Luz. Calor. Gryal cerró sus ojos, bañados por la luz. Estaba tumbado en la playa; sentía la cálida, fina y suave arena mezclarse con sus rizos. Desorientado, se levantó. Casi desnudo, vestía solamente unas finas y húmedas calzas blancas. Descalzo, anduvo por la arena bañando sus pies en agua salada, rozando sus dedos con gotas de agua marina. Las olas del mar mordían con asombrosa calma pequeños rincones de tierra, dejando su rastro blanco sobre la arena, firmando su recorrido con su sello salino transparente. Un aire fresco y puro bañó su nariz y relajó sus sentidos mientras el sol acariciaba, caliente, cada sendero de su cuerpo. Miró al horizonte, y vio el azul del mar fundirse con el cielo, allí donde termina lo conocido. Un par de gaviotas volaron cerca de él y se postraron, ruidosamente, sobre un mar tranquilo y poderoso. La costa parecía no tener final, y no había rocas que rompieran la calma marina. Luego, a lo lejos, montada sobre un inmenso caballo blanco, apareció Lorette. Corría, al trote, sin detenerse. Sus rizos castaños y poderosos ondeaban surcando el viento con fuerza. No se detuvo, avanzaba hacia él. Estaba desnuda sobre el lomo del caballo y sus ojos eran fríos, distantes. Habían perdido el brillo.
-¡Lorette! - gritó Gryal.
La chica no retrocedió, siguió sobre el caballo a gran velocidad. Las patas del animal golpeaban el agua y gotas frías saltaban a sus lados. Pasó junto a él, sin detenerse, sin mirarlo, como un rayo blanco, desnudo y despechado. Gryal sintió su olor, su perfume, se vació en un suspiro, y la perdió de pronto. Se giró, dispuesto a seguirla con la mirada.
Nada. Nadie. Sólo agua, cielo, sal y arena. Un leve perfume... y un grito en la distancia.
Vuelve, Lorette... Vuelve o espérame...
El sonido de una puerta metálica lo despertó. Seguía en su celda. Su cabello estaba corto. Intranquilo, miró los barrotes que custodiaban la pequeña ventana de su jaula. Muchos lobos aullaban cerca, con rabia y orgullo. La luna observaba, agitada. Nunca se iría, incluso las noches sin luna Gryal sabía que ella estaba allí, bajo el manto oscuro del cielo. Otra pesadilla. Cada día soñaba con Lorette y despertaba vacío, de noche, bajo la humedad de su sucia y pétrea celda.
-Vaya, vaya... - dijo Sanitier, observando al chico-. Os pillamos despierto, ¿eh?, ojos de lobo - junto al afrancesado había un hombre alto, grueso y bien vestido. Presumía de un bigote grande y encorvado sobre un rostro de profunda amargura y dureza. Sin duda era Ilario, el amo de la fortaleza y el causante de todos sus males.
Gryal no respondió, pero miró amenazante a ambos. Sanitier sonrió ante su osadía, pero llan o tan sólo miraba, con curiosidad, la nueva pieza de su galería de prisioneros.
-Parece que vuestra amiga blanca, amante de la luna, ha enviado a sus lobos a por vos - dijo Sanitier, afrancesando todas las palabras-. Vaya, vaya... La diosa de la noche no sabe que los lobos no abren puertas y que mueren fácilmente bajo las puntas de nuestras flechas.
-¡Basta, Sanitier! - ordenó llan o con serio semblante-. Prosigamos con los experimentos. Quiero que continuéis haciéndole pruebas, quizá su maldición sea, por fin, sanable - su voz era aguda y femenina, contrastando con su apariencia masculina y poderosa. Gryal tuvo que aguantar la risa, y escuchó con atención las palabras del lugarteniente.
-Mil perdones, mi señor - murmuró Sanitier-. ¡Guardias! ¡Abrid la celda y cogedlo! - dijo dirigiendo su mirada a los soldados que solía haber al final del pasillo.
-¿Qué vais a hacer conmigo? - preguntó Gryal, tensando su musculatura. Decidió observar y pensar, como siempre hacía.
-Lo de siempre, Gryal... Pruebas. Vamos a probar las hierbas contigo. Será un poco doloroso, y quizá hagamos algunas cosillas con vuestra sangre. Quién sabe...
-¿Y pensáis hacerlo muchas noches? - inquirió con asombrosa tranquilidad. Tenía que esperar, provocar, hasta la próxima vez.
-Las que vos resistáis - respondió llan o sin dejar que Sanitier musitara ni una palabra. Esa voz de mujer que tenía el hombre lo hacía parecer, a oídos de Gryal, ridículo.
-Perfecto. Cuando queráis - dijo Gryal, alzándose. Otro lobo aulló a lo lejos y estremeció el vello de los brazos de Sanitier, que seguía sin entender por qué el catalán estaba tan tranquilo.
Los dos guardias se acercaron a la puerta de la celda con presteza mientras Gryal seguía fijando su mirada, quieta e imponente, sobre los ojos de Sanitier. Este, acobardado, retrocedió un paso y se aproximó temeroso a Ilario. «Lo tengo asustado», pensó el catalán. «Vamos a provocarlos, hay que saber de qué manera actúan, cuánto les importo y hasta dónde están dispuestos a llegar». La puerta de la celda se abrió, chirriante, estrepitosa, y Gryal avanzó hacia los dos guardias aparentemente pacífico. «Son toscos, lentos», se dijo, «no se parecen en nada a Ergon». Seguidamente, sus pies se impulsaron con vigor, bailaron sobre el pétreo suelo de la celda y saltó sobre los sorprendidos centinelas, empujando y apartando sus cuerpos. Alzó el brazo como pudo, entre la resistencia de los soldados, mirando con odio y rabia a aquel maldito francés de ojos pequeños que le había cortado el pelo. Bajó el puño y golpeó a uno de los guardias en el cuello, un golpe blando pero certero. Tras el impacto, el guardia se desequilibró y Gryal pudo dar otro paso más.
Llegó al pasillo entre antorchas y guardias, como un lobo furioso. Impetuoso y osado, Gryal se abalanzó entonces contra Sanitier y lanzó con todas sus fuerzas un derechazo sobre el rostro del francés. La nariz de su captor sangró abundantemente después de romperse con un quebradizo sonido; cayó de modo ruidoso al suelo y sus ojos lloraron de dolor. Sanitier se apartó como pudo de su atacante, arrastrándose por el empedrado del pasillo, mientras los guardias inmovilizaban con dificultades al joven rebelde. «Con un arma hubiera acabado con él», pensó, «pero ahora debo ver dónde me llevan».
Sanitier le miró desde el suelo, horriblemente asustado, sin parpadear.
-Nunca te atrevas a aguantarme la mirada, Sanitier, ¡la próxima vez te mataré! - gritó Gryal, eufórico.
Ilario, con calma, se acercó al prisionero. Mantuvo la compostura, sin dejarse intimidar por la actitud desafiante del joven, e inquisitivo, sentenció la orden.
-Haced callar a este insensato. Tenemos trabajo que hacer - la voz, despojada de toda masculinidad, hizo sonreír a Gryal, que rompió a carcajadas ante la perplejidad del noble.
Los guardias le sujetaron con firmeza y él forcejeó, pero un golpe duro y seco le borró la sonrisa. Le dolía la cabeza, el mundo se tornó oscuro y cayó, inconsciente, sobre el frío suelo del pasillo. Lo arrastraron entre las celdas, aún tensos y nerviosos por el osado intento de agresión. llan o lo miraba desconfiado. Sanitier prefirió mantener la distancia.
-Este tipo está loco, llan o - dijo al fin el francés, tartamudeando-. Quería matarnos, ¿podéis creerlo? ¡Será animal! ¡Con las manos desnudas me ha roto la nariz!
-No está rota, pero eso da igual; vuestra nariz es un precio que podemos asumir si del joven sacamos una cura para mi puñetera maldición. Sanitier, creo que Gryal será el bueno, creo que Sí, él será el adecuado.
La luz de las antorchas contorneaba el rostro de Gryal, que seguía marcando una extraña sonrisa.
-¿Creéis que la luna se preocupa de verdad por él? Es decir, ninguna nube cubre la luna hoy, y hay más de una veintena de lobos rondando este lugar. ¿Qué más será capaz de hacer la luna por recuperar a Gryal?
-No lo sé, Sanitier, pero poco importa. Estamos en una fortaleza rodeada de soldados que cobran más oro por su vigilancia que la puta de vuestra madre por hacerme un buen favor.
-Hmm... vaya. Pero algo no marcha del todo bien. Incluso Ergon se nos ha insubordinado - dijo dubitativo y confuso el francés.
-Ergon ya está recibiendo su castigo - Ilario detuvo sus palabras, tras mirar la puerta de la celda a la que se dirigían-. No temáis por nada Sanitier. Ninguna criatura de la noche puede entrar en este lugar.
-¿Y salir?
No hubo respuesta, habían llegado a la sala de castigo. Gryal recuperó el sentido. Estaba atado de manos y pies, con el cuerpo tumbado sobre una mesa fuerte y gruesa de roble antiguo. Dos antorchas iluminaban a ambos lados la estancia, que tenía unas pequeñas ventanas de hierro forjado en su parte superior. Era fría y estaba decorada con un gran surtido de elementos puntiagudos que Gryal no pudo, tan siquiera, reconocer.
Miró a su alrededor mientras se resentía aún del golpe recibido. Junto a él estaban llan o y Sanitier, en pie, observándolo atenta mente. No detuvo en ellos su vista y siguió recogiendo información. Cerca, una respiración dura y entrecortada captó su atención. Giró como pudo la cabeza. Allí, un hombre de pelo largo y oscuro, con barba de días, dormía junto a él, atado sobre una mesa de madera. Tenía la cara manchada de sangre seca y el pecho descubierto, asimismo ensangrentado. Sus ojos estaban cerrados y sus puños también se tensaban amargamente. Abrió los ojos, blancos, reflejando la luz amarilla de las antorchas. Era Ergon.
-Vaya, vaya; parece que las hierbas que regeneran a Ergon tampoco funcionan con él - dijo Sanitier, disgustado-. Creo que, ciertamente, solo funcionan con aquellos que están muy cerca de la muerte. Habrá que probar otra cosa...
Ergon cerró de nuevo los ojos, girando lentamente su rostro taciturno y sucio. Gryal calló, esperando, intentaba ser paciente, escuchando todo lo que estaba sucediendo.
-Sacadle algo de sangre y probad lo que os dé la gana. Yo sólo quiero resultados. Pronto - ordenó llan o con una voz aguda que quiso sonar fuerte e imponente.
-Fijaos bien, mi señor Ilario, el joven tiene las muñecas llenas de cicatrices; es algo de lo que me percaté el otro día, mientras lo lavábamos - dijo Sanitier, sin prestar atención a los ojos casi despiertos de Gryal-. Alguien le introdujo una barrera mental. Este chico ha estado sometido a mucha presión.
-¿Qué es una barrera mental?
Gryal decidió cerrar disimuladamente sus ojos y seguir escuchando.
-Una barrera mental es un hechizo de vacío. Consiste en llenar el cerebro de paredes en la conciencia que le impiden a uno alcanzar sus recuerdos. Quienquiera que sea el que haya perpetrado esto sabía lo que hacía; una mala ejecución y Gryal habría muerto.
Sanitier se desplazó alrededor del cuerpo del catalán, desnudando sus brazos y mirando atento cada una de las cicatrices.
-Entonces, ¿Gryal no recuerda nada? - murmuró Ilario, acariciando su bigote.
-Quizá ahora sí; quién sabe. Un paso en falso, un mal nombre, un buen aliciente y las barreras se romperían. Hay que ser muy prudente con la gente así. ¿Quién le hizo esto?
-¿Cómo queréis que lo sepa? Preguntadle a él. Seguiremos el debate después, Sanitier, tengo trabajo que hacer.
llan o se marchó de la celda, apresurado, cerrando tras de sí con un estruendo la robusta puerta de madera recubierta de plomo pulido. Gryal, impaciente, abrió entonces los ojos y clavó la mirada en Sanitier, que dio un pequeño salto al verle.
-Cachorro, dejad de mirarme así. Todo el mundo tiene un trabajo; yo tengo una familia a la que alimentar. ¡No es nada personal!
Gryal no respondió, siguió mirando inquisitivo a Sanitier. Éste empezó a sentirse asustado, irritado por los ojos intensos de Gryal.
-¿Quién os hizo esos cortes en brazos y muñecas? ¿Cuánto hace que tenéis estas cicatrices? ¿Recordáis algo? - Sanitier a penas descansaba entre sus preguntas; insistiendo con su tono interrogativo y conciso.
-No os importa, no hace mucho y sí, lo recuerdo todo - respondió Gryal. Sanitier tuvo que esforzarse para recordar de nuevo sus propias preguntas y luego, contento, sonrió.
-Vaya, vaya ¿Sabéis? Me caéis bastante bien, ojos de lobo. Sois honesto y transparente. Me sabe particularmente mal jugar con vuestro cuerpo, pero podéis resultar útil a mi señor. No, no, aún nada ha funcionado, tampoco las hierbas de Ergon Aunque para él todo es distinto
-¿Qué diablos queréis decir, majadero?
-Pues eso mismo, que no os preocupéis. En su caso ya ni las necesita, como podéis ver, aunque no deje de comerlas. ¿Me entendéis?
-Ni una palabra.
-Da igual, no importa... Vaya, vaya... Voy en busca de los cuencos, ¡no os mováis de aquí!
«Diablos, como si pudiera marcharme muy lejos atado de manos y pies, imbécil», pensó. Con una leve mirada, Sanitier captó las sensaciones de un Gryal transparente en emociones, y se marchó, cerrando cuidadosamente la puerta de la sala.
Un pequeño silencio se apoderó del ambiente, bajo un aire húmedo y oscuro.
-Cuando Sanitier vuelva, seguramente te hará sentir dolor de nuevo - dijo una voz grave y masculina junto a él-. No grites. Los gritos le gustan a Ilario. Tampoco te rebeles, o se divertirán bajando tu orgullo a patadas.
Ergon lo miraba con sus ojos blancos y tristes. La sangre seca se quebraba alrededor de ellos cuando abría y cerraba los párpados.
-¿Me hablas a mí, Ergon? No sé si me sorprende más escucharte o verte atado y encerrado en esta sala.
Ergon respiró profundamente pero no respondió. Pasaron unos segundos, que para Gryal fueron horas, y cuando el silencio se le hizo totalmente inaguantable, lo quebró nuevamente:
-¿Por qué no me respondes? ¿Me hablas a mí o no?
-No hay que responder lo evidente. No hay nadie más en la sala.
Ergon volvió a callar, y Gryal comenzaba a enfurecerse. ¿No era capaz aquel tipo de mantener ninguna conversación?
-Ergon ¿qué haces aquí? Quiero decir... Te han herido, ¿no es cierto?
-Cada noche estoy en esta misma sala, para que llan o me clave en las tripas su daga, para que golpee mi rostro con rabia o para que escupa en mis ojos. Pero esta vez no estoy aquí por eso.
-Eso es imposible Si cada noche te apuñalaran, morirías.
-No puedo morir, Gryal.
-Eso también es imposible. Diablos, ¡nadie conoce la muerte y vive para contarlo!
-Duermes durante el día en el calabozo, cerca de un viejo que conoce su suerte, de una mujer que conoce su destino; ¿te sorprende que alguien conozca la muerte? Joven, no puedo morir definitivamente, pero el dolor no es un secreto para mí. Yo cambiaría ahora mismo el no poder morir por tu vida, y por conocer el amor como tú.
-¿El amor? Sí, el amor es agradable, pero hay que estar cerca de lo amado para que ese sentimiento ayude en algo. Sin la persona que amas se vuelve veneno, odio y dolor.
De alguna forma, Gryal recordó el rostro de su amada Lorette. Su perfume, sus besos. Cada día la echaba más en falta, con mayor intensidad. Cada noche la amaba con más fuerza.
-Lo sé - dijo Ergon.
-Jú? ¿Lo sabes? Tú, que matas y capturas. ¡Qué sabrás tú, Ergon! ¿Acaso estás enamorado? - preguntó Gryal con resentimiento. Parecía que aquella cara pálida, de pelo negro y ojos blancos, opaca, fuera capaz de algún sentimiento. Ergon no era seco y duro; no despertaba compasión. Pero de alguna forma, Gryal sabía que sufría. Por algo. Por alguien.
-No, no estoy enamorado.
-¿Entonces?
-Sé lo que se siente cuando amas. Lo sé por ti, por Lorette y sus cartas.
-¿Qué cartas?
-Las que ella te escribió.
Aquel nombre otra vez. Lorette. Aquella mujer. Aquellas cartas perfumadas, de letra redonda y palabras de amor. Aquel papel húmedo e íntimo que había leído tantas veces mientras viajaba en carro. Aquellas promesas de espera. Las anhelaba, quería volver a leerlas y el deseo y la melancolía hicieron mella en él.
-¡¿Sabes dónde están las cartas, Ergon?! ¿Las leíste? - el joven de rizado cabello sonreía, ya nada importaba tanto, ya nada importaba nada, podría resistir treinta torturas más y cuantas hicieran falta con tal de ver otra vez las cartas de su amada.
-Sí, lo sé, y las leí. Te las daré. Ahora estoy contigo, Gryal, por eso estoy aquí. Por eso me castigan, por negarme a matar a tu amigo.
-¿Qué amigo?
-El loco que te sigue, el chico del fuego.
-¿¡Wrack!? - murmuró para sí Gryal. Nada bueno podía esperar de un encuentro con él, pero tampoco quiso dar mucha credibilidad a las palabras de Ergon.
-Sí, Wrack. Eso ahora no importa. Duerme un rato, Gryal.
-Duérmete tú, maldita sea. ¡Ésa es mucha información como para echarme a dormir!
-Yo no deseo dormir. Mucho he matado y tengo pesadillas.
-Estupendo...
De alguna forma, Perla había acertado en su predicción. De alguna forma, las cartas volverían a sus manos. De alguna forma, Wrack intentaría vengar la muerte de su hermano. Y Gryal no sabía si merecía algo de todo ello. Ni lo malo... ni lo bueno.