miró sus tatuajes y la lanzó al aire.

-¡Arde! - repitió de nuevo; musitó las runas con rabia y la piedra brilló.

La luz era inmensa, cegadora, y los presentes se taparon los ojos, asustados. La piedra cayó al suelo y, lentamente, dejó de brillar. Apenas podían abrir los ojos, saturados, ciegos de luz. Cuando los presentes recuperaron la vista Wrack había desaparecido. Los guardias se miraron, entre sorprendidos y aterrados.

-¿Qué pretendías con esto? ¡Zahameda! - gritó Andrey, ofendido.

-Gryal no irá muy lejos, Andrey, alguien va a cazarlo. Y no hay mejor cazador que un vengador, ¿no crees? - sentenció la bruja, sonriendo. Empezó a desatarse sus botas.

-¡No puedes usar ami nieto a tu antojo! ¡No debes!

-Tranquilo, anciano, eso ya no depende de ti ni de mí. Créeme, tu nieto acabará con Gryal. Sorprendentemente consiguió quemar las cuerdas, y eso simplifica mis objetivos. Pero aún tengo algo que hacer... - empezó a dejar su sobrecota sobre un banco, desvistiendo su bronceado cuerpo-. Tengo que irme un rato, Andrey, te dejo al mando.

-¡Zahameda! No, no puedo con todo, no quiero hacer esto - Andrey bajó ligeramente el tono de voz, gruñendo entre dientes. La bruja avanzó, tranquila, entre las tiendas, con apenas una cota ligera de piel sobre su moreno torso. Iba descalza y armada con su puñal. No se detuvo, no se giró, y dejó al viejo liderando el poblado.

Andrey se sentó en el banco de madera, aún caliente por el cuerpo de Zahameda. Miró a su alrededor, intranquilo. Tosió y se rascó su larga y canosa barba, pensativo. Acentuó ligeramente las ya numerosas arrugas de su rostro. No sabía qué hacer. Estaba preocupado por su nieto Wrack y casi no había podido lamentarse por Viduk. Marion permanecía cerca de él, desconcertada y triste, casi llorando.

-¡Marion, ven! - le dijo paternal, antes de abrazarla-. Sé que estás sufriendo, sé lo mucho que amabas a mi nieto.

La joven sintió las grandes y rugosas manos del anciano acariciar su espalda. Sintió su calor, el calor de un padre que perdió a su hija, el dolor de un abuelo que perdió a sus nietos. Pasaron largo rato abrazados, intentando ser fuertes, cada uno a su manera.

-Marion, pequeña... - los ojos de Andrey irradiaban inteligencia-. Ven a mi tienda, tengo que pedirte un favor.

111

Wrack avanzaba con facilidad, no había un solo guardia vigilando la tienda de Zahameda. Escudriñó a su alrededor. Nada. Nadie. El camino estaba despejado. Era ahora o nunca. Corrió con la mayor presteza posible y entró en la tienda. Sus pies temblaban, estaba nervioso. Avanzó con sigilo sobre el blando suelo enfundado de mantas. No era escurridizo ni hábil, ni siquiera se consideró nunca listo, pero a pesar de sus defectos el joven tenía una virtud que solía sacarlo de sus embrollos y problemas, propia de un luchador, de un superviviente: la extraña e infravalorada virtud de la osadía.

La tienda era hermosa, la más grande y fastuosa del poblado. Estaba repleta de alfombras, enseñas y cuencos de gran valor. De la pared colgaban dos tapices excelentes, de colores azules y morados. Había una cama inmensa, centrada y majestuosa, y una mesa de buena madera junto a ella. Sobre la misma, una caja de oro brillaba, bajo unas grandes velas que ardían adornando sus reflejos.

Con el mayor sigilo que pudo, ansioso, Wrack se acercó a ella. La acarició con calma, el oro le fascinaba. Era lo que buscaba. Cerró los ojos para sentir la textura fría de la caja. Pasó la yema de sus dedos por las juntas de ésta, apreciando el trabajo artesanal que se había realizado. Cada rincón, la comisura de sus grabados, las juntas de metal, el roble de sus marcos. Tenía pequeños clavos meticulosamente fijados. Sentía adoración por la artesanía, la escultura, el poder del arte manual, fruto de la inventiva del hombre. Envidiaba el arte que no era capaz de hacer. Suspiró, impresionado, seducido.

Abrió la caja, que tenía algo atrofiadas las juntas de metal; viejas, reposaban sobre la estructura de madera que encajaba el oro. Le costó, el metal gritó, pero cedió tras un esfuerzo. Sonrió. Allí estaba ella, la Espada Negra. Tan sólo imaginarla causaba temor. Era el arma más poderosa del poblado. Según tenía entendido, el último en usarla había sido Andrey, su abuelo, el mismo que ordenó que no debía ser esgrimida por nadie nunca más. Tarren, su anterior líder, había sido su propietario, y ahora lo era Zahameda, su hija.

Andrey había dicho que su poder era capaz de consumir la bondad y la honestidad de las personas. Que era peligrosa para todos. La Espada Negra sentía tan sólo los deseos más oscuros de un corazón, y en ello basaba su poder. Podía canalizar también la fuerza mágica de su portador, acentuaba sus poderes místicos, se fundía con aquel que la esgrimía.

La miró atento, no se atrevía a tocarla. La hoja no tenía reflejos, ni runas grabadas. La empuñadura era negra también, con una extraña textura granulada y el dibujo de una cabeza de lobo grabada en la misma. Parecía algo incómoda. Respiró hondo, relajando sus músculos. Tomó el mango y cerró los ojos, asustado, esperando algún sonido, una luz, sentir un poder especial.

Pero nada ocurrió.

El arma, tan oscura como una noche sin luna, era increíblemente ligera, y su hoja medía tan solo medio metro.

-Vaya - murmuró algo decepcionado mientras la acariciaba con su diestra. Después sonrió de nuevo y no pudo evitar murmurar para sus adentros: «¡La espada es de madera!». Reprimió una carcajada. La madera negra era originaria de árboles milenarios, perdidos y olvidados en el tiempo. Era tan dura como el acero, hacía cortes más finos y precisos y resultaba agradablemente ligera. Sólo herreros del pasado sabían crear espadas como aquella.

Tranquilamente, se la ató con una fuerte cuerda en la espalda. Luego hurgó en los armarios de su líder hasta encontrar las más gruesas capas. Se enfundó una sobrecota oscura y una capa de piel de oso negro. Cogió un pequeño saco y lo llenó de hierbas y frutas. Con algo de melancolía, apagó las velas. Se sentía mejor bajo la oscuridad.

En las penumbras de la tienda de Zahameda se ató un par de tarros de agua con tapones de madera y robó la daga más pequeña que encontró. Con ella hizo cortes diagonales sobre sus mangas, ya que pensaba que así bastaría con levantar sus brazos para ver los tatuajes que tan útiles le habían resultado en su huida.

Permaneció un rato sentado sobre la cama de Zahameda, respirando soledad. Su pelo, medio largo, liso, oscuro y rojo, dejaba entrever su mirada siniestra. Todo en aquella vida parecía acelerarse, a ritmo trepidante, empujarlo a buscar su nuevo cometido. Su presente era una masa de caos enorme que le apretaba el corazón y ahogaba su calma. Unas lágrimas, calientes, saladas, acariciaban ya sus mejillas. Su rostro, cabizbajo, era el dibujo de un mapa helado y triste. Recordó las palabras de su hermano, en su niñez. Viduk dormía junto a él, le acariciaba la espalda para calmarlo cuando le costaba dormir. Le ayudaba a entender que la vida seguía. Aún podía sentir su aroma, su fuerte y poderosa voz. «La vida son pasos», decía, «o avanzas, o te caes, pero en cada paso que das dejas algo atrás». Su boca tembló, arrugó su frente.

-Te quiero, hermano, te quiero...

No pudo contener su llanto, ni su dolor. Llorar por él fue su despedida, su réquiem personal. Luego, apenado, suspiró y se alzó.

-Te vengaré.

Entonces, golpeó con fuerza la cama, que, blanda, ni siquiera se quejó. Se alzó decidido, avanzó lentamente y salió de la tienda.

-No estás preparado para esto, Wrack.

La voz que cortó el aire y sus pensamientos le sonó muy familiar. Era tierna, dulce y femenina. Apenas había cruzado la puerta y ella estaba allí, plantada.

-Marion... - casi no pudo musitar su nombre. Estaba perplejo y todavía lloraba. Intentó por orgullo contener sus lágrimas, pero le resultaba difícil.

-Te estarás preguntando cómo sabía que estabas aquí - Marion observó la espada que cargaba en su espalda-. Tengo un don muy extraño, Wrack, lo llamo intuición. Las mujeres nacemos con ese don, algún día lo entenderás - sentenció seria, fría y relajada; sin apartar la mirada de la hoja negra que Wrack llevaba en su espalda.

-¿De qué me hablas, Marion? Si fueras capaz de saber lo que iba a pasar, Viduk no habría muerto - dijo ofendido. Luego, avanzó dos pasos hasta quedar junto a ella. Se miraron.

-Por desgracia solo soy mujer, no adivina. No pude detener a Gryal o a Viduk, pero quizá pueda frenar tu ira. Wrack... por favor, no te vayas.

-¡Déjame en paz! - refunfuñó, y siguió avanzando, dejando atrás a la joven.

-¡Espera, Wrack! Si te vas, iré contigo - dijo Marion. Sus ojos brillaban. Tenía el pelo largo, oscuro y ligeramente ondulado. El viento removía los mechones que caían sobre su frente. Se peinó el pelo hacia atrás con su mano diestra, dejando que el verde de su mirada se clavara en los oscuros ojos del triste bárbaro.

-¡Que arda el cielo! ¿Pero te estás viendo? ¿Te estás escuchando? ¿Qué te pasa? ¿Qué haces aquí? - Marion abrió la boca, sin responder-. ¡Ni hablar! A mí ya nada me ata el Pueblo Rojo, pero tu lugar, Marion, tu lugar está aquí - sentenció el joven hechicero. La miró. Tenía la hermosura de una mujer y la mirada de una niña.

-Me necesitarás. Conozco los lugares más seguros, las rutas más rápidas, tengo una gran memoria y la intuición de la que careces.

-Te equivocas, Marion; no te necesito, y no vendrás. Y ahora márchate.

Las palabras de Wrack sonaron rudas. Le gustaba la soledad, pues sólo sin compañía se podía llorar tranquilo.

-¡Por favor! Te lo suplico, Wrack...

Marion agarró fuerte el brazo del hechicero, y el joven bárbaro se sobresaltó ante el tacto inesperado de su piel fría y suave.

-Voy a vengar la muerte de mi hermano, ¿entiendes lo que eso significa? Esa no es vida para una chica como tú, Marion. Es peligroso y no te concierne. Viduk no lo querría.

Wrack sentía compasión por la muchacha, apreciaba su entrega y valor, pero pensaba que sería un lastre en su camino.

-Era mi futuro marido el que se ha desangrado en la nieve, Wrack - le dijo, apretando su puño sobre el brazo del joven-. No era sólo tu hermano; Viduk tenía otros lazos en el Pueblo Rojo que desean tanto como tú honrar su muerte. Voy a ir contigo, quieras o no; si me lo impides te delataré y te encerrarán antes de que salgas de aquí.

-Yo no quiero honrar nada. Busco venganza - dijo él, frunciendo el ceño-. Y no chilles, podría matarte ahora mismo.

-No lo harías.

-¿Qué te hace pensar eso?

-Intuición, Wrack, intuición - soltó su brazo-. Ahora sígueme, idiota, por allí es muy peligroso.

A Wrack le sorprendió la familiaridad con la que Marion le trataba, pero en ese momento, como predijo la intuición de la mujer, dos hombres de Zahameda salían de entre las tiendas. Wrack y Marion se ocultaron rápido y, con sigilo, siguieron su camino.

IV

Zahameda avanzó despacio, rememorando, triste, cada segundo de su vida con Gryal. Recordó cómo hacían el amor, fuego entre dos cuerpos. Recordó sus miradas fundidas en pasión. Evocó su sonrisa, entre esa fuerte y corta barba marrón que le había crecido. Su pelo, rizado, rodeando sus manos cuando se besaban. Un paso tras otro, sobre la fría nieve, avanzaba descalza. Alejada de su tribu, esperó, sentada y apenada, a que el sol se acostara. Miraba el cielo; las grandes nubes que habían rodeado su poblado empezaban a diluirse. Estaba cerca del arroyo, un agua clara entre hierbas vírgenes y pequeños árboles. Lentamente se fue despojando de las prendas que la cubrían. Bajó ligeramente su ropa interior, su trapo de pecho, y observó su cuerpo, desnudo, reflejarse en el agua. Su piel, arisca, gritaba por el frío del anochecer. Oteó el horizonte; el sol ya no la miraba. El relieve del terreno estaba acentuado por la luz lateral que los últimos rayos habían sonsacado. Miró sus cicatrices y pensó en los cortes que hizo a Gryal la noche que lo capturó. Pensó en cómo le asombró su valor en la nieve, blandiendo su espada a diestro y siniestro mientras se desangraba de rodillas. Recordó su grito de orgullo y valor, escupiendo sangre. Gryal era ese lobo fiero y sin manada que lucha hasta que no hay sangre en sus venas.

La luna amaneció brillante, majestuosa. Ella, la reina blanca de la noche, sabía que era su turno, que Zahameda la esperaba. El negro se apoderó del paisaje, y empezó su espectáculo.

-Luna, madre de los dioses, poder de poderes, sé que la noche es tuya y que de noche rompí ya una vez la promesa que nuestro Pueblo Rojo te hizo tiempo atrás. Conozco nuestro pacto, te servimos siempre y te hemos servido en el pasado. Fui egoísta, pedí tu poder por un capricho, y hoy pago por ello - alzó los brazos, con ímpetu. El frío no marchitó su cabello ardiente, poderoso y rojoTe pedí fuerzas y permiso por mi deseo carnal y estúpido. Me entregaste su vida y te dije que si me arrepentía su vida sería tuya.

Las estrellas, preciosas, brillaban tras las pocas nubes que quedaban en el cielo. El silencio del bosque no conseguía huir del temor de las palabras de Zahameda. Los animales se escondían de su voz, la diosa quería cobrar su parte. La oscuridad abrigaba su aliento, y, otra vez, solo la blanca luna era testigo de su cuerpo desnudo.

-Me presto a ti taly como soy, ¡Luna! Confieso mi error, mi arrepentimiento. ¿Me oyes, luna? ¡Me arrepiento!

El grito de Zahameda hizo caer la nieve de las ramas más cercanas. Lentamente, avanzó hacia el arroyo. Parecía que el agua fuera una balsa de aceite, inerte, a la espera. Un pie, luego otro, y estaba bañando su cuerpo en la helada agua de invierno. Sus pechos fir mes sintieron el frío tanto como el vello de sus brazos. Casi no podía moverse. Empezó a llorar. Harta de errar, harta de su inexperiencia. Triste. Odiaba a Gryal, el único hombre al que había conseguido amar. Su cuello, tenso, erguido, y sus brazos, fuertes, intentaban sobrevivir al frío. Alzó el rostro, petulante e insolente.

-Por ello, renuncio a Gryal, Luna, renuncio a mi amante. Ahora su vida será tuya

Con su puñal, suave, lenta, hizo un corte en su mano derecha, luego en la izquierda, y dejó que su sangre cayera en el arroyo. Miró las gotas rojas fundirse en la oscuridad del fondo. Una brisa suave acarició su cuerpo.

Entretanto Gryal seguía corriendo; llevaba horas y horas sin detenerse. El frío le había congelado los huesos. Sentía un dolor inmenso en la punta de los pies, en la nariz, en las manos. La noche empezaba a derretir su voluntad. Se detuvo en un claro y observó la luna. Era preciosa, inmensa. Parecía que la noche gritaba su nombre. En el cielo, la esfera blanca brillaba, celestial, la reina del oscuro firmamento, la única luz de su noche.

-Por tu traición, por tu amor, por mi dolor... - la luna ardía en deseos de escuchar sus palabras, fulgurante, reluciente. Las nubes se apartaron de ella. Zahameda no la hizo esperar. Lloraba enfurecida. Sus venas sangraban, su cuerpo se fundía en la noche por la sangre que resbalaba de sus brazos-. No podrás andar de día - frotó su puño sobre la sien-. Sólo estarás despierto de noche, cuando la Luna pueda verte - sobre sus pechos, sobre su rojo pubis-. Ella será tu ama, tu mujer, tu diosa - bañó con sangre su cuerpo-. El sol huirá de ti - sus ojos-. No verás nunca el amanecer ni el anochecer, Gryal, ¡se acabó la luz para ti! Sólo el frío de la Luna y el negro de la noche irán contigo - engulló su sangre y sonrió mirando al cielo, con ojos perlados de rabia-. ¡Yo te maldigo, Amante de la Luna!

V

Siempre le había gustado mirar la luna, al menos hasta ese día. Algo cansado, se tumbó entre las hojas intentando ocultar su cuerpo y abrigarse del frío. Sin embargo, esa noche no conseguía dormir. Anduvo un rato más, se giró, cambió de lugar, pero nada servía y no pudo dormir. La noche pasaba, pero el sueño se le resistía.

Buscó un pequeño llano, con poca nieve. Se acomodó. «Relájate», se dijo. Respiró hondo, aguantando el aire hasta que su cuerpo pedía soltarlo. Así solía relajarse. Su cuerpo estaba tranquilo, no temblaba, no sentía frío, ni dolor, ni temor. Tenía la mente en blanco, pero no conseguía dormir. «¡Maldita sea!», se repetía. Decidió seguir avanzando, por una ligera cuesta, algo resbaladiza. Estaba cada vez más fatigado, pero no podía cerrar los ojos. La noche pasaba y pasaba. Llevaba horas andando. Sus rodillas desgastadas no aguantaban ya el peso de su cuerpo y sus brazos estaban fatigados. La cuesta era cada vez más pronunciada. Se agarraba a los árboles para evitar caer. Tenía las manos rojas, magulladas y sucias. Le costaba avanzar. Ya casi amanecería. Sus pies, entumecidos por el frío, no respondían bien a sus órdenes. «Un poco más», se dijo, «ya casi estoy arriba». Sentía un hormigueo en los dedos de las manos y de los pies. Sus codos eran apenas articulaciones saturadas, cansadas. «¿Cuánto rato llevo huyendo?», se repitió. «¿Dónde estoy?».

La cuesta no terminaba, la noche sí. De repente, el sol empezó a salir a lo lejos.

Apenas pudo girarse, notó un rayo solar acariciarle los ojos y cegarle. Su vista se nubló, su cuerpo se detuvo. Cerró los párpados casi al instante. Notó cómo perdía el equilibrio. El vacío en las manos, el aire en la cara, la sonrisa de la brisa insultando sus oídos. Golpes en las caderas, sintió su cuerpo rodar por la nieve, caer, caer y caer. Era incapaz de abrir los ojos, de reaccionar, se golpeó las manos, la cabeza y se durmió.

La luna, escondida, miró sonrojada el cuerpo de su nuevo amor, oteando poderosa tras un cielo ya azul claro.

Y allí, inerte, estaba él, Gryal. El Amante de la Luna.

 
La maldición de Gryal
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