Nada había mejor que el placer de una mañana perfumada. Aún sentía en sus manos el olor de la mujer. Seguía allí, tumbado, acomodado entre las caras y delgadas mantas de seda que Silvestre, el tabernero y posadero del Vell Espantall, le había suministrado. Casi le daba pereza abrir los párpados.
Amanecía; al menos eso anunciaban los gallos de Silvestre. La noche había sido dura; demasiada fatiga para un hombre cercano a los treinta. La felina que le había acompañado, una profesional en el arte de trasnochar, seguía tumbada junto a él, con una de sus manos, extrañamente fría y suave, reposada sobre los muslos del ladrón. Finalmente, tras una meditada vacilación y jugueteo entre los cabellos de la dama, Ariano se levantó de su cama. Desnudo, sintió cómo sus rodillas reaccionaban tarde a las órdenes. Le dolían los huesos casi tanto como la cabeza.
Golpeó un vaso de cerámica que todavía tenía dibujados restos de vino embriagador y avanzó hasta la ventana. Fuera, el mundo se movía. La gente de Barcelona despertaba cuando apenas había asomado el sol. Se vistió lentamente, apoyando sus posaderas en una pared de rasposa e irritante textura.
Alma, como se hacía llamar, estaba agarrada a las mantas de la cama con férrea decisión. Sus largas piernas morenas descansaban sobre la seda e insinuaban las curvas de un precioso y curtido trasero. «Agárrate bien a la seda, Alma», se dijo Ariano, «no muchos pueden dormir en ella».
Era una mujer apasionada, seductora y extremadamente atractiva. Su nombre, al parecer de Ariano, contrastaba singularmente con sus credenciales profesionales; y no porque el bribón pensara que las fulanas, como solía llamarlas, no tuvieran alma, sino por que defendía que no era en ella en lo que uno se fijaba cuando las contrataba.
Durante ese corto espacio de tiempo, ella no hizo ademán de moverse y el ladrón aprovechó para observar con atención su cuerpo. «Al menos», pensó, «en esta ocasión no deberé pagar por ello». Acarició nuevamente el cabello, largo y negro, y la besó en la mejilla.
Sonrió para sí, se ató la daga y apretó con fuerza su cinto. Se aseguró de no olvidar ninguna cosa de valor en la habitación y abrió ligeramente los ventanales, asegurándose de que el aire no rozaba la piel de la morena que había en su cama. Dejó las llaves y tres monedas en un taburete y cerró la puerta. Frunciendo poco a poco el ceño, se dirigió a una habitación cercana y abrió con llave, intentando, con el mayor de sus esfuerzos, no hacer ruido. La madera de la puerta apenas sonó, y Ariano observó alerta el interior. Las ventanas estaban cerradas, pero la luz del pasillo adivinaba un pequeño bulto entre las mantas de la cama. Allí estaba su pequeña y enferma hermana Liz, dormida, respirando con dificultad.
Esa mañana abrió las ventanas en silencio, cambió el cuenco donde la niña había depositado sus necesidades, ventiló la habitación, preparó la ropa de su hermana y cerró nuevamente la puerta. Y todo lo hizo como lo haría un buen ladrón: en silencio.
El capitán Antoni Fortuna estaba impaciente. Llevaba rato aguardando a su contacto, apoyado en las mesas del Vell Espantall. Silvestre lo miraba sonriente, a sabiendas de que Ariano no bajaría hasta después de almorzar. El ladrón, que desde hacía un tiempo dormía junto a otros muchos viajantes en el piso superior de su local, había resultado ser algo más que un buen cliente: un negocio. Desde su llegada, el subterfugio se había incrementado casi tanto como el consumo de cerveza y de vino en la taberna. Ariano era su socio, su compañero, su amigo; y le estaba agradecido por ello.
El ladrón llegó por fin a su destino, bajó las escaleras sin llamar la atención y se dispuso a sentarse junto al capitán.
-Llegáis tarde, Ariano - le advirtió Fortuna sin disimular su enfado.
-Dijisteis que vendríais a visitarme por la mañana, capitán Coleta. Y aquí estoy.
A continuación, Ariano se acomodó sobre una ruda silla de madera, alzó un brazo y miró a Silvestre. Empezar el día con un buen vaso de vino era algo que adoraba.
-Deberíais tomaros en serio este trabajo, Ariano. Dejad de tiraros a esa maldita fulana... Alma... Y conseguid la información que os pedí.
El capitán no vacilaba en ninguna de sus afirmaciones, y parecía que su enojo por el retraso no menguaba al charlar. Ariano forzó una sonrisa, aunque no le había gustado que el miliciano hiciera referencia a sus aventuras con Alma. Aparentemente, el bellaco no había prestado atención a las órdenes de Fortuna, y siguió observando al tabernero. Silvestre, con calma, avanzó hacia ambos y dejó un vaso de rojo vino ante el rostro del ladrón, que se sonrojó al mirarlo. Fortuna se irritaba ante el desinterés de Ariano pero no desistió en sus intenciones.
-Pagué una alta suma de dinero por vuestros servicios. Me dijeron que erais el mejor espía que encontraría en la Península, que erais todo un profesional, pero yo sigo esperando resultados. Tengo la sensación de que no hacéis nada, de que sois un charlatán.
Hubo otro silencio largo y Ariano lo aprovechó para beber su ansiado trago de vino. Mojó los labios en la copa y deslizó la lengua por ellos al terminar el sorbo. Con un suspiro dejó de nuevo el vino en la mesa, la golpeó musicalmente con la punta de sus dedos y se dispuso por fin a hablar.
-Lo siento, capitán, ayer bebí y trasnoché y a uno no le gusta cambiar de costumbres, así que pensé que una buena forma de empezar el día de hoy sería imitando el anterior. Pero al parecer me equivoqué. Ayer no había un llorica con una ridícula coleta golpeando con chismorreos mi delicada cabeza...
Fortuna se alzó, hostil y amenazador. Ariano observó que su orgullo era fácil de ofender y tomó nota de ello. También memorizó su poca paciencia, su falta de escrúpulos y su afán de puntualidad. Una vez anotadas en su mente las debilidades de Fortuna, sonrió.
-¡Debería cortaros la cabeza por ofender a la milicia!
-Eso sería problemático - dijo Ariano, algo encogido. Nunca se consideró valiente, así que entrecerró sus ojos y bajó la cabeza. Ante tal sumisión Fortuna apartó su mano de la empuñadura, se sentó y se dispuso a continuar.
-Decidme lo que sabéis, Ariano. Demostradme que hice una gran inversión con vos.
-Está bien... - tragó saliva y recuperó la composturaEmpezaré por Lorette.
-¡Gran idea!
-En primer lugar os diré que adora la arena, la brisa marina y los caballos blancos... - meneó suavemente el vaso entre sus manos finas-. Pero hay más.
-¡Hablad!
-Lorette sabe que su padre, junto con Don Lorencio, ordenó la muerte de su amado. Evidentemente, está enojada con él y no se lo perdona.
-Interesante, Ariano, pero lamentablemente redundante de vuestra parte. ¿Qué novedades hay del chantaje de Don Lorencio a Don Juan?
-Don Juan sigue pagándole regularmente al cerdo de Don Lorencio; así conseguirá ventaja estratégica el día que decida contraatacar. El general no verá ninguna amenaza en Don Juan si este sigue pagando. Además, el padre de Lorette tiene la corazonada de que el joven capitán Gryal puede seguir vivo, y ello lo liberaría del chantaje y el odio de su hija.
Ariano tomó otro sorbo de vino.
-Y ello me cerraría las puertas al corazón de Lorette - sentenció Fortuna, preocupado.
-¡Exacto! Veo que sois un lince.
-Lo soy. Por eso os recordaré que lo que me estáis contando ya lo hablamos la última vez. Os repetís, y estáis empezando a irritarme. Responded al menos, ¿a qué se debe esa corazonada de Don Juan?
-Fue él quien envió al resto de los suyos en busca del desaparecido Gryal. Concertó tres citas con una bruja llamada Zahameda, que al parecer tenía que acabar con la vida del soldado.
-Lo sé. ¿Y?
La impaciencia del capitán iba en aumento.
-Las dos primeras citas fracasaron. Aquellos que debían revisar el cuerpo del joven volvieron sin recuerdos. La tercera cita fue un fracaso mayor, y en ella perdió Donjuan su pequeño ejército. Nadie regresó con vida.
-Estáis jugando con la reiteración, aunque debo agradeceros al menos que esta vez deis algo más de detalles - Ariano desvió la mirada como si esta nueva crítica no fuera con él, aunque era plenamente consciente de que estaba abusando de la misma información. Pero, ¿qué remedio tenía? No tenía novedades que aportar-. Debo deciros además - continuó el capitán-, que esto no son corazonadas, Ariano, esto son indicios. Indicios de que muy probablemente Gryal sigue vivo.
Y bien... ¿qué más da?
-Debo saber si está vivo y, en caso afirmativo, deshacerme de él. Luego yo gestionaré los problemas entre Don Lorencio y Don Juan.
-Bien, bien. ¿Me pagaréis ya?
-Por supuesto que lo haré. Pero poco cobraréis esta vez. Vuestro trabajo ha sido poco y malo, y aún no habéis terminado, pues de nada nuevo y de nada importante me habéis hablado, así que recordad, sobre todo, que necesito saber más, mucho más... de la chica.
-Todo a su tiempo, Capitán Fortuna... - dijo Ariano, esperando su paga con la mano tendida-. Todo a su tiempo.
Tras la reunión, Ariano se sentía ofuscado. Había dilapidado demasiada información durante la primera cita y ahora tenía que darle vueltas y vueltas a lo que ya sabía para tener algo de lo que hablar. Debía encontrar nuevamente algo que pudiera sorprender a Fortuna, y, a poder ser, rápido. Paseaba por la taberna sin rumbo fijo, divagando, reflexión tras reflexión. Observó a su alrededor. En las mesas, los comerciantes se habían reunido de buena mañana y gritaban indignados. Aquellos obtusos caciques comerciales, como solía llamarlos, no parecían encontrar la forma de ponerse de acuerdo en algo. Hablaban sobre el conflicto sardo, y sobre la actividad de corso que estaba realizando la corona de Aragón y que, según ellos, había convertido Barcelona en una ciudad dependiente del trigo de Sardenya, también llamada Cerdeña por los comerciantes llegados desde Castilla. Las relaciones entre la corona de Catalunya y Aragón con el reino castellano no pasaban por su mejor momento, así que no lo era tampoco para algunos negocios. La tensión se respiraba en las tabernas y posadas, y el Vell Espantall era el mejor reflejo de ello. Los problemas comerciales se mezclaban con los de comunicación, pues los catalanes cada vez sentían una mayor confianza en sí mismos y determinación lingüística, y muchos desconocían el castellano o preferían omitirlo en sus conversaciones. Por su parte, los forasteros se obstinaban en no adaptar su idioma ante los comerciantes catalanes, alegando ser mayoría en la Península y tener derecho real a hacerlo. Discutían, y esa masa impenetrable de cráneos financieros servían de poco a un Ariano cegado en mente y que había tenido, nuevamente, un mal despertar. Política, religión, territorio, poder. Las mismas tonterías en boca de los mismos tontos, voces que chillaban al unísono, todas pensando poseer la razón.
«Inspiración», se dijo Ariano, «soy un artista del chismorreo, un profesional en mi trabajo, no puedo estar tan abrumado». Siguió observando a su alrededor, consciente de que necesitaba alguna nueva idea o fuente de la que sacar información. Las mujeres, despechadas, de mejillas sonrojadas, balanceaban sus pechos ante los clientes esperando que estos apartaran su mente de los negocios y fantasearan con sus pezones. Las damas expertas en placeres del cuerpo habían madrugado, perfumando el aroma del Vell Espantall. Todas, incluso las más novatas, sabían que era una de las mejores fuentes para su negocio, y por ello Silvestre había considerado pertinente cobrarles ciertas retribuciones.
Ariano se apoyó sobre la barra, de espaldas al frecuente espectáculo de vicio y dinero rancio que se respiraba en la taberna, y pidió otro trago de vino, consciente de que toda esa basura era también la suya. Alguien abrió la puerta, pero no avanzó, ni siquiera hizo ademán de dar un paso. Algo de aire entró por ella, la brisa de la mañana era fresca y agradable. Ariano seguía de espaldas, esperando que el nuevo cliente entrara de una vez y cerrara la puerta; pero la brisa no cedió. Se giró, mirando de reojo al visitante que permanecía estático en la entrada. Era, o parecía, un hombre corriente, un ciudadano normal perdido en la taberna. Lo miró, analista y cuidadoso, pero siguió sin ver nada especial en aquel hombre, que abrió la boca intentando decir algo; pero sólo aire salió de entre sus labios.
Ante la indecisión del visitante, la taberna se sumió en el silencio y el chismorreo se acalló bajo la mirada de los clientes, que escrutaron al extraño.
Por fin, tras reunir el suficiente valor, el hombre habló:
-Disculpad mi intromisión. Estoy buscando a Ariano da Horta con la mejor de las intenciones. ¿Es alguno de ustedes? - preguntó, con algo de timidez en la voz. No iba armado y no era alto ni fuerte. Parecía incapaz de intimidar a una simple rata callejera.
Los hombres y mujeres del Espantall se miraron entre sí y sonrieron.
-Po... po... por favor, señoras... - dijo el extraño personaje, entrecortando sus palabras y dando un ligero paso al frente-. ¿Alguna de vosotras conoce a Ariano da Horta?
Las risas se intensificaron y todas las mujeres presentes alzaron con determinación la mano. Ariano las miró, orgulloso. «Sabía que se acordarían de mí».
-¡Una mujer no olvida nunca a un lingüista como Ariano! ¡Qué labia tiene ese hombre! - dijo una de las damas.
-Dígame, viajero, ¿qué busca de él? - preguntó otra.
-¡Sí! ¡Bien dicho, Clo! - chilló una mujer que estaba sentada sobre otra de las mesas-. Aunque recuerdo que no dominaba del todo sus dedos. Ariano no deja indiferente a ninguna dama - su voz era aguda, arrogante, y el comentario sentó mal al susceptible Ariano.
-Pero señor, decid de una vez qué deseáis de él. ¿No seréis vos una dama? - preguntó otra estridente voz, seguida de repelentes risitas que sonaron como una.
-Me envían para dejarle un recado - dijo el visitante-. Tengo un trabajo para él. Si está interesado deberá salir fuera una vez suenen las campanas del mediodía, y esperar allí donde zarpan las ilusiones. Eso es todo; tengan un buen día, señores... - hizo una pausa y miró, enojado, a las damas - y señoras.
«Más trabajo», pensó Ariano, y dio un buen trago a la copa de vino. Aún quedaba un poco para el mediodía. «Visitaré de nuevo a Alma», se dijo, «y luego iré al muelle de Barcelona, allí donde zarpan las ilusiones.»
Las campanas del mediodía habían sonado y las horas transcurrían sin que el extraño que requería sus servicios hiciese acto de presencia. Pero Ariano no tenía nada mejor que hacer. Nunca se detenía a pensar sobre sí mismo ni sobre sus problemas. Despertaba y dormía realizando su trabajo, analizando, observando y espiando a otros. Robando, bebiendo, haciendo el amor y cerrando los ojos a su miserable vida. Ariano, el ladrón. Ariano, el listo. Ariano, el triste. Se hallaba sentado en la playa, junto al muelle, mirando cómo la blanca estela de las olas se fundía cansada sobre la arena. No había demasiado movimiento aquel mediodía, y, de haberlo, a Ariano no le importaba. Fijó sus ojos en el cielo, persiguiendo la brisa marina con la mirada. Nunca sintió que le costara tanto entenderse a sí mismo, y nunca se vio a sí mismo como un ser tan despreciable.
Su hermana Liz, joven, frágil y pequeña, aguardaba desde hacía tiempo que un buen médico se ocupara de sus problemas. Un fiel amigo le contó que no era una enfermedad complicada, aunque tenía un nombre que Ariano no recordaba y unos síntomas que le costaba describir; pero sabía que, sin cura ni médico, no valía la pena pensar en ello, y para conseguir una o ambas cosas necesitaba dinero. Esa era la razón por la que había vuelto a Barcelona; pero el bribón de Ariano seguía malgastando su dinero, derrochando la confianza y el amor que su hermana había depositado en él. «Soy una rata miserable», se dijo, «no tengo remedio».
Sus pesares fueron interrumpidos por una voz fuerte y grave, anciana pero enérgica:
-Ariano da Horta, necesito vuestros servicios.
El anciano se presentó tras él, alto y poderoso. Ariano lo miró desde el suelo y lo observó fríamente. Llevaba una perilla cuidada y un ligero bigote sobre los labios arrugados. Las mejillas, delgadas, casi demacradas, marcaban unos prominentes pómulos. Una calva amanecía entre franjas laterales de pelo canoso. Tenía el ceño fruncido y unos ojos oscuros y diminutos que luchaban contra el sol que se estrellaba en su rostro.
-Ya tengo trabajo, anciano, pero si la oferta es buena quizá os haga un favor - dijo Ariano, recobrando su identidad. Cuando hablaba de dinero olvidaba sus reflexiones y sus obligaciones éticas o morales.
-No quiero un favor, Don Ariano, y tampoco soy anciano. Fijaos bien en mi rostro y acceded a mi propuesta.
-No decido por rostros, compañero, y mi nivel de eficacia depende de la cantidad de dinero; ése, solo ése, es mi rasero.
-¡Maldito ladrón! Mandé a un hombre a buscaros para que no sospecharan de mí, así que no quiero perder el tiempo con vos. Iré directamente al grano.
-Ya os dije que... - trató de interferir Ariano, pero su frase fue rebasada por la voz potente del otro.
-Soy Don Juan de Castilla y mi deseo es que trabajéis para mí. Quiero que espiéis a Don Lorencio y que obtengáis información acerca de un presunto difunto llamado Gryal. ¿Sois vos el hombre que busco?
Ariano reflexionó. Sin duda aquel fornido anciano se parecía a Don Juan de Castilla, el temido general que tantas veces había estado a punto de capturarle. Pero ahora, era él mismo quien solicitaba sus servicios. Resultaba sorprendente y reconfortante.
-Y bien, ¿qué decís? - preguntó Don Juan, observando alerta a su alrededor.
Ariano siguió reflexionando. Espionaje, eso era sencillo para él; e información, de un difunto viviente llamado Gryal. Siempre Gryal.
-No puedo aceptar, Don Juan. Estoy muy ocupado en trabajos similares... Pero, si el dinero es mucho quizá pueda cambiar de opinión.
-No cobraréis por ello, Ariano, pero voy a ser persuasivo con vos - dijo Don Juan, desafiante-. Si no realizáis este trabajo para mí no habrá médico ni cura que salve a vuestra hermana.
Ante la osadía del de Castilla, Ariano se puso en pie y sacó su daga con extraordinaria rapidez, mirando enojado a Don Juan, que aguantó fríamente el duelo de miradas con ojos amenazantes.
-¡Maldito!... - dijo Ariano, entre dientes.
-Deberíais agradecérmelo, porque si conseguís esa información para mí prometo conseguir una cura para vuestra hermana - replicó, satisfecho de que el consejo de la carta de su «amigo de las sombras» resultara-. Nos veremos aquí cada semana, y espero que al final podamos salir ambos orgullosos de este trato. ¡Con Dios!
-¡Con Dios, Don Juan! - contestó Ariano enojado.
«Menudo día», dijo para sí, mientras andaba dando tumbos por las calles de Barcelona. Primero Fortuna y el derroche de información, luego la tortura moral de Don Juan... ¿Qué más podía pedir en un solo día? Dos trabajos, muchas traiciones, algo de dinero y demasiadas copas. Ahora tan sólo anhelaba llegar a su hogar, el Vell Espantall, y volverse a acostar con Alma. Esa mujer se había convertido en una obsesión para él; tanto como la cura que debía conseguir.
Unos hombres se detuvieron ante él y lo observaron, armados. Entre el sueño y el alcohol tardó un rato en divisar sus perfiles, pero luego bastó una voz para reconocerlos. Olían a sudor.
-Hola, Ariano - dijo una voz estridente, repelente y arrogante-. Soy Don Lorencio, general de la milicia de Barcelona - sonrió el grueso individuo entre dientes-. Y quiero que hagáis un trabajo para mí.