1
La pequeña Liz da Horta lloraba desconsolada en la escalera, secando sus lágrimas con las anchas mangas de su precioso vestido amarillo. No lograba detener un llanto desinhibido y roto que despertaba de forma intermitente cada vez que pensaba en lo que sin querer había hecho.
-¿Liz? - dijo la suave voz de Lorette, a su espalda-. Liz, ¿qué sucede?
Bajó los peldaños con sus pies descalzos. La hermana de Ariano miró asustada a su señora, con unos lastimosos ojos, grandes, brillantes y tristes. No supo responder, y musitó un suspiro con voz hueca y temblorosa. La hija de Juan de Castilla se sentó junto a ella y secó con sus largos y finos dedos una lágrimas que no cesaban de resbalar.
-Vamos, pequeña, ya está... - siguió, acariciando con dulzura la nuca de la tierna sirvienta. Liz respondió al cariño tumbando la cabeza sobre la falda de su señora.
-Lo siento mucho, Lorette - dijo al fin, entre sollozos, la pequeña.
-¿Qué es lo que sientes?
-¡Todo! - gritó tartamudeando.
Lorette no entendía qué pasaba por la frágil mente de la pequeña Liz, pero prefirió no interrumpir ese triste y lastimoso llanto infantil.
El tiempo pasó, y Lorette sentía cómo se congelaba la planta de sus pies, desnudos y asentados en el helado suelo. Finalmente, cuando los sollozos de la muchacha terminaron, decidió tomar la iniciativa. Tenía una pregunta que hacer a la pequeña sirvienta y no quería demorar más sus decisiones.
-Tengo que preguntarte algo, Liz.
-¡Yo no sabía lo del vino, Lorette! ¡Te lo prometo! ¡Te lo juro por mi hermano! - clamó al instante, sin aguardar siquiera a que la joven Castilla formulara su pregunta.
-¿Vino? - siguió Lorette-. Lo que voy a preguntarte no tiene nada que ver con vino, pero sí con tu hermano.
-¡No es culpa de mi hermano! ¡Mi hermano tampoco sabía que el vino mataría a vuestro padre!
-Un momento. Cálmate - otra vez el vino, otra vez se había mostrado Liz a la defensiva-. ¿Qué es lo que pasa con el vino?
-¡El vino mató al Señor Juan! ¡Mitra me tendió la trampa!
¡Os lo juro! ¡Juro que no sabía nada!
-¿El vino mató a mi padre? - Lorette no daba crédito a lo que Liz decía. Veneno, el veneno había terminado con la vida de su padre-. ¿De dónde has sacado eso? ¿Quién te ha metido esas tonterías en la cabeza?
-He sido yo - cortó la conversación una voz oscura y ronca. Las dos chicas miraron al adulto a contraluz. Silueta de hombre encapuchado, apoyado y encorvado sobre un largo bastón y vestido con una enorme túnica gris, casi hasta los pies. Liz volvió a recuperar el llanto que tanto había
tardado en controlar y Lorette se alzó, corajuda y ofendida.
-¡¿Quién sois y qué hacéis aquí?!
-No gritéis, Lorette. Mi nombre es Esner, aunque la mayoría me conoce como Capitán Poeta. Fui un fiel aliado de vuestro difunto padre, y soy y seré eterno amigo de vuestro prometido Gryal - Lorette abrió los ojos como platos al escuchar el nombre de su enamorado en boca de ese magullado y peculiar capitán retirado-. Liz me ha dejado entrar y lo ha hecho por una buena razón, pues he venido a ayudaros.
-Don Esner... - respondió la de Castilla, al tiempo que Liz rompía de nuevo en un escandaloso llanto-. Yo... Siento haberos hablado así, pero ya no me fío de nadie.
-Hacéis bien - respondió el poeta, al tiempo que avanzaba cojeando, a pequeños pasos, hacia las escaleras.
El viento, suave y helado, se colaba en un tenue zumbar por la puerta entreabierta de la entrada. Esner la cerró tras de sí y acercó el rostro a una de las velas que adornaba la sala. Su cara, barbuda y dañada, quedó dibujada por la tenue y amarillenta luz.
-¿Es cierto lo que ha dicho Liz? - preguntó la hija de Juan de
Castilla-. ¿Murió mi padre envenenado?
-Mucho me temo que sí.
-¿Quién? Es decir, ¿quién puso el veneno en el vino de mi padre?
-Por lo que he hablado con vuestra sirvienta, antes de que bajarais a consolarla, ha sido cosa de un mozo llamado Mitra, el encargado del establo - Esner tomó asiento en el taburete que había junto a la enorme puerta de la entrada. Le costaba respirar y le dolía todo el cuerpo. Era consciente de que se había precipitado abandonando antes de tiempo el nido de Ariano da Horta, pero sabía que sus enemigos lo estarían buscando con ahínco, así que cuanto antes hablara con la hija de Juan, mejor-. Fortuna debe haber contratado a vuestro mozo.
-¿Fortuna? ¿El general Antoni Fortuna?
-Sí, Doña Lorette, eso parece. Es una larga historia... - el poeta no encontraba la forma de hablar con la huérfana de la muerte de Donjuan, y buscaba constantemente la palabra más suave para cada comentario-. Vuestro padre ha cosechado un gran número de enemigos durante todos estos años...
-Gracias, Don Esner, pero podéis ahorraros el mal rato. Conozco la historia - la voz de Lorette, como su mirada, era fría y endurecida, curtida por el dolor. Sus ojos, antaño brillantes y expresivos, carecían hoy de luz y fuerza-. He leído todos los libros y notas de mi padre. Sé todo lo relevante que debo saber sobre él, sobre vos y sobre vuestros enemigos.
El poeta arqueó las cejas, sorprendido de la iniciativa y el tesón que estaba demostrando la hija de Juan de Castilla. Dibujó sin querer una leve sonrisa, al pensar lo orgulloso que estaría el padre de Lorette de ver lo madura y fuerte que se estaba mostrando ante la adversidad.
-Entonces, sabréis por qué ha muerto vuestro padre - dijo al fin.
Esner intentó recuperar el aire derrochado en sus palabras, al tiempo que Lorette pensaba en cientos de posibles respuestas. La soberbia, la magnanimidad, la imprudencia, el exceso de con fianza... había muchas razones que podían explicar la cruel muerte de su progenitor, pero una le gustaba más que el resto.
-Mi padre ha muerto por defender el amor que siento por
Gryal.
Y el poeta sonrió, mostrando sus dientes gastados y abriendo sus simpáticos ojos de color marrón verdoso.
-Ciertamente, los sentimientos de una hija son una bella razón para morir. Pero no hay amor completo sin reunir a los amantes, ¿no creéis? - Liz y Lorette asintieron al unísono con la cabezaNecesitamos que nada sea en vano, Lorette. Hay que encontrar vivo a Gryal.
-Gryal sigue vivo - respondió la joven, con autoridad-. Recibí la carta de Harold, al que vos y mi padre conocíais como El Pajarero.
-Vaya... - el poeta se sorprendió del favorable ritmo que había tomado la conversación con la hija de su difunto amigo-. Estaré encantado de leer esa carta y las notas de Don Juan si aceptáis mi humilde ayuda y dejáis que me quede un tiempo aquí. Es la segunda vez que Fortuna está a punto de matarme, sólo que en esta ocasión es imposible que me haya dado por muerto.
-Está bien, quedaos si queréis. Pero no podréis salir de esta casa, y debéis alejaros de las ventanas hasta que solicite vuestra ayuda.
-Parece que tengáis algo pensado.
-Tengo un plan.
-¿Un plan? - Esner no supo si reír o llorar. Pensó que, quizá, la hija de Juan de Castilla podía cometer los mismos errores que había cometido su padre-. Cuidaos de la soberbia, proceded con sigilo y no subestiméis nunca la inteligencia de vuestros enemigos.
-Ya sé qué quiere mi enemigo, Don Esner. Y el caso es que yo, a diferencia de vos, soy imprescindible para él.
-Touché - sentenció el poeta-. Desde luego, Lorette, sois una digna hija de Juan de Castilla. Ybien, ¿en qué consiste vuestro plan?
-Mmm... - murmuró la bella joven, al tiempo que negaba con la cabeza. Se acercó un poco más al poeta, al tiempo que adecentaba su negro vestido-. Primero debo ir al muelle, y luego tengo que encontrar a Ariano da Horta, el hermano de Liz. Os explicaré el resto cuando todo esté encaminado. He analizado vuestras acciones en las notas de mi padre y parece que no sabéis alejaros de asuntos que os son ajenos y peligrosos. Así que, de momento, cuanto menos sepáis al respecto, mejor; no quiero que sintáis la necesidad de moveros de aquí.
-Está bien. Os prometo que seré un buen enfermo, Lorette - sonrió el poeta al tiempo que se levantaba con dificultad del pequeño taburete. Agarró su pequeña bota de vino, dispuesto a tomar un largo trago. Liz lo miró, y Esner no tardó en guiñarle el ojo con complicidad-. Por ahora, disfrutad de mi primera aportación como aliado, joven Lorette... porque yo sé dónde está Ariano.
II
El cadáver del pequeño Mitra había barnizado del rojo de la sangre el arenisco suelo sobre el que reposaba. Sus cuencas estaban vacías, pues cuervos, perros y ratas ya habían disfrutado de ese inesperado y olvidado festín con cara de niño.
Había sido degollado sin previo aviso en un callejón de la periferia de Barcelona. Allí había llegado exultante el mozo de Juan de Castilla, dispuesto a recibir el estipendio que Antoni Fortuna le había prometido.
Don Juan había bebido el vino envenenado, su tarea estaba hecha; había cumplido a la perfección las órdenes del general de la milicia. Pero Mitra no encontró bolsas de oro ni felicitaciones en ese callejón. No habría palmadas en la espalda por el trabajo bien hecho.
El capitán Lorencio le había esperado toda la mañana, apoyado en una esquina húmeda y fría, abrigado bajo una larga y negra capa, con la cara oculta tras un oscuro y pequeño capirote. Tenía bien claras las órdenes que le había dado el general, y las ejecutó con precisión cuando llegó el infante.
-¿Se ha bebido el vino? - había preguntado Lorencio.
-Sí, se lo ha bebido todo, sobre las once de la mañana -
había respondido con orgullo el joven Mitra.
-¿Te has asegurado de que bebiera de la botella envenenada?
-Sí, me he asegurado.
Esas fueron las últimas palabras de Mitra, ese joven e inocente traidor, que vio incrédulo cómo la espada del capitán Lorencio dibujaba un arco en el aire para abrir una brecha roja y caliente en su tierno cuello de niño. No salieron más palabras de esa boca infantil, sólo sangre que bañaba de muerte unos labios abiertos y temblorosos. El seboso capitán miró con lástima al pequeño que moría a sus pies, para marcharse minutos después con la cabeza gacha y lágrimas de impotencia perlando unos ojos que no podían limpiar de sus retinas el rostro de la muerte.
Y abandonado entre el polvo y el viento del invierno, adornado por mordiscos y picaduras de pájaro, el cuerpo de Mitra se pudrió en el olvido de un frío y oscuro callejón sin salida. Ese fue el fin lastimoso de un traidor, que sólo resultaba útil si permanecía para siempre en el eterno silencio al que llamamos muerte.
111
Ariano estaba bebiendo un largo trago de vino cuando alguien llamó a la puerta. El ritmo y fuerza con que sonaron cada uno de los golpes le ayudó a imaginar que no se trataba de ninguno de sus protegidos. Esperó en silencio y alerta, sentado aún en la delgada silla de madera que ocupaba. Aguzó el oído y paseó sus escurridizos ojos por las ventanas cerradas de la sala. Intentó recordar apresuradamente quién podía saber su paradero. Arnau y sus hermanos, el viejo Marcus Ibori y el Capitán Poeta Esner. La lista era corta y esperó que el desconocido que llamaba a su puerta fuese uno de ellos.
«Toc, toc, toc», el suave repicar se reiteró, y Ariano decidió alzarse y agarrar su daga con sigilo. Le costaba mantenerse firme sobre el suelo, mareado y desequilibrado por el exceso de alcohol. Recuperó la compostura, se concentró en caminar y avanzó hacia la puerta. Asomó su ojo diestro por un pequeño agujero que le servía de mirilla, para luego apartar sorprendido el rostro. Volvió a repetir el acercamiento y abrió con fuerza los párpados. La silueta del recién llegado era pequeña y delgada, vestía un largo vestido negro con capucha del que salían unas delicadas, femeninas y largas manos. Llevaba un pequeño saco marrón, lleno y cargado, que se balanceaba en su brazo derecho.
-¿Lorette? - se preguntó a sí mismo al ver el rostro de ella bañado en luz de luna.
Abrió con rapidez, las juntas chirriaron. El bribón agarró la tierna mano izquierda de la muchacha y tiró de ella con fuerza para hacerla entrar. Cerró la puerta con rapidez cuando Lorette ya se encontraba en el interior del hogar de jabalí, y la miró, molesto.
-¿Os han seguido? - preguntó Ariano en un suspiro.
-No, no lo creo...
-¿Venís sola?
-Sí, vengo sola - respondió incomodada por el recelo del espía-. ¿Se puede saber qué sucede?
-¡Shhht! - murmuró el ladrón, al tiempo que reposaba su dedo índice sobre los carnosos labios de Lorette, invitándola a callar. Escuchó con atención y relajó su postura al convencerse de que nadie más merodeaba cerca de su casa.
Se quedaron en silencio, casi a oscuras, hasta que Ariano le indicó que podían seguir con la conversación apartando de su boca ese dedo inquisidor. Lorette suspiró, al tiempo que el ladrón dejaba la daga sobre la mesa. Permaneció un rato callada, observando al hermano de Liz. Vio en sus ojos una vivaz inteligencia, adornada por unas largas pestañas negras y una fina y elegante perilla morena en la punta de su barbilla.
-¿Qué hacéis aquí? - preguntó un todavía sorprendido
Ariano.
Estaban los dos en la entrada, iluminados por la solitaria vela que Ariano siempre mantenía encendida y con la austera compañía de los objetos de tortura que colgaban de las paredes.
-Soy Lorette de Castilla, y vengo a hablar con vos.
-Ya sé quién sois, pequeña - dijo él en tono burlón-. Pero... ¿acaso sabéis vos quién soy yo?
-Sois Ariano da Horta, hermano de mi sirvienta Liz, a su vez protegida de mi difunto padre. Habéis estado colaborando con mi padre y con Don Esner, el Capitán Poeta, para hundir al capitán Lorencio y al general Fortuna, y para encontrar vivo al capitán Gryal.
Lorette había respondido de carrerilla a la pregunta del locuaz Ariano da Horta, y eso hizo sonreír al bribón, que decidió evitar que la conversación tomara derroteros que la muchacha pudiera tener previstos.
-Así que la tierna princesa ha dejado de dormir con muñecas para despertar de su letargo y jugar al arte de la guerra como hacía su papá.
-No os burléis de mí, Don Ariano.
-No osaría - el espía analizó a su interlocutora. Era bella, mucho más bella de lo que parecía cuando la observaba desde la distancia-. ¿A qué habéis venido?
Lorette quería meditar cada una de sus palabras, pero Ariano lograba ponerla nerviosa. No se parecía en nada a su pequeña y transparente hermana. Se miraron detenidamente y sonrió de nuevo el ladrón, al tiempo que sentaba su trasero sobre la gran mesa que regentaba la sala. Ella perló sus ojos suplicantes y dejó escapar la voz.
-Necesito vuestra ayuda.
-No - la detuvo él-. Lo siento, princesa, pero he llegado a la conclusión de que mis probabilidades de supervivencia aumentan notablemente cuando me alejo de vuestros asuntos.
-Pero... vos jurasteis lealtad a mi padre.
-No, muchacha. Yo no juré ni debo lealtad a nadie.
-¡Hicisteis un trato! - gritó enojada.
-Pues el trato murió cuando murió vuestro padre.
Lorette se mordió el labio, con rabia, y decidió acercarse un poco a Ariano. No apartó sus ojos castaños del tramposo ladrón, quiso llegar a su alma y que él sintiera en su interior la enorme necesidad de la joven huérfana.
-Tenéis que ayudarme, Ariano - le habló con voz aterciopelada y dulce, casi en un susurro. Sabía cómo tratar a los hombres y quiso mostrar su desamparo, parecer vulnerable y femenina-. Sois un profesional, ¿verdad? Las notas de mi padre hablan muy bien de vos. En ellas se dice que servisteis fielmente a mi familia.
-Basta - espetó Ariano, inclinando su cuerpo hacia delante para acercar sus labios a la oreja de la muchacha-. Largaos, Lorette - le dijo suave y al oído. Olía a vino y a frutas, y la joven dama se cercioró de que Ariano también sabía cómo tratar a las mujeres-. No soy un subordinado de vuestro padre ni un miliciano cualquiera. Mis días al servicio de vuestra familia han terminado.
-Pero...
-Pero nada - Ariano clavó sus ojos, rodeados de negra ceniza, sobre las enormes pupilas de la bella Lorette. La luz de la vela se reflejaba como un pequeño punto brillante sobre la cristalina mirada de ella-. Cumplí de sobra con lo que se me pidió y pagué un precio demasiado alto.
-Pero yo estoy siguiendo con la labor de mi padre. ¡Estoy cuidando de vuestra hermana! ¡Cuidando de Liz! - consiguió decir. Posó cada uno de sus brazos sobre la mesa, uno a cada lado del rodeado ladrón-. Es muy buena chica, se lo merece todo, ¿no creéis? ¿No vale ella un poco más de vuestro esfuerzo?
-No intentéis manipularme, princesa, estáis perdiendo el tiempo - Ariano sopló su voz contra el cercano rostro de la hija de Don Juan de Castilla. Paseó dos dedos por su suave cuello para luego apartarla de sí con esos mismos dedos-. Además, dudo que vos, siempre tan sensible y compasiva, dejéis de cuidar de mi hermana sólo porque yo no acceda a ayudaros.
-¡Sois ruin! - gritó enojada, al ver que Ariano estaba lejos de aceptar su propuesta. Lo miró con rabia, al tiempo que se sintió interesada por saber de él. ¿Qué lograría agitar a una persona tan interesada? Negó airadamente con la cabeza y lanzó otro grito cargado de resentimiento-. ¡Maldito seáis, Ariano! ¡Sois un miserable egoísta! ¡No os movéis por nada que no sea vos mismo!
-Duras palabras viniendo de alguien tan tierno - murmuró el espía. Parecía que la situación le divertía, y miró con ojos dulces a la ofendida muchacha-. No os sienta bien chillar. Además, ¿nunca os habéis preguntado quién evitó que Antoni Fortuna mancillara vuestro bonito cuerpo?
-Fuisteis vos?
-Yo mismo - dijo con orgullo. Apartó de otro pequeño empujón a Lorette y se levantó de la mesa. La miró, firme-. Y esa, Lorette, es una razón más para que os alejéis de mí. No quiero más problemas con el capitán Coleta y su milicia.
-Pero vos me salvasteis porque quisisteis, y habéis salvado y cuidado a Don Esner sin que nadie os lo pidiera. ¿Es que todo eso no puede meteros en problemas?
-Puede, claro que puede. Por eso me gustaría que entendierais de una vez que ya tengo suficientes asuntos de los que encargarme.
Sin embargo, muy a pesar de sus palabras, Ariano da Horta empezaba a dudar de todo. Siempre había sentido lástima por esa atractiva mujer, la enamorada del desaparecido Gryal Ibori. Había sufrido por ella cuando Fortuna estuvo cerca de seducirla y, con el paso de los días, se convirtió en un testigo más del día a día de la muchacha. Conocía sus gustos, miedos y manías. Sabía a dónde iba cuando estaba feliz, qué hacía cuando se sentía triste y cuáles eran sus rincones favoritos de Barcelona. Apartó la mirada de ella. No quería ayudar a nadie más.
-Os lo suplico, Ariano da Horta - seguía su dulce voz-. Estoy muy sola, mi padre ha muerto y Gryal sigue desaparecido. Os nece sito... - se puso de rodillas a sus pies, suplicante. Eso incomodó al ladrón, que no supo cómo reaccionar-. Yo... ¿qué puedo hacer para que me ayudéis? ¿Cuál es vuestro precio?
Y Ariano la miró de nuevo. Era bellísima. Rasgos delicados, piel blanquecina, ojos grandes y relucientes que parecían brillar en esa casi absoluta oscuridad. Enarbolaba una larga y rizada cabellera, que bañaba la colgante capucha que caía sobre su espalda. Sintió en ese mismo instante una mezcla casi perfecta de deseo y devoción; y entendió enseguida lo que Fortuna y Gryal sintieron por ella.
-No necesito ni dinero, ni nada, Lorette. Dejadlo, no pienso ayudaros.
-Por favor, ¡haré lo que pidáis!
Al escuchar esas palabras, un cruel deseo amaneció en Ariano. El morbo y el atractivo de la dominación. Placer por placer, siempre había sido esa su tendencia. Divertirse, consumar sus deseos, conseguir aquello que le hiciera pasar un buen momento.
-¿De veras? ¿Haréis lo que yo os pida? -y Ariano dibujó en su cara una sonrisa picarona. Un pequeño hoyuelo se abrió a cada lado de su boca-. ¿Sea lo que sea?
-Sea lo que sea.
-Está bien... -y acarició tímidamente, con la punta de sus dedos, los cabellos rizados de la mujer-. Desnudaos.
-¿Habláis en serio? - dijo incrédula y ofendida la muchacha.
-Por supuesto, no miento cuando estoy a solas con una mujer. Desnudaos. ¿Acaso tenéis algo mejor que ofrecerme, princesa?
YLorette se alzó de un salto. Apartó de su pelo los dedos del ladrón y lo miró con rabia e impotencia. Quizá bastaba con eso. Mostrar su cuerpo desnudo a cambio de la lealtad del bribón. Parecía sencillo, pero no lo era. Era humillante.
-¡Sois un cerdo!
-Suelen decirme esas cosas...
-Qué diferente sois de vuestra hermana, desde luego.
-No he dicho que habléis, he dicho que os desnudéis.
Pequeñas lágrimas de rabia nacieron de sus ojos castaños y resbalaron por su cuerpo hasta morir sobre el vestido negro que vestía. No sabía qué más decir, no esperaba tener que ofrecer su cuerpo para conseguir sus objetivos y pensó que su padre nunca había tenido que hacer algo así. El tenía verdadero poder, él tenía autoridad y, lo que era más determinante en este caso, era un hombre. Miró con rabia al hermano mayor de Liz.
-Qué pequeña y sutil barrera os separa de ser otro Fortuna cualquiera... - espetó la hija de Juan de Castilla.
Soltó el pequeño saco que llevaba. Desabrochó la capucha que colgaba de su espalda hasta que cayó a sus pies. Luego, lentamente, fue desatando cada uno de los nudos que cerraban el cuello de su vestido. Su cara, fría y seria, estaba siendo bañada por el constante lagrimar de su orgullo mancillado. El vestido alcanzó el suelo y, bajo él, un camisón blanco y unas largas calzas cubrían su piel helada. El ladrón la miraba sin disfrutar, a sabiendas de lo cruel que estaba siendo. Pensó en las últimas palabras que le había dicho Lorette y se preguntó si no estaba rompiendo esa pequeña y sutil barrera.
-Oh, está bien, deteneos - dijo al fin el arrepentido espía. Se acercó a la mujer y levantó del suelo el vestido de que se había desnudado para cubrir con él su bello cuerpo-... Dejadlo, voy a ayudaros.
-¿A qué debo este cambio?
YAriano la miró con ojos compasivos. No pudo evitar pensar que era la mujer más bella que había visto jamás. Se estremeció y apartó la mirada.
-No sois mi tipo... supongo. Además, no merecéis pagar en carne mi desidia.
-Entonces, ¿vais ayudarme? - preguntó incrédula Lorette.
-Depende. Primero aceptaréis mis condiciones.
-¿Cuáles son esas condiciones? - dijo la temerosa voz de la muchacha, sufriendo al contemplar la posibilidad de que Ariano estuviera pensando en algo parecido a lo que acababa de pedirle.
-Quiero que mandéis a los tres pequeños que viven conmigo a casa de Harold Jansens, El Pajarero. Tiene un montón de ellos y nadie va a notar la diferencia. Esner sabe de qué mozos os hablo. Además, quiero que os aseguréis de que esta casa que hoy habito sea mía cuando cumpla con el cometido que me tenéis preparado... Y también quiero, como debíais suponer, que sigáis cuidando de mi hermana por mí. ¿Trato hecho?
-Trato hecho - respondió sin pensar y apresuradamente la hija de Juan de Castilla. Cualquier condición le parecía mejor que desnudarse.
-Bien, ahora sólo tendréis que decirme en qué consiste mi ayuda, princesa.
Ariano sonrió, y Lorette le devolvió la sonrisa al tiempo que se adecentaba de nuevo el largo vestido negro.
-Quiero que vayáis al Pueblo Rojo.
-Claro. Hasta el fin del mundo si queréis - rió el ladrónVamos, Lorette, ¿habláis en serio?
-Por supuesto. No miento cuando estoy a solas con un hombre.
A Ariano le sorprendió la memoria de la mujer. Había usado la misma frase que él le había susurrado cuando le pidió que se desnudara. Luego, tras recapacitar, pensó en lo descabellado de la idea.
-No estoy bromeando, princesa.
-Yo tampoco.
-Al Pueblo Rojo... - no terminaba de creer lo que la huérfana le pedía. El Pueblo Rojo era el poblado pagano y bárbaro en el que vivía la bruja que debía haber terminado con Gryal-. Vaya, supongo que esto forma parte de un complejo y rebuscado plan al estilo del difunto Castilla, ¿me equivoco?
-No os equivocáis - Lorette había vuelto a colocarse la capucha. Secó las pocas lágrimas que quedaban en su rostro-. Escuchad con atención, Ariano: esta misma noche tenéis una cita con Juan Lampán, capitán de la galera Serenata. Ya le he dicho que debe contar con un nuevo peregrino a bordo de su barco. El peregrino se llamará Don Hortensio.
-Don Hortensio... - musitó Ariano da Horta-. Muy original.
-Sí, ese será vuestro nombre, por si algún miliciano se interesa por vos. Vestid como un peregrino ávido de aventuras, lo dejo avuestro criterio. Afeitaos la perilla, os sentará bien y ayudará a que no os reconozcan. Quitaos también la ceniza de los párpados, parece que traméis algo - a Ariano no le gustó la idea de deshacerse de su pequeña barba y de la ceniza-. Os encontraréis con Lampán de aquí a un par de horas, en la taberna Charraca, no sé si la conocéis. Está en el muelle de Barcelona, cerca del Vell Espantall.
-¿Por qué no en el Espantall? - preguntó. Echaba en falta las mantas de seda y el vino que servían en la taberna de Silvestre.
-Creí que erais uno de los hombres más buscados de Barcelona.
-Premio.
-Escuchadme - siguió Lorette. Hablaba con una autoridad y firmeza dignas de su padre-. Mañana zarpará La Serenata hasta Génova.
-¿Mañana? ¿Génova?
-Sí, mañana, a Génova. Allí os encontraréis con un inglés llamado James Jameson, en la taberna Bella Notte. No tengo ni idea de cómo es, ni de qué idioma habla, tendréis que apañaros. James le era leal a mi padre, no a Lorencio, así que decid que venís de parte de su hija - Ariano asintió, algo desorientado-. Él conoce el camino y os llevará en carro al Pueblo Rojo para que os reunáis con la bruja Zahameda, habléis con ella y descubráis de una vez por todas qué ha pasado con Gryal.
-So caballo... - bromeó el ladrón-. Necesito un poco de tiempo para poder asimilar la información.
-No temáis - Lorette descolgó el saco y se lo dio al espía-. Os he traído un saco con monedas de oro para afrontar el viaje y un papel con las instrucciones de la misión.
-Gracias por el oro, pero podéis ahorraros el cuento del papel. No sé leer.
-Entonces espero que hayáis prestado atención.
Ariano agarró el saco y lo sopesó. Pesaba, así que habría bastante oro en él. Pensó en lo mucho que le sonreía la fortuna cuando se trataba de dinero.
-Tengo dos horas antes de la reunión con el marino, ¿no es así? - preguntó él, y Lorette afirmó con suavidad, a la espera de que Ariano terminara su frase-. Supongo, entonces, que podemos aprovecharlas de algún modo...
-¿Qué insinuáis? - respondió irritada.
-Que podríais desnudaros... o repetirme el plan.
-Lo haré - Ariano enarcó las cejas y Lorette matizó sus palabras-. Es decir, os repetiré el plan.
-Gracias - el ladrón se acercó a ella, sonriente, y clavó sus ojos oscuros de nuevo en la mirada inocente y honesta de la joven Lorette-. Habéis venido preparada, princesa, y con una cita de hombres concertada entre un ladrón y un marinero. Decidme, con sinceridad, ¿acaso dabais por sentada mi colaboración?
-Por supuesto. Vuestra hermana os conoce mejor que nadie, y me dijo, por casualidad, que me ayudaríais.
-¿Liz? ¿Y os dijo, también por casualidad, por qué debería ayudaros?
-Sí, lo dijo -y Lorette acercó sus labios de terciopelo al pabellón de la oreja del avispado y astuto ladrón, para susurrarle la respuesta con intencionada levedad-. Vuestra hermana os quiere mucho, habla de vos con orgullo, y sin dudar dijo que me ayudaríais... porque sois todo corazón.