Zahameda observaba los restos de las especias, secas y descuidadas, reposando en sus cuencos de barro. Acercó a ellas la nariz y concluyó que habían perdido el aroma que desprendían tiempo atrás. Ya no emanaba humo de sus cenizas, ya no había belleza en las fragancias de la habitación de Andrey; sólo olor a orina, a suciedad, a viejo. Centenares de luciérnagas muertas cubrían el suelo de la sala, sus cadáveres cedían bajo el paso fuerte y seguro de la bruja.

Andrey estaba de rodillas en el centro de la habitación, con las manos atadas en la espalda por la misma cuerda que le ataba los pies. La mujer de pelo rojo se acercó a él con lentitud y lo miró inquisitivamente, observando cómo un pequeño rayo de sol impactaba sobre la frente del anciano dibujando un arco en su arrugada y vieja frente. El brujo tenía los ojos cerrados y enrojecidos, con legañas en los párpados. La cabeza, inclinada hacia atrás. La cara, pálida y alzada. La boca, abierta y maquillada de sangre seca. Respiraba con dificultad, dejando escapar pequeños suspiros entre su espesa y canosa barba.

-Eres lamentable... - murmuró Zahameda, con una sonrisa amarga que se disipó con rapidez de entre sus labios carnosos.

El anciano no respondió y, tras una breve maldición en susurros mentales, abrió los ojos y los posó sobre las pupilas dilatadas de la líder del Pueblo Rojo. Ella se abalanzó sobre él y lo agarró por la quijada.

-¿Qué ha pasado contigo, Andrey? Todo el Pueblo Rojo te espera ante mi tienda, están pidiendo explicaciones para cada uno de tus actos... ¿Cuándo vas a admitir tu traición? - le soltó con rudeza y se arrodilló delante de él, situando el rostro a la misma altura que el del anciano-. Lo sé todo, Andrey. Sé cómo viajabas y observabas a Gryal a través de tus luciérnagas. ¿Por qué le ayudabas? ¿Por qué no me dices su paradero?

El silencio respondía a Zahameda una y otra vez, y la bruja se enfurecía. Se alzó nuevamente, irritada por la situación, y golpeó al viejo brujo en el rostro con la palma abierta. El golpe fue duro, seco, la nariz del anciano dejó escapar un sinuoso camino de sangre que moría gota a gota en el suelo. La hechicera no se demoró y continuó su interrogatorio:

-Sabemos por qué enviaste a Marion tras Wrack, viejo traidor... dime... ¿por qué no permites que acabemos con el asesino de Viduk, tu nieto? ¿Por qué no dejas que Wrack honre a su hermano?

Andrey seguía sin responder, respirando con aparente tranquilidad, aguantando cada acometida, cada cruce de miradas.

-¡Eres la vergüenza de tu tribu, Andrey! ¿Cuándo perdiste el valor?

-Seamos sinceros - cortó de pronto la grave voz del viejo-. No soy yo el que siente miedo, Zahameda. Son tuyos los temores, es tu voz la que tiemblay vacila, eres tú quien tiene miedo, pequeña bruja, miedo a no saber qué hacer, a perder el control, a tener que largarte con todo nuestro pueblo a cualquier otro lugar cuando los hombres de Don Juan vengan a por ti, porque vendrán... tienes miedo a tener que esconderte para siempre.

-No viejo, no subestimes a tu pueblo - dijo ella, sorprendida por la inesperada respuesta-. Que vengan cuantos y cuando quieran, ¡los estaré esperando con mis puñales en alto!

-Por supuesto; y lucharás, ¿verdad? Pero no podrás impedir que alguien muera. No esta vez, ni la siguiente, ni la siguiente. El Pueblo Rojo pagará con vidas por tu osadía, por tu capricho y terquedad, como pagó mi nieto. Eso es lo que temes,

¿verdad? Por eso no acabas conmigo, Zahameda, porque quieres que el mundo se olvide de ti, que se olviden de nuestro pueblo, por eso me necesitas, para borrar la memoria de los que lleguen aquí, para tener a alguien a quien golpear, torturar y culpar cuando las cosas se te compliquen, como hoy, como cada mañana, como cada anochecer. Y que tu pueblo no te culpe, que culpe a Andrey el traidor, el amigo de tu maldito amante...

-Cállate - Zahameda apartó de él la mirada, incómoda.

-Me has golpeado para que hablara, pero te irritas cuando cumplo lo que exiges, Zahameda. Ese es tu problema, ¿lo ves? Eres infantil, indecisa; no tienes un camino que seguir, sólo miedo, rabia y deseo. Pero sabes que ahora yo no basto para salvarte, para salvarnos. Alguien sabe dónde está el Pueblo Rojo, alguien sabe de nuestra existencia, ¿verdad? ¿Y si es Gryal quien vuelve para vengarse? ¿Y si es él, con la ayuda de la luna, quien termina con nuestro pueblo? ¿Y si no quiere olvidarse de lo que le hiciste?

-¡Es por eso, Andrey! ¡Por eso es tan importante que Wrack termine con él!

-No, Zahameda, por eso es tan importante que Gryal perdone a nuestro pueblo, por eso es tan importante que ayudemos al capitán catalán, ¿no lo entiendes? Necesitamos que el mundo esté en paz con nosotros. Basta de muerte, basta de ocultarnos. Algún día Gryal volverá a su hogar, a su amada, enfrentará a sus enemigos; y cuando eso suceda, cuando Gryal venza, será él, sólo él, quien decida si premiarnos con el perdón... o castigarnos por tu osadía.

Se hizo una pausa en la habitación de Andrey. Todavía parecía escucharse el grave y gastado eco de su voz de anciano. Cada palabra, cada frase del brujo, era vocalizada con energía y autoridad, sin un atisbo de duda.

-Gryal debe pagar por su traición, y tú con él - dijo al fin la mujer.

-Gryal debe ser liberado de su maldición, y nuestro pueblo con él. Es el odio y el despecho lo que hace que quieras terminar con Gryal, Zahameda, no el amor al prójimo o a tu pueblo

-alzó más la voz-. ¡Tú nos has metido en esto! Tú, hija de Tarren, te has entregado al capricho y al deseo para faltar la palabra a Don Juan, tú, líder del Pueblo Rojo, has provocado la furia y la rabia del enemigo de nuestro enemigo; tú, bruja, y sólo tú, has ahogado a nuestro pueblo y colocado sobre nosotros el lastre del miedo. Tú, irresponsable Zahameda, sólo tú has traicionado al Pueblo Rojo.

La oscuridad se cernió sobre la mirada de ella, desnudando la desesperada situación que vivía la joven líder.

-Disfruta de las sombras y del sabor de la sangre, anciano... - murmuró con orgullo-. Serán tus compañeros hasta que me digas dónde está Gryal y admitas tu traición.

Andrey bajó su mirada y posó los ojos en los cadáveres de los insectos que cubrían el suelo.

-Espero que el espíritu de tu padre no vea en lo que te has convertido, Zahameda. Tu terquedad va a causarnos la muerte.

-No, Andrey - susurró la bruja, mirándolo con rabia y resentimiento-... Sólo causará la tuya.

 
La maldición de Gryal
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