1
La rana Catón varió radicalmente la intensidad y el timbre de su croar, y eso provocó la parada de la larga comitiva que capitaneaba Don Mondo. Habían abandonado tiempo atrás los Pirineos, evitando ciudades y aprovechando antiguos y gastados caminos para penetrar a toda velocidad el macizo central. El invierno los encontró sin prisa, bañando de palidez las rutas que tomaban. Los pájaros respondían silenciosos al paso de los viajeros por el blanquecino bosque, mientras la nieve caía con suavidad sobre los capirotes de los milicianos.
Atalante, el alto y canoso cazador de brujas, bajó del caballo que ocupaba junto al locuaz Carmín y dibujó un pequeño círculo entre esa fina capa de barro y nieve sobre la que caminaba. Dejó la rana en medio de ese círculo y clavó su mandoble al suelo. El resto de milicianos lo miraban con disimulada atención, pues ninguno de ellos había logrado relacionarse con él mas allá de la cordialidad y diplomacia que se esperaba entre miembros de un mismo equipo, y ni siquiera eso facilitaba ese tuerto, díscolo y misterioso caminante.
-Gryal se ha movido - dijo secamente el cazador-. No sigue la misma dirección que solía-se movía alrededor del círculo, mirando con atención la dirección que tomaba la rana a cada pequeño salto. Agarró un bastón para dibujar en él una flecha que apuntaba hacia el noreste de su posición.
-¿Estáis seguro? - interrogó desconfiado el capitán-. ¿No se dirige a Barcelona?
-Atalante no ha dicho tal cosa - murmuró con sorna el viajero de cabello blanco-. Dudo que Gryal desista de pronto de encontrarse con Lorette, ya sabéis lo que dijo la vieja gitana.
-¿Entonces?
-Entonces, capitán Mondo, la conclusión es simple, incluso para mentes limitadas como la vuestra, ¡ja! - rió desagradablemente Atalante-. Parece que, antes de ir a Barcelona, Gryal pasará por algún que otro lugar.
-Pues apresurémonos. Tenemos que interceptarle de camino - interrumpió inesperadamente la gruesa voz de jabalí. Los milicianos lo miraron, extrañados por la participación de ese fuerte y callado hombre en una conversación de mando.
-Dejad en nuestras manos estos asuntos, Don Alfredo.
-No, Don Mondo - le cortó el cazador-. Dejad hablar a vuestros hombres cuando estos usen la cabeza - el capitán miró con rabia al insubordinado Atalante, que ignoró la presencia del miliciano y ató a su espalda el largo mandoble de plata.
El tuerto había logrado ser el centro de todas las miradas y la voz más escuchada por los hombres de Mondo, y eso no gustó al por todos conocido como Capitán Leal, el fiel perro de Lorencio. Después de saberse escuchado, el cazador de brujas miró la línea que había trazado para pensar el camino a seguir y se orientó con el sol. Luego, agarró con delicadeza la rana Catón del suelo nevado y alzó su voz rugosa ante la atención de todos.
-Un viajero a caballo puede llegar del Río Elba a Barcelona en treinta días. ¡Sólo treinta días! - pausó su pequeño discurso para escupir al suelo. Había asumido el liderazgo natural de la comitiva de Mondo-. Gryal se está encontrando con otros asuntos y problemas de camino a su hogar, eso está claro... ¡pero esto no tiene por qué ser así siempre! Jabalí tiene razón, ¡hay que apresurarse, milicianos! ¡Y mantener el oído atento al croar de la rana Catón!
II
Después del largo viaje, habían llegado. Una inmensa puerta con barrotes de hierro fundido regentaba la alta muralla de piedra, que rodeaba a su vez una espesa, oscura y enorme masa arbórea. Los Malditos de Ilario, salvo el dormido capitán catalán, miraron impresionados y asustados la siniestra silueta arbolada que se había presentado junto al camino.
-He aquí la entrada al bosque del Coleccionista - sentenció el juglar Ratafía-. Y aquí es donde nos despedimos. Mi pobre caballo Califa se pone nervioso ante la maldad que desprende este lugar, y yo no pienso ni quiero entrar.
Perla analizaba con devoción la artesanía de la forja y las lianas y arbustos espinados que salían de entre los barrotes de la puerta. Algo en esa vegetación le transmitía rabia, dolor y una profunda tristeza. No supo decirse qué era lo que empezaba a asustarla. Quizá la forma rebuscada que tomaban las plantas, o lo afiladas que parecían sus violentas espinas. Se ató con presteza la túnica amarillenta que le había regalado el poeta y cubrió su frágil piel con la capucha marrón.
-Esperadnos en mi casa entonces, Ratafía - respondió el viejo Barramar atando bien a su cuello la capucha negra que caía sobre su túnica-. Está en los Pirineos catalanes, ya os he indicado como llegar, ¿cierto?
-Cierto. Me sabe mal dejaros aquí, Barramar, sin medios de nuevo, pero entenderéis mi postura cuando entréis en este bosque. No hay buenas vibraciones en él; ni siquiera los animales se atreven a entrar.
Ergon empezó a descargar el cuerpo dormido de Gryal del carromato del juglar, bajo la mirada silenciosa del pequeño Mudito. Tumbó a su amigo suavemente sobre el frío suelo del camino, y luego miró al cielo. Espesas nubes grises empezaban a concentrarse en él, y el asesino adivinó la inminencia de la nieve. Luego, volvió sus ojos hacia la puerta y pensó que tras ella había las hierbas que a día de hoy tanto parecía necesitar. Se preguntó el porqué de ese capricho del destino, casi inmortal en soledad, pero tan mortal como el resto de personas cuando estaba acompañado, dependiente hasta la muerte de mascar, tragar y oler esas hojas que sanaban las heridas de aquellos que estaban a punto de morir. El sabía cómo funcionaban las hierbas, resignado al saber que solamente respondían en un cuerpo moribundo con el alma triste. Miró a Perla, pues día tras día era más consciente de la parte de culpa que ella tenía en todo esto. Quizá por eso ya no se regeneraba con facilidad, quizá por esto vol vía a ser la persona frágil de siempre. Porque su cuerpo, a pesar de ser vulnerable y sensible, estaba controlado y dominado por un alma feliz que había aprendido a sentir amor. Y pensó si no estaba terminando lentamente su vida ahora que, por fin, empezaba a sentirse vivo.
-No os preocupéis, amigo mío - seguía hablando con su letrado amigo el Desafortunado, descalzo sobre el camino-. Ya habéis hecho mucho por nosotros. ¡Muchísimo! ¡Uh! Además, como dice mi esposa, la buena compañía, no por breve deja de ser buena.
-Gracias, Barramar - sonrió el poeta-. Con sinceridad os digo que ha sido un placer acompañaros y conocer la historia de vuestro amigo Gryal. Prometo contarla con dedicación, pues a este viejo poeta habéis devuelto la inspiración.
Ergon observó el cuerpo dormido de Gryal y decidió cubrirlo usando la blanca túnica del catalán. El capitán de la milicia vestía ya la oscura túnica roja que les había proporcionado Ratafía. Al mirarlo, pensó que debía agradecerle de algún modo que hubieran dado ese pequeño rodeo para conseguir las hierbas del Coleccionista.
-¿Pero qué decís? ¡ Gracias a vos, juglar! ¡Uno se alegra de tener compañeros que hablen más que los conejos! - murmuró con resentimiento el anciano desdentado, mirando furtivamente a la silenciosa Perla y al siempre serio Ergon-. En fin... - siguió, suspirando con pena y levantando de vez en cuando sus pies-. Recordad que mi hogar es conocido como La Font de la Centella. Preguntad a caminantes o posadas si no lo encontráis. Y por favor, avisad a mi esposa, Angels Claret, de que estamos por venir.
-Se lo diré... y os esperaré allí a todos, Barramar - se despidió el poeta, alzando la mano desde el carro a los viajantes que dejaba en el camino-. ¡Id con Dios!
-¡Con Dios! - gritó el viejo Desafortunado, triste por la marcha de su amigo. Perla alzó la mano para despedirse, mientras Ergon se limitaba a devolver la mirada al barbudo trovador.
El carro empequeñeció y se perdió en la lejanía del camino de arena y piedra, dejando a los cuatro malditos ante el misterioso bosque del Coleccionista. Ergon se aseguró de llevar bien atado el sombrero en el cuello y se acercó a la férrea puerta que gobernaba la muralla. Medía dos como él de alto, y tres de ancho. Tenía varios relieves en piedra y metal que invitaban a intentar trepar, pero desistió de probarlo al pensar que tendría que dejar atrás a sus compa ñeros. El portón era fuerte y frío, de gruesos barrotes que estaban separados entre sí por un margen de entre tres y cuatro dedos, por el que asomaban, descaradas, varias ramas y espinas.
Perla repasó su equipaje, enrolló en una fina cuerda la flauta blanca que tanto amaba y la ató con ella en el cinto marrón de su túnica. Luego, asió su bastón blanco y se sentó paciente junto a Gryal, esperando a que el asesino encontrara e indicara la forma de entrar a ese lugar.
El impaciente Barramar se mesaba la capucha, entristecido por la despedida y por haber perdido su gran escudo y las bellas botas que Perla le había regalado. Sus pies estaban fríos e insensibles y decidió abrigarlos con los restos de su túnica blanca.
-¿Qué pasa, blanquito? - preguntó el Desafortunado mientras se cubría los pies, descargando su desidia sobre Ergon-. ¿No sabes abrir la puerta?
Ergon no respondió, ni siquiera parecía haber prestado oídos a la provocación de Barramar. Buscó reiteradamente, y sin éxito, una apertura o cerradura en la enorme estructura de metal. Luego examinó las enormes juntas que la unían a la muralla. Pensó que en caso de no poder abrir la puerta sería mejor saltar ese muro, que debía medir unos dos metros y medio. De pronto, mientras seguía inmerso en esas cavilaciones, la puerta se abrió.
-¡Uh! ¿Qué diantres de aguas sucias sucede?
-Parece que el Coleccionista nos deja entrar - respondió a Barramar el sicario del difunto Ilario.
-Oye, Ergon, ¿has venido alguna vez a este lugar?
-No.
-¿Y has visto al Coleccionista?
-Tampoco.
-¿Entonces qué hacemos aquí?
Un pequeño grupo de lobos alcanzó a los cuatro viajeros e interrumpió la conversación. Los animales mantuvieron una prudencial distancia con el bosque que había ante ellos. Avanzaban con el morro alzado, lentamente, y se detuvieron en el camino. Aullaron al unísono y dieron marcha atrás. No querían entrar en el bosque del Coleccionista, parecían nerviosos y exaltados, y terminaron marchándose en manada por donde habían venido.
Perla frunció el entrecejo cuando vio el extraño comportamiento de los cánidos y se preguntó qué era lo que veían en el bosque los animales que no alcanzaban a ver las personas. Se intensificaron los escalofríos en su piel. Mientras, cargaba el asesino con Gryal a sus hombros, dispuesto a entrar en el misterioso lugar. Perla y Barramar lo siguieron, una con prudencia, el otro con desinterés, preocupado aún por sus pies helados. Pequeños copos de nieve casi líquida empezaron a mecerse en el aire y una brisa fresca les caló los huesos. Los árboles y las ramas parecían moverse a su alrededor, cambiaban de forma y color, apartándose y oscureciéndose ante la mirada anonadada de los recién llegados. Las espinas se erizaban y alzaban como paredes de maleza, creando un camino delante de ellos que se iba cerrando a sus espaldas tras cada paso.
-El bosque se mueve - dijo la temblorosa voz de Perla, que se aferró a una de las mangas de Ergon.
-¡Mejor que eso, querida! - gritó una voz ante ellos. Un hombre descansaba sentado en un tocón muerto de madera seca y grisáceo-. ¡El bosque os guía!
Ergon soltó el cuerpo de Gryal, se desprendió del agarre de Perla y alzó su brillante daga. El viejo Barramar y la joven rubia se acurrucaron tras la espalda del asesino.
-Tranquilos, tranquilos... No vengo a haceros daño - dijo el desconocido. El bosque se alejó lentamente de él. Las hojas perennes empequeñecían, las ramas se encogían y doblaban, las raíces se desplazaban sobre el suelo.
Ergon no bajó la daga. Perla asomó la cabeza por un lateral de su espalda para observar al extraño. Tenía un cabello blanco y largo, que asomaba bajo el abrigo de un pañuelo marrón. Su cara era afilada y proporcionada, y en ella destacaban una descuidada barba de días y unos pequeños ojos negros. Tenía un fino hueso afilado, clavado, quizá como adorno, en el lóbulo de su oreja izquierda. Era un tipo de mediana estatura, ni viejo ni joven, y tenía un cuerpo delgado y atlético. Vestía una túnica corta, negra, ajustada al cuerpo, abrigada por una larga capa con capucha gris que caía sobre su espalda. Bajo la túnica, cubrían sus piernas unos pantalones marrones que se zambullían en botas de piel de ciervo. Unos guantes de malla metálica abrigaban cada una de sus manos, y en la diestra agarraba con firmeza una enorme hacha que parecía antigua y pesada.
-Estoy harto de visitas imprevistas... - murmuró Barramar al oído de Perla.
-¡Y yo también! - les gritó el desconocido, que parecía haber escuchado perfectamente el suave susurro del DesafortunadoAsí que decidme, viajeros. ¿Qué razón os trae a mi bosque?
-¡Uh! ¿Tu bosque? Entonces... ¿tú eres Ikud? - preguntó Barramar, mostrándose al desconocido.
-Cállate. No hables con él - ordenó con voz neutra Ergon, que no había dejado de analizar con extrema atención los movimientos que el bosque y el misterioso hombre realizaban.
-No, Ergon, querido. No seáis así. Dejad hablar a vuestro amable compañero - el asesino se sorprendió cuando escuchó su nombre en boca del desconocido, que sonrió con amabilidad a Barramar-. Y no, no soy Ikud. Mi nombre es Ikún, al que algunos llaman El Coleccionista. Pero no sé por qué debería contaros todo esto... - Ikún se levantó lentamente del tocón-, si habéis venido a verme, ya sabéis que no podéis estar en mi bosque sin mi consentimiento.
Ikún había hablado en voz alta y amenazadora, asiendo el hacha con las dos manos cubiertas de metal y dando la espalda a los visitantes. Ergon estaba confundido y tenso, no le gustaba que ese hombre supiera su nombre, y no terminaba de saber si había sido buena idea entrar al bosque del Coleccionista. Miró a su alrededor, y en medio de la maleza espinada decidió que no parecía haber marcha atrás. Bajó el arma y respiró profundamente. Pensó en llan o y Sanitier, se preguntó si ellos también habrían pasado por esta peculiar situación. Luego, recordó las palabras de Ratafía y llegó a una clara conclusión: Algo, de todo lo que llevaban, interesaba al Coleccionista, sólo así se podía llegar a comprender que el bosque, e Ikún, les hubieran dejado avanzar.
Ybien, ¿vais a seguirme o no? - preguntó Ikún, avanzando por ese camino que las plantas preparaban.
Los malditos se miraron, dubitativos, y Barramar fue el primero en decidirse. Alzó los hombros cuando Perla clavó sus ojos en él, y evitó mirar al asesino. Ergon lo imitó, colocó su daga en el cinto y agarró el cuerpo dormido de Gryal. En el silencio del bosque resonaron los cascabeles, acompañando las dudas de la pequeña y rubia joven. Perla no se fiaba de Ikún. Se preguntó por qué agarraba un hacha enorme con guantes de metal; veía en él una mirada ambiciosa y falsa, y su voz escondía una lengua que hablaba saturada de segundas intenciones.
-El calor de mi hogar os espera, invitados míos. Apresuraos, porque aquí las cosas van a ponerse feas... muy, muy, pero que muy feas...
-¿Por qué van a ponerse feas? - preguntó con curiosidad Barramar.
-¿Siempre tenéis esa incontinencia verbal, querido?
-¿Siempre omitís responder a las preguntas, Ikún? - susurró Perla para sí, desconfiando todavía de ese peculiar personaje.
-Os he oído, querida - sorprendió el Coleccionista a la muchacha, que dio un pequeño respingo al saberse escuchada-. Yo lo oigo todo. Pero estáis de suerte, voy a responderos - E Ikún se detuvo un momento y se giró para mirar a sus cuatro acompañantes-. Las cosas se pondrán feas porque alguien os ha seguido de cerca... y ha entrado en mi bosque.
111
Marion y Reugal habían llegado al bosque del Coleccionista poco después de que entraran en él los Malditos de Ilario. Todavía estaban frescas las huellas de un carromato y una larga cantidad de pisadas que se adentraban a la espesura. La bárbara y el caballero habían tenido que abandonar temporalmente a los asustados caballos y al perro, después de atarlos en árboles contiguos al camino. Le había costado a Absellarim relajar a los animales, extrañamente nerviosos por el ir y venir de lobos asustados y la presencia fantasmal de ese misterioso bosque amurallado. Cuando Absellarim volvió de atar los caballos y alcanzó de nuevo la muralla, encontró la inmensa puerta de metal cerrada y a Marion tras ella. La bella mujer había entrado en esa oscura y terrorífica espesura, con el corazón encogido y los pies temblorosos. Vio incrédula cómo la vegetación se movía y cerraba lentamente un camino que había ante ella. Luego las puertas se cerraron también a su espalda, con un fuerte estruendo, y se quedó atrapada entre los dinámicos arbustos de espinas y la enorme puerta de metal.
-¡Reugal! ¡Sacadme de aquí! - gritó la bárbara, asustada.
-Pero... Gryal y los demás están dentro, ¿preferís que entre al bosque o que os ayude a salir de él?
-Mmm... - Marion pensó con rapidez, para volver a gritar sus órdenes-. ¡Seguidme!
-Voy... - se resignó Absellarim-. ¿Se puede saber por qué habéis cerrado la puerta?
-¿Cerrar la puerta? ¡Yo no he cerrado nada! ¡Se ha cerrado sola! - se ofendió la mujer-. ¡Venid de una puñetera vez!
-Está bien, está bien...
El caballero intentó sin éxito abrir la enorme puerta de metal. Golpeó, empujó, pero de nada servían sus esfuerzos. Caminó alrededor de la muralla, buscando cualquier otra apertura, cuando Marion volvió a gritar su nombre. Regresó enseguida Absellarim, para descubrir que la joven del Pueblo Rojo le había lanzado, desde el otro lado del muro de piedra, una larga y gruesa liana espinada que había atado toscamente en el tronco de un árbol. A Marion le sangraban las manos, y se las secaba con disimulo en su roto y medio quemado vestido.
-¡Subid por ella! - gritó la muchacha.
-Está llena de espinas.
-¡Pues protegeos las manos, Reugal! - gritaba ella-. ¡Vamos! ¡Que parecéis una mujer!
El caballero obedeció a su protegida. Se descolgó su ya rota capa azul y la partió en dos pedazos para cubrir sus manos con cada uno de los trozos. Luego, decidido, subió por la liana con la fuerza de sus brazos, apoyando sus pies en la muralla y aguantando el dolor que las espinas le producían al penetrar su carne a cada pequeño movimiento.
Cuando los dos estuvieron dentro de esos muros de piedra se miraron, confusos y nerviosos. Sudaban, a pesar de la fina nieve que barnizaba sus cabellos y del viento que los acompañaba. Recuperaron el aliento, les costaba respirar por los nervios y el esfuerzo apresurado.
-¿Y ahora qué? - preguntó Reugal Absellarim, mientras observaba asustado cómo el bosque se movía y cambiaba constantemente de forma a su alrededor.
Las plantas crecían y empequeñecían continuamente, las lianas de espinas se afilaban y desplazaban por cada uno de los árboles y los arbustos no cesaban en su conquista, rodeando a los recién llegados, inundando cada rincón del tenebroso bosque.
-Ahora hay que encontrar a Gryal.
-Encontrar a Gryal sin referencias, y sin ninguna pista a seguir... - refunfuñaba el caballero-. ¿En un bosque que no para de moverse?
IV
Una pequeña casa de piedra con tejado de madera esperaba a los viajeros, rodeada de leña recogida. Perla miró desconfiada el entorno al apreciar muchas y grandes celdas vacías con grilletes colgantes. Sobrecogida, andaba tan cerca como podía de Ergon e intentaba memorizar el camino tomado. Analizó cada pequeño gesto y palabra del Coleccionista, y supo enseguida que ese hombre misterioso no decía casi nada de lo que sentía, sabía o pensaba. El Desafortunado, por su parte, centró su vista en la casa, un edificio marrón de una sola planta, construido a base de piedra y madera, que parecía acogedor.
Entraron cuando la nevada se intensificó. Una brisa de aire frío siguió sus pasos y se coló por la puerta, inundando la entrada de puntos blanquecinos. Perla se quitó la capucha y miró a su alrededor. Todas las ventanas, de madera, estaban cerradas, y las paredes eran todas ellas viejas, hechas de piedra vista. Pensó en lo antigua que podía ser la construcción, pero enseguida su mente navegó del interés al placer cuando apreció un suave y agradable olor a rosas. La luz amarillenta y cálida de la estancia bañó los rostros de los recién llegados. El fuego rugía, majestuoso, brillando en el centro de la pared que había ante ellos. A su vera, y bien amontonadas, reposaban varias pilas de leña seca. El humo escapaba por la chimenea bajo la que ardían las llamas, y el suave crepitar calorífico llegó a ser el único sonido que acompañó a los malditos, más allá de sus propios pasos y el suave e intencionado tintineo de los cascabeles de Ergon.
Las paredes estaban repletas de objetos extraños, mapas con territorios que no alcanzaban a reconocer, armas romas y exóticas, cascos raramente bellos y cabezas de animales gigantescos que les eran desconocidos.
-¡Uh! ¡Qué hermoso hogar! - exclamó Barramar fascinado por la cantidad de tesoros que lo rodeaban.
Ikún sonrió con orgullo, reposando su enorme hacha sobre una mesa de cristal verde y tomando asiento en una enorme butaca de piel de tigre. El suelo de madera se quejaba a cada paso que daban, viejo y desgastado, y Perla decidió quedarse quieta para no centrar su atención en nimiedades. Había tiestos con rosas que reposaban en cada esquina de esa enorme sala y eso sorprendió todavía más a Barramar, que sabía que el invierno no era época de rosas. Las zarzas cubrían parte del suelo y las paredes, y vivían en comunión al resto de elementos que abrigaban la sala. No había habitaciones, todos los objetos estaban ahí esparcidos: una enorme cama llena de mantas de pieles de colores; ollas y cucharas con ganchos atadas a una larga cadena que colgaba del techo; sillas de madera, todas ellas distintas; taburetes altos y bajos; sacos de comida y grano apoyados junto a la mesa de cristal; y armarios solemnes de madera noble, bien cerrados con llaves doradas que estaban, a su vez, clavadas y dispuestas en las cerraduras de metal que había en cada uno. En el centro de la sala destacaba, por su presencia, la butaca que el Coleccionista ocupaba, cercana a la gran mesa de cristal sobre la que Ikún apoyó los pies. El misterioso anfitrión sacó de un bolsillo de su corta túnica negra una pequeña y brillante esfera verde, y la mantuvo firmemente agarrada en el puño, pensativo. Perla y Ergon siguieron sus movimientos con atención.
-Tomad asiento, por favor - dijo Ikún a sus invitados-. Como si estuvierais en casa.
Barramar se sentó en una de las viejas sillas de madera, la más cercana al fuego, y aproximó los pies a la hoguera con una relajada sonrisa de oreja a oreja dibujada en el rostro. Estaba impresionado por ese montón de objetos que los rodeaban, y empezó a leer las etiquetas de varias botellas que había en una mesita. Perla tomó asiento en un pequeño taburete que había cerca del anciano, al tiempo que Ergon tumbaba el cuerpo de Gryal sobre el enorme camastro de Ikún. El Coleccionista levantó una ceja y miró con curiosidad el comportamiento y los actos de sus invitados.
-Antes de hablar de negocios, querido Ergon... - empezó de pronto el anfitrión-. ¿Podríais contarme qué le sucede a vuestro amigo?
-Gryal está maldito - respondió sin dilación el DesafortunadoSe duerme y no puede despertar hasta que...
-Hasta que encontremos una cura - cortó Perla al anciano. Barramar la miró confuso, pues no era eso lo que él pretendía decir. Ergon observó la escena y entendió enseguida las intenciones de la mujer: cuanto menos supiera ese hombre de ellos, mejor.
-¿Dormido? ¿Para siempre? Así que a eso venís, ¿no? - interrogó el Coleccionista-. A buscar una cura para el maldito.
-No. No sólo a esto - dijo al fin Ergon, con voz neutra y profunda.
-Vaya... quien mucho pide, querido, también mucho debe ofre cer - el Coleccionista miró fijamente su bola de cristal. En ella unas extrañas imágenes comenzaron a aparecer. Luego, murmuró algo para sí y levantó la voz-. He aquí un par de almas perdidas - alzó la bola verde y mostró la imagen que en ella aparecía ante la mirada extrañada de sus invitados.
Barramar se levantó, poseído por la curiosidad que le era inherente, y se acercó para mirar la mágica esfera verdosa. Ikún no se opuso a la voluntad del viejo casi desdentado y dejó que viera lo que en el objeto se mostraba. Ergon, que seguía sin tomar asiento, identificó a aquellos que se aparecían en el cristal de la bola y se preguntó cómo habían llegado allí. Perla, por su parte, lo observaba todo con silenciosa atención.
-¡Diantres! ¿Los habéis encerrado en una bola? - preguntó Barramar, emocionado.
-No, no los he encerrado - sonrió Ikún-. Estoy observándolos en mi bola de cristal. Estos son los intrusos, quiero ver si hay algo de ellos que pueda resultar interesante o provechoso. Y parece que sí - murmuró, frunciendo sus ojos de zorro. Luego, acercó la mano a la mesa de cristal, agarró de una punta el largo pomo de su hacha, y murmuró para sí-. Zarza.
Ergon tensó la musculatura, pero nada sucedió. Perla también miró a su alrededor, esperando sin éxito a que la última palabra sentenciada por el Coleccionista tuviera algún tipo de particularidad.
-No creo que sepan dónde se meten, Ikún - seguía Barramar, que no cesaba en su parloteo-. Mira Perla, son esos dos amigos de Wrack, el grandote rubio y la maciza. Ya os digo yo que no han venido a hacer negocios. ¡Están siguiendo a Gryal!
-¿Gryal? - preguntó Ikún, mirando interesado al hombre que dormía en su cama.
-Silencio, Barramar - intervino Ergon.
-¡Vale, vale! ¡Uh! ¡A ver si aquí sólo podréis hablar vosotros! Estos jóvenes ya no respetan nada...
-Tranquilo, Barramar - cortó El Coleccionista-. No estoy dispuesto a negociar con los intrusos.
-Eso significa...
-No intentéis adelantaros a las cosas, querido, todo sucede cuando debe suceder. En fin, vamos a centrarnos de nuevo en los asuntos de mayor importancia, ¿os parece? -y giró su rostro refinado hacia el portador de los cascabeles-. Ergon, decidme por favor, sin tapujos, ¿qué habéis venido a buscar?
Tras la pregunta, Ikún guardó la esfera verde de nuevo en el bolsillo, lo que provocó que Barramar se sentara apenado cuando llegó el fin del espectáculo. Luego, el misterioso anfitrión alargó desde su enorme butaca la mano para tomar de nuevo el arma que había dejado en la mesa. Aguardaba el Coleccionista la respuesta del sicario de Ilario, mientras el suave y agradable olor a rosas frescas se apoderaba de nuevo de la habitación.
V
Marion y Reugal seguían avanzando por la espesura, desorientados y confusos. El caballero, que no sabía qué criterio seguía su protegida para elegir el derrotero de sus pasos, estaba ya más preocupado por recordar el camino de vuelta que por encontrar a Gryal.
En medio de ese caos, la bárbara daba un paso detrás de otro por inercia, mientras su mente navegaba entre situaciones pasadas. Pensó en Wrack, recordando el día que habían hecho el amor sobre la seca hojarasca otoñal, lo mucho que lo había echado de menos en tan poco tiempo. Nunca hubiera imaginado hasta qué punto disfrutaría de la compañía del hermano de Viduk; pero llegó el día en que se prendó de ese hombre irreflexivo, agresivo y solitario. Pensó luego en la posibilidad de que Andrey, el brujo del Pueblo Rojo, hubiera contemplado estas cábalas del destino cuando le pidió que siguiera a su nieto, evitara su venganza, y pidiera perdón a Gryal. Sonrió, pero lo hizo por dentro. No solía mostrar al mundo sus sentimientos más humanos, enseñaba a la gente una máscara fría pero agradable que lejos estaba de mostrar su verdadero estado de ánimo.
Marion no recordaba a sus padres y casi nunca pensaba en ellos. Tenía unos tres años cuando la dejaron atrás en algún lugar del camino. De familia itinerante y pobre, la niña no sabía dónde ir y se unió a una harapienta comitiva de peregrinos hambrientos que seguían los antiguos y destrozados caminos romanos. Cuando tenía cinco años fue abandonada a su vez, ya que no podían alimentarla. Y así, desesperada y sola, se adentró en el bosque espeso y nevado que rodeaba el Pueblo Rojo. Allí la encontró Andrey, que desde entonces se había portado como un padre con ella. La instruyó, aprendió idiomas a su lado, le mostró el arte de la lectura y la escritura, intentó enseñarle un poco de su brujería y la convirtió, con el tiempo, en su hijastra y amiga. Acordaron casarla con Viduk, con el que se llevaba bien desde pequeña. Pero los años pasaron, y con ellos cambiaron las vidas de todos. Hoy Viduk estaba muerto y era su hermano quien hacía palpitar ese corazón al que las penurias habían endurecido. Seguía viva en ella la misma premisa moral por la que solía hacer las cosas: nunca fallar a los suyos. Por eso había aceptado la misión del brujo. Pero nada, o casi nada, había salido como Andrey hubiera deseado, pues Marion se había visto obligada a hacer las cosas de forma distinta: adelantarse a Wrack para hablar a solas con Gryal y evitar la venganza abandonando al nieto de Andrey en el bosque. Ese era el triste destino de sus pasos.
-¡Marion! - gritó de pronto Reugal, cortando sus cavilaciones.
La mujer se giró hacia su valedor, al que vio envuelto de arbustos y lianas. Las plantas lo habían inmovilizado, aprisionando sus brazos, piernas y cuello. Vio anonadada cómo esas zarzas raspaban violentamente la ropa y la piel del caballero, que agradecía sobremanera llevar su robusta armadura.
-¿Qué ocurre?
-¡El bosque me está atacando!
-Tranquilizaos, yo... - pensó con rapidez-, ¡voy a cortar en pedazos esta maldita planta!
Desenfundó la espada de madera negra, pero una rama se abalanzó sobre ella desde un árbol contiguo y se enrolló en su brazo. Otra la siguió, al tiempo que del suelo salían raíces que inmovilizaban sus pies.
-¡Arggh! - intentó gritar cuando una zarza llena de espinas se rizó alrededor de su frágil cuello-. Esto pinta mal, Absellarim...
VI
Ergon no tenía prisa, siempre había preferido pensar bien cada respuesta. Paseó la mirada por la sala hasta detenerla en Barramar. Quiso asegurarse de que el anciano guardara silencio, pero el Desafortunado evitó mirarle y fijó sus ojos en el tejado de madera.
-Y bien, querido Ergon, ¿qué queréis de mí? - pareció impacientarse Ikún, acariciando el filo de su hacha.
El asesino se acercó al extraño y misterioso Coleccionista y tomó asiento ante él, al otro lado de la mesa de cristal.
Ya sabes a qué vengo - afirmó-. Quiero más hierbas.
-Más hierbas... ¿Por qué? - preguntó Ikún-. Es decir, no es que no quiera negociar con vos, no malinterpretéis mi curiosidad, simplemente me pregunto por qué queréis más - se levantó lentamente de su butaca para acercarse al asesino, y Ergon le imitó y desenfundó su brillante daga-. Tranquilo, querido - advirtió Ikún al comprobar la rapidez de movimientos de su interlocutor-. Desde luego sois un espécimen milagroso, el único inmortal que conozco. Tenía entendido que ya no necesitabais esas tristes hojas. Sanitier, siempre que venía, presumía de ello. Decía que vuestro cuerpo había asimilado el poder de las hierbas y que se curaba solo.
-¿Por qué crees saber tanto de mí? - la voz del asesino había sonado oscura y amenazante, alejada del tono neutro y controlado que solía tener. Ergon estaba incómodo en ese lugar, y Perla decidió acercarse a él, dispuesta a salir en su defensa si alguien le faltaba al respeto.
-Me han hablado mucho de vos, Ergon... Tenéis que considerar que mis tratos con Sanitier y llan o son constantes. De hecho, él tiene un montón de mis hierbas - Ergon se puso a la defensiva, flexionando ligeramente las piernas. Se miraron con atención y desconfianza.
-Quiero más.
-Más hierbas... - sonrió Ikún sin dejar de acariciar con sus guantes de metal el filo del hacha-. Vuelvo a repetir, querido. ¿Por qué? ¿Acaso ya no os las suministra mi amigo Sanitier? ¿Habéis sido malo con él, querido?
Ergon no respondía. Miró a sus compañeros. Barramar estaba impresionado por la extraña discusión, oteando a los conversadores con las cejas arqueadas y la boca seca, alerta por si la tensión que había en el ambiente llegaba a explotar en forma de pelea. Perla, por su parte, negaba con la cabeza sin dejar de mirar a los ojos blancos del asesino. Parecía advertirle de que algo iba mal, de que no debía fiarse de Ikún. Y Ergon se decidió. Había hablado y negociado lo suficiente, era el momento de hacer las cosas como sabía: usando la violencia. Blandió con enorme destreza su daga de brillantes y la acercó al cuello del Coleccionista.
-Dame las hierbas, no caeré en tus preguntas y negociaciones. Estoy harto de palabras vacías.
-Así que no venís a negociar, sino a robar.
El filo del arma rozó el cuello de Ikún, que miró asustado al asesino. Y al ver la daga de brillantes de llan o en sus manos entendió enseguida la necesidad de Ergon.
-¡Zarza! - gritó de pronto el anfitrión.
En un abrir y cerrar de ojos, un manojo de lianas espinosas nacieron del hacha que Ikún agarraba y abrazaron al asesino. Rodearon su cuerpo e inmovilizaron cada una de sus extremidades, encerrándole en una jaula de púas. En el caos hizo el asesino un corte superficial en el cuello del Coleccionista, que se apartó asustado sin soltar el hacha. La daga cayó finalmente de la mano ensangrentada de Ergon, y pronto sintió cómo las espinas se le clavaban en la garganta. Le dolía, y casi no pudo reprimir los gritos. Perla y Barramar se levantaron, asustados, sin saber reaccionar ante ese inesperado enfrentamiento. Alzaron las manos con las palmas tendidas y El Coleccionista miró hacia los dos amigos de Ergon. De pronto, Ikún golpeó el filo de su arma contra el suelo de madera.
-¡Zarza! - gritó de nuevo.
De los tablones despegaron gruesos arbustos que crecían incesantes por todas partes, zarzas repletas de espinas que rodearon a la joven rubia y al anciano sin que nada pudieran hacer para evitarlo. El bosque se había apoderado de la casa de Ikún, arbustos y rosas salían de todos lados, inmovilizando y encerrando en jaulas vegetales a los tres compañeros de Gryal. El Coleccionista, algo nervioso todavía, relajó su respiración y dejó el hacha en la mesa de cristal. Caminó en círculos hasta decidir qué hacer, mientras Ergon no dejaba de seguirlo en silencio con sus ojos blancos. Finalmente, Ikún agarró del suelo la daga de llan o y se sentó de nuevo para observar a sus prisioneros.
-Queridos... - empezó de nuevo el Coleccionista-. Vuestras probabilidades de hacer un buen negocio acaban de terminar.
-¡Ha sido Ergon! - gritaba Barramar, asustado y enojado. Perla miró disgustada al anciano, que arqueó las cejas pidiendo comprensión-. No me mires así, Perla, no quiero morir a manos de una planta. ¡Uh! ¡Escucha Ikún! ¡Nosotros dos no tenemos nada que ver con su demencia!
-No lo niego, pero tampoco puedo negar que comprendo sus intenciones - sentenció mirando la daga de brillantes que tenía entre las manos. En el filo había manchas de su propia sangre, y puso su diestra sobre la herida superficial que Ergon le había hecho en el cuello. Su guante de mallas se manchó de rojo, lo que incomodó a Ikún-. Ergon, el inmortal. Vuestro mero nombre me hacía estremecer, tan poderoso, tan invencible. Ergon el temible, el mejor asesino creado jamás.
-Nadie me ha creado.
-Sí, Ergon, sí que lo han hecho. Sois un arma mortífera, un raro espécimen. Y ahora con llan o muerto os habéis quedado sin dueño. ¿Para quién vais a matar ahora? ¿Quién será vuestro amo?
-¡Ergon no es de nadie! - gritó Perla, encerrada en su jaula de maleza.
-Silencio, Perla - dijo a su vez Ergon-. Deja que hable ahora que puede.
-Así me gusta... ¡amenazando incluso rodeado de zarzas! ¡Qué ejemplar! Podría ahorcaros a todos con estas lianas, por eso vuestros amigos están tan asustados. Pero vos, Ergon, vos no moriríais, ¿verdad?
-Atrévete a probarlo.
-Sabéis, lo supe al instante - siguió Ikún con petulancia, ignorando el desafío y acomodado en la gran butaca de piel. Miró orgulloso a sus prisioneros-. Supe que habíais matado a vuestro señor desde que vi esta daga en vuestra mano. Porque yo, querido, yo se la regalé a Ilario, y nunca se habría desprendido de ella. Os dejé entrar al bosque por una razón, Ergon. Y esa razón sois vos. ¡Os quiero a vos!
De pronto, algo llamó la atención de Ikún. Detuvo su discurso y se alzó de su asiento para acercarse al cuerpo inmovilizado de Ergon. Las espinas se clavaban en su piel blanquecina, rasgando una túnica negra y sucia. Una liana se había enrollado en el cuello. La sangre resbalaba sin cesar por la garganta del sicario.
-¿Por qué no paráis de sangrar? - preguntó El Coleccionista visiblemente desilusionado-. Vaya, algo va mal - miró con ojos de tasador las heridas que las zarzas producían, frunciendo el ceño al comprobar que el inmortal no parecía tal cosa-. En fin, quiero que sepáis que, a pesar de vuestros esfuerzos, no habría podido venderos las hierbas-. Se retiró, dando la espalda a Ergon-. No me quedan. - Mientes.
-No, no miento querido. ¿Por qué iba a hacerlo si no podéis hacerme nada? Debéis creerme cuando digo que nada me gustaría más que tener esas hierbas y dároslas para que siguierais siendo inmortal. Quiero que os quedéis y trabajéis para mí. Debéis conside rar que cuido mis posesiones con esmero - Ikún caminó alrededor del preso, apreciando con devoción su nueva pieza-. Que conste que entiendo vuestro desespero. Vuestro cuello no deja de sangrar, ya no os regeneráis, y eso significa que sois tan mortal como el resto y que los cortes, golpes y heridas os seguirán doliendo tanto como antes de la cura que os suministramos. De ahí esa urgencia para con las hierbas. Pensáis que quizá necesitáis más, más y más... pero la verdad es que está a punto de llegar el día en que ni con ellas sobreviviréis a una herida cualquiera. Un corte desafortunado, una lanza en el costado; son muchas las maneras de morir - el Coleccionista negó con la cabeza-. No sé cómo vos, precisamente vos, habéis sido tan irracional. Estoy seguro que sabíais que, cuando empezarais a amar, las hierbas que tomabais perderían sus propiedades... No os sirven ya, querido. Y ahora podéis morir en cualquier momento.
Ergon no respondió. Bajó la mirada. Lianas, hojas y pétalos de rosa cubrían los tablones de aquella vieja casa. Cerró los párpados y pensó en las hierbas, unas hojas que había que oler y mascar y que sólo hacían efecto en aquellos que estaban a punto de morir. Siempre creyó que él no sabía lo que era vivir, y ahora que lo descubría dejaba de ser inmortal. «¿Qué da a la gente razones para vivir? ¿Qué da fuerza y esperanza a una persona? ¿Qué, si no el amor, puede suplir a las hierbas?», se preguntó.
-¿Por qué no decís nada? - seguía el Coleccionista-. No os disgustéis, querido. No habéis dejado de ser especial. Sois ágil y rápido, y mucho más sensible que la mayoría. Tenéis los ojos de un gris tan claro que parecen blancos... ¿Cuánta gente creéis que tiene los ojos blancos? ¿Cuánto creéis que me darían a cambio de vuestros ojos? ¿O de vuestros servicios?
-¡Dejadlo en paz! - gritó Perla, que sentía suya la tortura a la que El Coleccionista estaba sometiendo a Ergon.
-Callaos, querida. Esto no va con vos - exclamó Ikún.
-¡Cállate tú! ¡Afeminado de pacotilla! - gritó Barramar, también conmocionado al descubrir la miseria del que había sido el sicario favorito de Ilario-. ¡No sabes nada de Ergon!
El asesino se emocionó al ver que sus amigos le defendían. Y pensó por primera vez en el significado pleno de esa palabra: amigos. Miró a Perla y vio en ella a la culpable de su situación. Sabía que había sido ella, solo ella, la culpable de ese amor. Luego rió sonoramente y alzó su voz.
-No serviré a nadie más, Ikún. ¡Yo no le huelo el culo a nadie! - los gritos de Ergon fascinaron y asustaron por igual a sus compañeros. Era la primera vez que le veían hablar con pasión desbocada-. Mátame si quieres. Haz lo que quieras, porque al fin lo he entendido.
-¿Qué has entendido, Ergon? ¿Que puedes morir?
-¡No! ¡He entendido por qué las hierbas no sanan a moribundos enamorados! ¡He entendido que no hay nada más vivo que el amor! ¡Que nunca muere un corazón que ama! ¡Aunque deje de latir!
La mujer de cabello rubio se quedó muda, sorprendida por la afirmación, al tiempo que Barramar abría de par en par su boca desdentada. Pero de pronto, un sonido de respiración interrumpida llamó la atención del Coleccionista. Se giró enseguida hacia la fuente del mismo y arrugó la frente cuando vio a Gryal en pie.
-Pe... Pero...
-¡Uh! Lo siento, Ikún, quizá nos hemos olvidado de algún detalle cuando hablamos de la maldición de Gryal - bromeó Barramar mirando con complicidad a Perla desde su celda de hoja y rama.
Ikún miró a Gryal. Cabello rizado que caía sobre unos ojos desafiantes; barba incipiente, cuello fuerte, cuerpo fornido abrigado por una oscura túnica y una cicatriz con forma de mano en su brazo derecho.
Gryal, por su parte, no tardó en atar cabos. Estaba en una casa extraña, llena de plantas y objetos raros; sus amigos, encerrados dentro de espesas zarzas afiladas y, ante él, un desconocido armado con la daga de Ergon le miraba con temor, sabiéndose descubierto. Analizó raudo el entorno y vio ante sí una butaca enorme y una mesa transparente sobre la que reposaba una antigua hacha afilada. Siguió su instinto guerrero y se movió a gran velocidad para hacerse con el arma. Ikún, vulnerable sin su preciada hacha, marchó también hacia ella. Se arrojaron ambos sobre la mesa de cristal, pero Gryal llegó antes que el anfitrión. Agarró el hacha y el Coleccionista golpeó con su cuerpo la superficie desnuda del mueble, que se partió en mil pedazos. Entre el crujir de los cristales Gryal se alejó, hacha en mano, al tiempo que Ikún se levantaba como podía, con la daga asida en su guante de metal.
-¿Qué diablos ocurre aquí? - preguntó Gryal.
-¡Tus amigos me atacaron! - respondió El Coleccionista.
-¡Este loco nos ha encerrado! - gritó Barramar.
Gryal miró la escena, pero de pronto sintió un punzante dolor en la palma de las manos. Del pomo del hacha había amanecido un enjambre de espinas que se clavaban como agujas en la piel desnuda. El dolor se intensificaba, sentía cómo el arma espinada desgarraba la carne de sus dedos.
-Duele, ¿verdad? - rió el Coleccionista mostrando uno de sus guantes-. A Zarza no le gusta que la agarren, querido.
-Tú, imbécil - advirtió Gryal-. ¡Suelta a mis amigos!
El Coleccionista avanzaba lentamente hacia él. Los fragmentos de cristal verde se clavaban en sus botas de piel de ciervo.
-No os apresuréis, querido - seguía diciendo sin dejar de avanzar-. Soy Ikún, El Coleccionista. Sé lo de vuestra maldición y tengo una cura preparada para vos.
-¡He dicho que los liberes! - repitió Gryal, haciendo caso omiso a la propuesta. Que sus amigos estuvieran encerrados era para él mensaje suficiente.
-No puedo liberarlos. No sin Zarza... y vos tenéis a Zarza. Así que... ¿os parece si hacemos un trato?
-¡Gryal, no escuches nada de lo que diga! - clamó Perla alzando su voz desde la celda.
-¡Ni caso! Como diría mi esposa: ¡es un vendeburras! - gritó Barramar.
Ergon miró a Gryal. Su cuello, todavía rodeado de espinas, seguía sangrando. Y en ese lance de dudas atacó desesperado El Coleccionista, blandiendo la daga de Ergon contra el capitán de la milicia. Gryal esquivó sin dificultad la acometida y balanceó con rabia y brío el hacha espinada en el aire, para golpear con su filo el cuello herido de Ikún. Un crujir duro y seco anunció la muerte. La cabeza del Coleccionista se despegó del cuerpo que antes coronaba y golpeó secamente una de las paredes de la habitación. Luego rodó por el viejo suelo de madera, tiñendo de rojo a su paso la vegetación que reinaba en la sala. Gryal soltó a Zarza, el hacha, de sus manos heridas, y miró el cadáver sin cabeza que había ante él. Era otro difunto al que ni siquiera había llegado a conocer y al que había matado sin pensar. Y así fue como Gryal mató al Coleccionista. El, que había logrado perdonarse y evitar muertes innecesarias en la Encrucijada del Bufón, volvería a cargar a sus espaldas con un muerto más.