1

El general Fortuna agarró al niño por el pescuezo para clavar en la tierna piel infantil sus manos enormes y fuertes hasta escuchar el esperado y pertinente grito de dolor. No permitiría que nadie más lo tomara por estúpido, y menos un cachorro adolescente como el que tenía entre las manos. Vació su rabia contenida en un gruñido brusco y duro y empujó contra el suelo al asustado crío.

El niño le miró con las palmas tendidas pidiendo clemencia. Los ojos del apuesto Antoni respiraban una furia controlada, una frialdad que intimidaba al pequeño. Finalmente, relajó su postura, bajó los brazos y respiró profundamente, buscando algo de calma en su interior.

-¿Hablarás? - le preguntó en un tono extrañamente suave y conciliador.

-Yo... yo no sé nada, señor. Ya... ya os lo he dicho... - respondió temblando, tartamudeando, aguantando las lágrimas con frágil orgullo.

-Mientes - espetó el general-. Y no me gustan los niños que mienten. ¿Sabes lo que le hago a los mentirosos?

-¡No os miento, mi señor! ¡Os lo juro por Dios! ¡No vi nada! ¡Debéis creerme!

Estaban en un callejón sin salida, oscuro, sucio y frío. Los hombres de Fortuna, que rodeaban al niño pobre y flaco al que el general interrogaba, se miraron con disimulado pavor. Todos ellos vestían la capa y el capirote negros que la milicia llevaba cuando querían pasar desapercibidos, o, como solía decir el capitán Esner, cuando pretendían realizar actos moralmente reprobables. Poco después, Antoni se acercó de nuevo al chiquillo y golpeó con la punta de las botas su barriga. La furia y la saña del general sorprendieron incluso a sus subordinados, que dieron un respingo casi al unísono y cruzaron nerviosamente sus pupilas. El dolor del golpe fue casi tan intenso como el miedo, y el pobre rapazuelo se orinó encima.

-¡Deja de mentir! Arnau te llamas, ¿verdad? ¡Sé que tú y tus sucios hermanos merodeáis por las noches por el mercado! ¡Que os vendéis al mejor postor! ¡Sé que sois como ratas hambrientas, dispuestas a comer manzanas podridas sobre charcos de barro! - Fortuna empezó a andar en círculos alrededor del niño, que yacía en el suelo arenisco ahogado en su miedo y llanto-. Sé que estabais aquí esa noche, tú y tu chusma... y que viste al maldito que me golpeó. ¡Tuviste que verlo!

-Yo... él... él era... era sólo una sombra - respondió entre sollozos, yaciendo asustado entre el barro sucio que había nacido de sus propios fluidos.

-Las sombras no dan golpes, niño - uno de los milicianos quiso interrumpir a su superior, pero sus compañeros le frenaron con la mirada, así que Fortuna deslizó el puño para darle otra lección al mocoso que tenía a sus pies-. ¿Te parezco yo una sombra? ¿Eh? ¿Recordarías mañana mi rostro? - Fortuna agarró con fuerza el mentón del pequeño, que no se atrevía a abrir los ojos. Estaba blanco y débil, totalmente desorientado. Los soldados intentaron como pudieron alejar sus miradas de la escena, avergonzados de la situación en la que se encontraban-. ¡Mírame! - ordenó el general de la milicia-. ¿Te acordarás de mí?

El niño abrió con miedo sus ojos rojos e irritados. Brillaban, relucientes, edulcorados por las lágrimas desatadas que el general le había provocado. Se miraron unos segundos, hasta que Fortuna lo soltó con desdén.

-Sí - dijo el niño, desde el suelo, en un suspiro que entrecruzaba alivio y miedo-. Os recordaré mi general... Nunca me olvidaré de vos.

-Eso espero, pequeño Arnau, porque desde hoy serás mis ojos en el mercado - la afirmación relajó un poco al niño. Parecía que Antoni había recuperado de nuevo la serenidad. Sin embargo, lo que no sabía el adolescente era que el carácter y la furia de Fortuna eran totalmente imprevisibles-, quiero que vuelvas a ver a la persona que me golpeó y me digas de inmediato dónde encontrarla. ¿Lo harás?

-Sí, sí, lo haré... ¡Os lo juro por Dios!

Fortuna lo miró largo y tendido. Repasó al flaco niño con el abismo analista, paranoico y desconfiado de sus ojos grises, y arrugó la frente con decepción.

-¿Sabes? No te creo - continuó secamente-. Me cuesta creer a los mentirosos. Así que me aseguraré de que no te olvidarás de mí, el general Antoni Fortuna, ni de lo que te he pedido - dicho esto, apartó el lateral de su capa y sacó del cinto un corto y afilado cuchillo. La luz de la luna se reflejó en el filo acerado del arma. Arnau era el mayor de tres hermanos, pero era sólo un adolescente. Comenzó a murmurar rezos y plegarias que su propio tartamudeo entrecortaba-. Dame la mano - le ordenó Fortuna.

El silencio de los milicianos fue un eco de su vergüenza. Ya ni osaban mirarse, ya ni osaban hablar. Apartaron la mirada, cerraron sus párpados, encogieron el corazón y dieron un paso hacia atrás. No le prestarían ayuda a Arnau, sabían cuál era su lugar.

-¡He dicho que me des la mano! - gritó el general, que finalmente tomó por la fuerza la pequeña extremidad-. Si tu mente se olvida de Antoni Fortuna, mi pequeño y mentiroso amigo, te bastará con mirarte disimuladamente la mano - acercó bruscamente al niño hacia sí-. Entonces, recordarás quién era aquél que te cortó los dedos que faltan... y qué pasa si alguna vez me fallas o vuelves a mentirme.

Se dejó fascinar por los ojos tristes y desesperados de Arnau. Si había un momento para sentir compasión era éste. Sostuvo la mirada, respiró profundamente y bajó con rapidez y violencia el filo del cuchillo. Las puntas de tres pequeños dedos rodaron por el suelo, pintando de oscuro la ya húmeda y mojada arena. El chorro de sangre bañó el rostro del general, que soltó de nuevo el brazo del muchacho y lavó el filo de su arma con la capa negra. Guardó el cuchillo, mientras el niño lloraba y gritaba desesperado, agarrándose la mano.

-Cuéntales a tus amigos y hermanos qué pasa cuando no se está a la altura de lo poco que os pide la milicia. Cuéntales qué ocurre cuando te olvidas de los rostros que debes recordar, y a quién han de temer, pequeño Arnau. Y si se te olvidan las palabras o te faltan adjetivos... enséñales la mano.

II

Esner reposaba relajado, sentado en el marco de la ventana preferida de Juan de Castilla, y miraba con falsa obsesión las formas de las nubes que cubrían el cielo otoñal. Estaba aburrido y sentía, como le era costumbre, la imperante necesidad de hacer, pensar o decir alguna cosa. Recordó melancólico el día en que conoció a Gryal. Por aquel entonces, el hoy desaparecido capitán era sólo un adolescente de trece años, un vagabundo pendenciero, habitual en la taberna del Espantall. El poeta lo encontró vomitando en una esquina, sangrando por la nariz tras haberse enfrentado a cualquier otro miserable. Su mente viajó a ese momento, de forma casi inconsciente.

-Niño, no deberías beber de esa manera, y menos a tu edad.

-Cállate, viejo, hueles a vino y sudor - le había respondido un borracho Gryal, con descaro. El joven descarriado lo había mirado directo a los ojos sin una pizca de miedo. Tenía, ya por aquel entonces, unos ojos grandes y castaños, formidables, brillantes y valientes.

Esner no tardó en encariñarse de Gryal. Día tras día, se encontraba con él en el Espantall y con el tiempo se hicieron socios y amigos. Gryal fue el primer niño que espió a los demás por él, el primero al que consiguió comida y el único al que alistó en la milicia.

-Allí podrás liberar tu rabia, Gryal. Buscan a gente como tú, valiente y decidida. Y te darán de comer - le había dicho.

-En la milicia son todos unos comeculos, a mí no me gusta recibir órdenes - había respondido el chico.

-Haz como yo y ya verás cómo, con el tiempo, las órdenes las darás tú. Bastará con hacer bien las cosas y ganarte a la gente.

Y Gryal se ganó a la gente. Creció en carisma, en poder y humanidad. Esner dibujó una sonrisa. Echaba de menos a Gryal. Se enfureció al compararlo con Fortuna o Lorencio. ¿Qué debía querer Lorencio? ¿Estaba Fortuna relacionado con la carta que habían recibido? ¿Qué intenciones tenía? Luego, tras un prolongado suspiro, agarró la pequeña bota de vino tinto que siempre llevaba y vació unas gotas sobre sus labios secos. La barba, canosa y desaliñada, se le mojó en el intento, y paseó la lengua por esa mata velluda para no desperdiciar el sabor del pequeño trago, pues el buen vino, nacido en las secas tierras del Priorat, merecía el esfuerzo de ser degustado. Sólo bebía del suyo, un vino que compraba en el Espantall a un pre cio pactado. Al terminar, levantó de nuevo su mirada y en sus ojos volvió a reflejarse un cielo entumecido de nubes negras.

Se preguntó cómo nacieron las primeras nubes, dónde empezaba y terminaba el cielo, y si la lluvia había nacido antes o después de que lo hicieran los ríos y los mares. «Todos encuentran la respuesta en Dios Nuestro Señor», se dijo, «pero la voz de Dios sigue sin responder a mis preguntas».

-¿Seguís aquí, amigo mío? - preguntó a su espalda la grave voz de Juan de Castilla.

-Sí - respondió el Capitán Poeta-. Pero no consigo sacar nada en claro...

-¿Habláis de la carta del capitán Don Lorencio, verdad?

-Sí, más o menos... Don Juan, no comprendo las intenciones del seboso - Esner volvió su rostro hacia Juan de Castilla-. ¿Por qué quiere reunirse con vos? ¿Por qué pasado mañana? ¿Por qué al mediodía? Son demasiadas cuestiones.

-¿Y qué me aconsejáis?

-Que no vayáis, general - respondió tajante al tiempo que el anciano de Castilla dejaba caer el peso de su cuerpo sobre su sillón-. No sin responder a todas las preguntas que podáis haceros. Puede ser una trampa.

El anciano paseó la punta de los dedos por el mentón, y musitó:

-Ya no soy vuestro general, Esner, y tranquilizaos; yo me hice preguntas idénticas a las que habéis formulado - miró al poeta y sonrió-. El día y el lugar de la reunión me importan poco o nada, pueden haber sido escogidos al azar; en lo que realmente se centra mi interés es en descubrir cuál es la razón de tal encuentro.

-No me rendiré en mi intento de haceros desechar la idea de reuniros. Además, todas las preguntas importan - aseveró-. Todas. Nada es al azar; el azar no os ha enviado esa carta ni ha escrito con su puño las letras que leímos.

-No os preocupéis, Esner, se trata del capitán Lorencio, acaba de ser derrotado, hundido, tengo los huevos de ese cerdo bajo el filo de mi espada - su voz sonaba henchida de seguridad-. Me basta con decir las palabras adecuadas para llenar de mierda su vida en un santiamén. Definitivamente, Esner, Lorencio no me preocupa.

-Traidores son los débiles - le advirtió el capitán tullido-. Lorencio ya terminó con Guillem en su momento. No lo olvidéis.

-Lo recuerdo, amigo, lo recuerdo.

El Capitán Poeta se alzó con dificultad y se acercó cojeando al anciano, no sin antes ajustar la ventana. El frío otoñal se había filtrado por ella hasta calar los huesos de ambos.

-Dejad por lo menos que os acompañe...

-No - respondió tajante Castilla-. La carta dice que debo ir solo, y solo iré. Soy prudente, no cobarde, capitán. Vos y yo nos reuniremos a las once, una hora antes de la reunión. Tomaremos nuestro vino de siempre, me daréis los mejores de vuestros sabios consejos, y luego, iré al encuentro de Don Lorencio.

Esner sonrió. Se estaba encariñando de ese viejo gruñón que antaño había sido su general.

-Ya veremos, ya veremos... - dijo aplazando la discusión para un futuro momento-. ¿Qué creéis que pretende?

-Qué sé yo, quizá quiera hacer su primer pago, o quizá me proponga unir fuerzas contra Fortuna; parece que está abusando descaradamente de su poder. Dicen que ha vuelto a permitir a los milicianos pasear por Barcelona sobre sus monturas, que se ha tomado la justicia por su cuenta varias veces, que pide impuestos extraordinarios al clero y a las familias más nobles de la ciudad... Pero lo peor no es todo lo que pide, sino lo que por intimidación, violencia o talante consigue.

Esner recordó el primer día que comprobó el exceso de ambición de Fortuna. Era de noche. Una noche en la que perdió tres dedos y en la que murió el maestro Guillem. La noche en la que el mundo dio por muerto al Capitán Poeta.

-No me gusta ese joven - dijo tras ese recuerdo.

-A mí tampoco.

-Al menos a vos no intentó mataros.

-Que intente mataros cuanto y cuando quiera, los artistas viven para siempre, nunca mueren - respondió Castilla, a sabiendas de lo mucho que le gustaba a Esner que le consideraran un artista.

-Hoy, para siempre dura sólo unos días, Juan. La gente olvida fácilmente y los artistas se duelen mucho. A mí, por ejemplo, me duelen todos los huesos-. Y miró de nuevo hacia la ventana, maldiciendo las nubes y el tiempo-. Se avecina tormenta.

-Pues espero que ni los rayos ni la lluvia impidan que las palomas del Pajarero alcancen mi hogar.

-Llegará pronto alguna, general. Quizá hoy, quizá mañana, quizá pasado... - le dijo con optimismo el poeta.

-Más les vale no tardar demasiado - respondió sin mirarle el veterano de Castilla-. Me estoy haciendo viejo.

-Viejo ya lo erais, amigo mío - añadió sonriendo-. Pero, ciertamente, los días fríos e insípidos se me hacen largos.

-Los días de otoño no son largos, Esner, sólo son fríos - sostuvo el anciano.

-Pero siguen siendo insípidos.

-Al menos eso, querido Capitán Poeta, tiene arreglo -y ordenó a Liz con la mirada que le trajera una de sus mejores botellas de vino, al tiempo que Esner bebía las últimas gotas de su bota.

111

Lorette permanecía encerrada en la habitación, oteando desde el silencio de su mirada las oscuras nubes que vestían el cielo. Sus ojos, enrojecidos por el llanto, se adivinaban sin brillo entre un pelo castaño, enredado y seco, cual matojo de zarzas. Se sentía atrapada por el miedo, la apatía y la rabia, saturada por la duda y el desconcierto. Aborrecía su falta de energía, su falta de fe.

La búsqueda de Ariano había sido, quizá, su primer o más evidente acto de iniciativa propia, un desesperado pero honesto intento de llevar por sí misma las riendas de su vida. Sin embargo pudo comprobar, para su desdicha, que cuando las cosas se le torcían siempre necesitaba ser salvada, guiada. Se odiaba a sí misma por su incapacidad. Se sentía frágil y pequeña, como una inexperta e inocente niña, anclada en sueños de princesa, en los recuerdos de un pasado mejor. Un breve contacto con la realidad devolvía su mente de cristal a la evidencia de su debilidad, cual autoritario y cruel bofetón moral. Se preguntaba hasta qué punto no había provocado ella todos sus males, dónde empezaba su responsabilidad para con Gryal... y para con Fortuna. ¿Había provocado ella su osadía?

Todavía temblaba al recordar ese momento. Sentía su corazón afligido y deshonrado por el contacto de las manos de Fortuna, sus músculos se tensaban y agitaban nerviosamente cuando su mente rememoraba, cual eco funesto, el intento de violación perpetrado por Antoni. Le asustaba la idea de encontrárselo de nuevo, de verlo, de ser tocada por él. Odiaba recordar su voz. No deseaba salir de la cama, ni de casa. Tenía miedo del mundo, pero sobre todo, de que los fantasmas de ese mundo fueran siempre más fuertes que ella, de ser derrotada día tras día hasta desfallecer y perderse en la niebla de la confusión y la soledad. Necesitaba algo a lo que agarrarse, una esperanza, un sueño, pero uno que pudiera hacerse realidad.

El abrigo de sus mantas le era insuficiente, e imploró a la Virgen y al destino, al viento y a los ángeles, a la tormenta y al tiempo. Pidió tener la fuerza suficiente para saber de Gryal, que siguiera vivo, sano y salvo, que volviera para abrazarla, para protegerla; vivir de una vez y para siempre, el resto de su vida, junto a Gryal... o morir sin él.

IV

Liz bajó con rapidez cada uno de los peldaños de madera con sus pies descalzos, a base de sucesivos y lánguidos saltos. Apoyaba la punta en cada zancada, equilibrando con agilidad su grácil movimiento, hasta llegar a la planta baja de la casa de su amo. Una vez allí, encontró abierta la puerta de la cuadra, donde reposaba el bello caballo blanco de la señora Lorette. Entró, sus enormes ojos resiguieron la estancia detectando en su análisis la situación del grano, la paja y las riendas, hasta cruzarse con el viejo portón de madera que, en el suelo, también entreabierto, cubría la entrada al sótano.

El señor Juan estaba orgulloso de ese sótano. Lo utilizaba de bodega y despensa, y en él guardaba suficientes provisiones para pasar el invierno sin necesidad de salir de casa. Liz cogió, usando un taburete, una de las protegidas y elevadas velas de la cuadra, y se dirigió con ella a la oscuridad del sótano. Bajó con prudencia los crujientes peldaños de madera mientras los aromas de la sal y las especias inundaban su olfato. Finalmente llegó a la pequeña estancia y buscó con la mirada las grandes botas de vino y las botellas que solía preparar. Vio las tres botas dispuestas en hilera a su derecha. La madera estaba ya vieja y húmeda, y a Liz le encantaba su textura y olor. Sin embargo, echó en falta las botellas que siempre había junto a ellas. Recordaba perfectamente haberlas dejado ahí, como siempre, pero hoy, por despiste o por cualquier otra razón, no estaban listas. Se preguntó dónde diantre las había dejado, qué habría variado en su rutina, y sintió acelerar su nervioso corazón.

-¿Qué buscas, pequeña? - la interrumpió una voz conocida desde arriba. Alzó la mirada y allí estaba Mitra, el joven mozo que se encargaba de la cuadra de Don Juan. Nunca se había llevado bien con él, tampoco mal; simplemente se toleraban con indiferencia.

-Nada - dijo ella con orgullo, analizando de nuevo con disimulada ansiedad cada rincón de la despensa.

-¿Seguro? - insistió él mirándola con marcada petulancia-. Porque juraría que lo único que ahí falta es el vino, Liz.

El tono burlón y prepotente de Mitra irritó a la pequeña, que intentó no mirarle y se limitó a inspirar profundamente para evitar decirle a ese estúpido joven cualquiera de los insultos que había aprendido de su hermano.

-He pensado que quizá, cuando tu orgullo se canse y me prestes atención, te diré dónde te dejaste el vino.

-Dímelo ya - espetó ella-. Por favor.

-Así me gusta, que conserves los modales - sonrió. Mitra era un chico de pelo cobrizo, cara pecosa, piel blanquecina y delgadas extremidades. Sus movimientos eran gráciles y delicados, pero viriles. «Quizá sea guapo cuando sea tan grande como mi hermano», se dijo Liz-. Ven, despistada, te mostraré el vino.

Liz siguió a Mitra hasta la entrada de la cuadra con los brazos cruzados y los morros juntos. El joven se movía con soltura, dejaba claro saber dónde estaba cada cosa. Ambos tenían, como Marta, acceso a toda la casa de Juan de Castilla, y sólo les estaba vetada la entrada a la capilla o, en ausencia de sus ocupantes, a las habitaciones.

-Ahí las tienes - le indicó señalando a las botellas, dispuestas ordenadamente junto a la puerta-, ahora presta atención. Tienes que ser más ordenada... Veamos, la botella de la izquierda del todo será la que servirás hoy, ¿te parece? Y la de su derecha, la que le servirás mañana; la siguiente, la de pasado mañana. ¿Entiendes?

-Sí - dijo ella, secamente.

-No te puedes equivocar con estas cosas - le advirtió Mitra con forzada seriedad-. El vino debe estar siempre a su temperatura, llevar sólo el tiempo adecuado en la botella y respirar lo justo. Don Juan apreciará que lo hagas bien.

Y acarició paternal la cabeza de Liz, avergonzada por no haber prestado atención a esos detalles, por haberse dejado las botellas en cualquier lugar y haberse olvidado.

-No pasa nada, pequeña. Vamos, llévale la botella a Donjuan, yo no voy a decirle nada -y la miró sonriendo, con sus enormes ojos, brillantes y llenos de picardía-. Tu despiste será nuestro secreto.

 
La maldición de Gryal
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