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-Parece que la muralla de nuestra ciudad está deseosa por incorporar en su nido a nuestros nuevos vecinos...
Don Lorencio miraba por el amplio ventanal del comedor. Fuera, y a pesar del frío, un par de niños jugaban persiguiendo a una gallina con sendos bastones.
-Se está perdiendo el respeto por la raíz de Barcelona, Don Juan - la voz del capitán no declinaba su airoso afán de superioridad-. Supongo que estaréis de acuerdo conmigo en que custodiando los rabales y las periferias sólo incrementamos el número de feriantes, prostitutas y vagabundos en nuestros lares. Otra mala influencia para nuestros jóvenes.
Don Juan de Castilla se mantenía callado, atento, sentado en su hermosa silla. Ante él se mostraba inmensa una mesa oscura, con un cáliz de plata que irradiaba solemnidad. En ella, un par de humildes velas estaban apagadas junto a algunos libros de gran tamaño abiertos por alguna de sus incontables páginas. Esa mañana el sol dibujaba reflejos por toda la sala. Un tapiz casi tan alto como dos brazos de hombre decoraba una de las paredes. Se trataba, sin duda, de otro de los tesoros de aquel ostentoso comedor.
-Sé, Don Juan, que vos tampoco sois de aquí. ¿Y qué? Yo tampoco lo soy, pero somos ciudadanos. Tenemos un hogar, unos derechos y unas obligaciones. ¡Pagamos nuestros impuestos! - exclamó al tiempo que apartaba la mirada de la ventana y se acercaba a la mesa de su superior. Sus dedos, gruesos y mullidos como el resto de su cuerpo, acariciaron el primero de los libros y el general siguió su recorrido con una mirada penetrante-. Ciudadanos, Don Juan; ésa es la diferencia. Vuestra hija pronto necesitará desposarse y, por muy bien que haya sido educada, hecho que no pongo en duda, la ciudadanía es exclusiva de los varones... Bien lo sabéis, ¿verdad?
Ante la incertidumbre del general, Don Lorencio agarró con rudeza el libro y lo hojeó. Don Juan comenzó a sentirse incómodo viéndolo hurgar en sus preciadas pertenencias. Mas la incomodidad inicial pronto metamorfoseó su significado y pasó a contornearse en una onda cada vez más profunda de odio irracional.
-Hay cuatro estamentos - prosiguió el capitán-. Los ciudadanos honrados que representamos nuestras señorías, los mercaderes, artistas y menestrales son personas también bastante... respetables.
Don Juan se rizaba el bigote con frenesí, reprimiendo un instinto violento mientras su subordinado continuaba su tedioso discurso.
-Pero esa muchedumbre de marginados provenientes de la periferia ¡por la Santa Virgen! ¡Si casi no saben hablar! Esclavos, vagabundos, mendigos, ciegos, sordos, indigentes, leprosos... La administración municipal debería mantener cierto orden entre la gente en vez de esta tontería de prohibición... ¿cómo era? - Don Lorencio se rascó su pelo sudando a pesar del frío invernal que bañaba la sala por la cantidad de telas gruesas que lo cubrían-. ¡Ah sí! ¡La maldita ley del cerdo! Los vagabundos se orinan en las calles pero las familias honradas ya no pueden tener el cerdo fuera de casa, ¿podéis creerlo? ¿Quieren que matemos a los cerdos en nuestros lechos? Higiene dicen. ¡Ya! - concluyó golpeando el libro sobre la mesa.
Don Juan no pudo reprimirse más.
-¡Maldito Lorencio, hijo de gallinas! ¿Cuánto creéis que valen esos libros? - le increpó-. Ni cortando vuestro enorme cuerpo en pedazos pagaríais una sola de esas páginas, así que apartad vuestras gruesas manos de mi mesa, alejaos al menos hasta la puerta y hablad a vuestro superior con el respeto que merece.
Don Lorencio borró la sonrisa de su cara, pero desdeñó las órdenes del general.
-Donjuan, no vine a hablaros expresamente de indigentes o ciudadanos. En realidad se trata de Lorette - confesó al tiempo que tomaba asiento en otra de las sillas que rodeaban la mesa-. Tengo una propuesta que haceros.
-Don Lorencio, creo que padecéis quizá algún problema de comprensión o carecéis de orejas. Soy vuestro superior y os he dado claras instrucciones, unas normas simples de comportamiento - se expresó con gruesa voz el padre de Lorette.
-No podía creerlo cuando mi contacto me lo dijo, pero realmente es cierto... ¡Qué lejos vivís de la realidad que os rodea, Don Juan!
-Don Lorencio, ¡os exijo que no os enredéis en retóricas absurdas y me digáis de inmediato qué diantre estáis tramando!
-¡Vaya! Parece que el gran general Don Juan de Castilla, archiconocido por su orgullo y porte, temido por sus técnicas militares... ¡Sí! Parece... ¡parece que mis ojos ven a Don Juan fruncir el ceño!
El obeso capitán, reconfortado, sonrió de nuevo.
-¡Decid lo que hayáis venido a decir y largaos de aquí! - inquirió el de Castilla, a sabiendas de que su subordinado no albergaba buenas intenciones.
-Perdonad si os parezco directo, pero creo que vos no poseéis esta información que seguro, mi señor, sabréis valorar. Veréis, ese tal Gryal, capitán de la milicia de Barcelona, ese jovenzuelo que mandasteis sentenciar, evidentemente con mi ayuda, y que fue atacado por Zahameda en el Norte de Italia... ¿recordáis? Bien, pues parece que esa muerte puede costaros mucho más cara de lo previsto - hizo una pausa y volvió a acariciar uno de los libros de la mesa.
-¡Explicaos, Lorencio! - le ordenó.
-Yo no disponía de la información que ahora tengo cuando trazamos el plan; pero seamos sinceros, Don Juan, ese chico era una molestia para ambos. Demasiado popular... ¡un puñetero héroe mitificado! - tosió y prosiguió con su discurso con mayor intensidad-. Su fama y, sobre todo, su poder, aumentaban sin dilación. Había que acabar con él. Su juventud y estupidez facilitaron el engaño; Gryal ni siquiera se preguntó por qué debía viajar a Italia para llegar hasta Regensburg. Seguro que no sabe nada del caos en que está sumida esa región - Don Lorencio abrió de nuevo el libro, y lo hojeó sin mirarlo.
Don Juan se sentía agredido cada vez que el visitante tocaba siquiera la mesa.
-¡Dejad el libro, Don Lorencio!
-General, he de informaros que Gryal era el amante y prometido de vuestra querida hija, el único y verdadero amor de Lorette - bufó el capitán para a continuación esbozar una sonrisa maliciosa al ver el rostro transfigurado de Don Juan, que acababa de dejar caer todo el peso de su cuerpo y su conciencia sobre la silla.
Silencio.
El general era un hombre frío, ambicioso y obstinado; pero Lorette era el sol en su vida, su única debilidad desde la muerte de su esposa. Podía pasarse horas mirando las nubes y proyectando su futuro. Así, la enseñó a leer y escribir, a rezar, a negociar y a contar. Lorette era la única inversión y diversión del viejo castellano, de modo que las palabras del pérfido Don Lorencio habían caído como una losa sobre él. Se sentía hundido, avergonzado. ¡Había sentenciado al amor de su hija!
-Vaya, parece que esta información os ha cogido de sorpresa. La cabeza del joven debe estar decorando la nieve en el norte de Italia, quizá su sangre ya habrá pintado en el camino el nombre de vuestra hija. ¿Os imagináis?
Reía a grandes y desagradables carcajadas mientras Don Juan intentaba sobreponerse a lo ocurrido.
-Tranquilo, Don Juan, creo que podremos llegar a un acuerdo.
-¡Sois el mismísimo diablo, capitán! ¡Sabed que no voy a hacer ningún trato con vos, destripacorderos!
-Supongo que no desearéis que a oídos de Lorette llegue lo mucho que habéis disfrutado ordenando el asesinato de su amado. Sería un auténtico drama, ¿no creéis? Lorette, la hija de Don Juan sucumbiendo al dolor de saber que su enamorado ha sido enviado a la muerte por su propio padre... Sería muy cruel, ¿verdad?
Lorencio se levantó y colocó la silla, se acercó a Donjuan y se postró a sus espaldas. El general, tenso, erguido, se mordió los labios hasta hacerse un sangrante corte, y en sus ojos no tardó en aparecer el brillo de la rabia, del odio contenido. Entonces, el capitán acercó el veneno de su boca a la oreja del viejo soldado para susurrarle:
-Creo que vamos a llegar a un acuerdo, general. Lorette no sabrá nada si cada dos semanas recibo un estipendio acorde al precio de mi silencio. Espero, por vuestro bien y el de vuestra amada hija, que la imprudencia no se adueñe de vuestra razón.
Y dicho esto, con paso firme, avanzó hasta la puerta.
-Que tengáis un buen día, mi general.
Y desapareció por la gran puerta del comedor.
Don Juan, perdido entre sus taciturnos pensamientos, dejó caer al fin las lágrimas que tanto le había costado reprimir. «Cómo he sido capaz... Yo... Lorette...». La soledad y la tristeza se hicieron dueños del salón. Y pronto el aire pasó de frío a gélido, el futuro de oscuro a negro, y la tristeza se mudó en sorda y trágica desesperación. «Lo siento, hija, lo siento...»
II
-Buenos días, Marta - saludó Lorette, que llegaba apresurada, ocultando del frío su delicado rostro tras una capa gruesa de piel gris-. ¡Oh, vaya! ¡Que tengáis un buen día, Don Lorencio!
El hombre la miró desde la montura de un gran caballo ceniciento. Sonrió y apartó la mirada de la hija de Don Juan.
-Cuidad de vuestro padre, Lorette, creo que estará sometido a una gran presión en poco tiempo... - dijo.
La joven tenía las mejillas sonrojadas y una mirada fría. El invierno, recién llegado a Barcelona, sonreía por cada poro de su blanca y suave piel.
-Lo haré, Don Lorencio. Pero ¿acaso ha sucedido algo?
El viejo capitán no respondió y, sobre el trote elegante de su corcel, se alejó de los ojos de la joven hasta perderse por los recovecos de las callejuelas más próximas, mientras que Lorette se disponía a cruzar la puerta de su casa, no sin antes esbozar una sonrisa a los niños que aún jugaban en la calle. Una vez dentro, saludó de nuevo a Marta, su amable criada, con una sutil mirada de aprobación y amistad. Lentamente, se quitó la capa, desnudando su larga y ondulada cabellera. Una luz difusa y blanca penetraba por la entrada de su hogar mientras la doncella limpiaba el suelo con esmero. Su padre permanecía apoyado junto a la ventana, observando el blanco paisaje que les rodeaba. Su cara, arrugada y fría, era el vivo reflejo de preocupaciones pasadas, presentes y venideras. Inerte, inmerso en sus divagaciones más íntimas, no se percató de la presencia de su amada hija en la sala.
-¿Padre? ¿Se encuentra bien? - preguntó Lorette, resbalando sus manos tiernas y pequeñas sobre una pequeña mesilla junto a la entrada del comedor.
-La ley, Lorette - dijo el anciano caballero-. ¿Es tan importante la ley?
La pregunta no esperaba respuesta. La joven sabía que cuando su padre divagaba podía postergarse muy a pesar de las compañías.
-La ley. El orden. La disciplina. El honor. El poder - continuó-. Todo está relacionado. Fíjate, Don Lorencio llegó y se marchó a caballo.
-Padre, yo... - Lorette no entendía a qué se refería Don Juan. Parecía evidente que la visita del capitán había hecho mella en el pensamiento de su padre que, terco e inseguro, prosiguió con su retórica.
-Sin embargo, Lorette, la ley que defiendo, la que defiende Don Lorencio... Esa ley prohíbe explícitamente que se circule a caballo por la ciudad. ¡Pero él vino a caballo! Entonces, ¿quién pone las leyes? O, mejor dicho, ¿quién realmente las debe cumplir? ¿A quién benefician esas malditas e injustas leyes? - gritó golpeando el cristal.
-Padre, cálmese. Eso no importa, son tonterías. Siéntese - dijo con voz suave, acercándose a él.
-De veras crees que es una tontería, ¿no? - Don Juan sonrió y miró a su hija-. Un hombre llamado Gryal, apuesto y valiente, se ganó a su gente diciendo orgullosas tonterías como estas, Lorette.
Brillo en los ojos, un destello de sorpresa en los labios. Lorette apartó su mirada y la bañó la luz de la ventana. No devolvió la sonrisa a su padre, no respondió.
Gryal... Don Juan reconoció que las ácidas palabras de su capitán y sus terribles amenazas tenían fundamento; que, sin duda, a partir de ahora se convertiría en víctima del chantaje de Don Lorencio. Sin embargo, lo que realmente preocupaba al anciano era la reacción de su hija. Lorette temía que su padre descubriera en sus ojos el amor, la pena y la impotencia que sentía.
Amor, increíble en esencia, agónico en ausencia.
-Conocías a ese Gryal, ¿verdad?
-Sí, muchos le conocían. Dicen que desapareció en una misión secreta, y que quizá haya muerto. Otros creen que se fugó. Hay quien asegura que vive oculto en algún castillo o en una cueva. Tampoco eso es importante, padre - dijo la muchacha al tiempo que sus ojos brillaban.
-Nada se sabe de él, hija. Hace ya más de dos meses de su desaparición y todo hace pensar que murió.
Don Juan miró compasivo a su hija, la abrazó con fuerza, por instinto, y Lorette lloró como lo hacen las niñas, sin miedo, sin complejos, sin freno.
-¿Por qué me contáis todo esto, padre? ¿Por qué debería importarme? - preguntó entre sollozos.
-Pensé que querrías saberlo hija, nada más - enjugó paternal las lágrimas de su hija-. Ahora dime, ¿cómo fueron hoy las lecciones del maestro Guillem?
Lorette suspiró con ternura.
-Fueron bien, padre. El maestro nos reforzó la moral cristiana y repasó nuestra caligrafía - dijo, tímida, apartándose los rizos del rostro. Tenía los ojos irritados, y las mejillas húmedas.
-Tú y tu amiga Inés podéis consideraros afortunadas. Pocas mujeres tienen acceso a vuestra educación y pocos nobles a un maestro como Don Guillem - afirmó Don Juan-. Muy pronto, hijos de otras familias notorias de Barcelona estudiarán también en su casa. Portaos bien y ayudadles en todo lo que os pidan. Sois alumnas aventajadas, espero que se percaten de vuestro talento - Don Juan cerró los dos libros que estaban sobre su mesa y se sentó en su silla predilecta. El veterano general sonrió nuevamente, mirando a su hija.
-Lorette...
-Dígame, padre.
-Guarda estos libros en mi habitación. Luego trae papel y un tintero. Debo escribir.
-¿Puedo ayudarle en algo más, padre? - preguntó solícita con los ojos bañados en lágrimas.
-Sí, hija, sí. Descansa durante la tarde. No puedes permitirte el lujo de llorar por un difunto.
-Lo haré, padre - respondió con media sonrisa y, a continuación, arqueó con suavidad las puntas de los pies sobre sus talones para avanzar con los libros hacia la habitación del general. Luego, en soledad, dejó de sonreír. Y lloró. Lloró por su difunto.
Anocheció. La voz del veterano resonaba en la pequeña capilla.
-Padre Nuestro que estáis en el cielo, santificado sea vuestro nombre...
Donjuan oraba bajo un humilde altar. Era un habitáculo reciente, construido en el patio de su misma casa para poder rezar por su difunta esposa en soledad. Ya no sentía las rodillas, apoyadas sobre un suelo blanco y frío. Llevaba horas postrado, pidiendo perdón por sus pecados, agachando la cabeza una y otra vez, juntando sus viejas manos, apretando los nudillos con rabia y dolor.
-Perdonadme, Señor, perdonadme. Soy vuestro más humilde siervo - dijo en voz baja. Como respuesta, sólo un leve eco de sus palabras y un silencioso goteo en el exterior. La habitación no tenía ventanas, estaba iluminada por tres pequeñas y exiguas velas que Don Juan y Lorette habían dispuesto en aquel sagrado lugar.
Llamaron a la puerta. Eran golpes sordos, que denotaban familiaridad. Don Juan se levantó y se limpió las maltrechas rodillas. Abrió la puerta a desgana. Tenía frío. Lorette siempre dijo que era mala idea situar la capilla en medio del patio, pero su progenitor aducía que era mejor que las habitaciones relacionadas con la casa de Dios no se mezclaran directamente con la vida carnal de un pecador como él. Apareció Don Guillem, con cara de gran preocupación.
-Recibí la carta, Don Juan. Lorette me la dio y me advirtió que últimamente veía en vos una actitud preocupante, pero no entendí a qué se refería... - hizo una pausa-. Hasta que la leí.
Guillem llevaba un jubón negro y muchas pieles cubrían sus hombros. Era de complexión delgada, enfermizo, vulnerable al frío. Don Juan siempre pensó que un tipo de su calaña sólo podía entrenar su cerebro, ya que su cuerpo daría poco más de sí.
-Bien, os agradeceré que no discutáis mi decisión. Quiero que lo comuniquéis al resto de oficiales tan pronto como os sea posible - afirmó el general.
-¿Qué os pasa, Don Juan? ¿Seguro que esto es lo que deseáis? Vuestros logros son inmaculados, señor. Somos amigos, podéis contarme lo que sucede.
-Mi querido Guillem, es mi decisión. Dejo mi puesto; me retiro. Sólo pido que la respetéis y lo comuniquéis al resto. ¿Es tan complicada esa tarea?
Guillem bajó la mirada. El de Castilla estaba firme, se le veía dolido.
-Entendido, Don Juan. Sólo dadme la razón que os ha llevado a tomar tan incongruente decisión y me retiraré en paz.
-Quiero... quiero dedicarme a mi hija. Hacerla feliz. Éste es mi deber ahora. No espero que lo comprendáis, sólo que lo aceptéis.
Don Juan salió de la capilla. El agua resbaló por sus duras mejillas perfilando unos rasgos muy marcados y se acunó en el espeso y largo bigote que coronaba su barba gris. Cerró la puerta sin apagar la llama de las velas de una noche fría. De una noche triste.