1
Gryal se había dormido cuando el primer rayo de sol salió tras las montañas. El destino o el azar hicieron que su cuerpo cayera por la ventana por la que se asomaba. Su cuerpo, inconsciente, se había perdido en el vacío.
-¡Gryal! - gritó Perla consternada, asomándose rauda por la ventana.
-¡No! - exclamó Barramar.
-Tranquilos - dijo Ergon.
El asesino miró fijamente a Marion, que abrazaba a un frágil Wrack como si de una madre se tratara. El chico estaba llorando en posición fetal. Absellarim avanzó rápidamente hacia ella y se colocó entre el asesino y los compañeros a los que protegía.
-Ve a por tu protegido, Ergon, y deja en paz a los míos - le retó Absellarim.
Ergon lo miró sin cambiar su expresión. Siguió tan frío y distante como se había mostrado en su llegada. Luego, abrió lentamente la boca y soltó uno de sus graves bufidos.
-Sé consciente, Reugal de los Absellarim, que hoy os he perdonado la vida - silenció la voz y giró sobre sus pasos. Reugal, tembloroso y asustado, mantuvo como pudo su porte solemne y elegante y no apartó la mirada ni un solo segundo del asesino que hoy había sido compasivo. Alguna razón tendría Ergon para perdonarles la vida, pero Reugal, al igual que el resto de los presentes, era incapaz de entenderle.
Por su parte, Ergon dio tres largas zancadas a gran velocidad y se acercó a Perla y Barramar. Como un halcón en busca de sus presas, se abalanzó sobre ambos y abrió sus largos brazos, empujando a sus compañeros por el mismo ventanal por el que Gryal se había precipitado.
Los tres cayeron al vacío, pero un gran carro, que transportaba paja y sacos para ganado y caballos, amortiguó el golpe.
Barramar pensó que aquel era el día más afortunado de su vida, aunque había quedado enterrado entre la paja y su pesado escudo. Perla respiró aliviada al ver que todo estaba dispuesto y que seguía viva, y se acurrucó junto al cuerpo de un Gryal vivo e ileso, pero dormido. Ergon, por su parte, alcanzó rápidamente las riendas del carruaje que él mismo había preparado. Antes de que el viejo Barramar saliera de su trampa particular de paja y metal, los cuatro malditos habían escapado, al fin, de la fortaleza de Ilario.
Absellarim se apresuró a recoger la espada negra que Wrack había clavado en la puerta, y la miró con prudencia e interés. ¿Tan peligrosa era? El tacto del arma era suave, delicado. Pero su rostro se oscureció. Ergon, su espada y su escudo habían estado al alcance de su mano, pero el miedo al sicario le había impedido actuar. Se sintió ruin y cobarde, estúpido por su falta de fe.
Perdido en sus pesares, dejó la espada de madera junto al sollozante Wrack, y se sentó en el frío y endurecido suelo del pasillo. Aquel día, como en tantas otras ocasiones, había fracasado.
Marion, por su parte, secó las lágrimas desconsoladas del bárbaro, que, poseído por la rabia y la indignación, era incapaz de asumir con orgullo la derrota. Luego, acarició su húmedo cabello rojo y le susurró palabras de calma al oído. Cuando Wrack calmó su llanto, Marion miró por el ventanal roto por el que Gryal y su extraño equipo se habían fugado. Había sido incapaz de detener a Wrack. Incapaz de hacer llegar a Gryal el mensaje y la voluntad de Andrey. Incapaz de redimir al Pueblo Rojo. De alguna forma, sintió que estaba haciendo muy mal las cosas y que había tenido suerte de que nadie muriera en aquella escaramuza. Respiró resignada ante lo acontecido. Mañana sería otro día, hoy habría que descansar.
II
-¡Vaya! Se me ha roto la túnica con la caída - dijo Barramar, mirando la tela rasgada de sus ropajes blancos. Su queja no obtuvo respuesta alguna.
Ergon seguía dirigiendo el carro, concentrado, y Perla estaba examinando, paciente, las cajas que, ocultas entre la paja, había encontrado. Dejó entre ellas la daga y la ballesta que Gryal le había dado, pues tampoco sabía qué hacer con esas armas. Las miró resignada y suspiró. La joven se protegía del sol con su fina capa marrón con capucha, y no parecía dispuesta a entablar conversación. Gryal, por su parte, dormía profundamente, como lo hacía siempre que era de día. Su rostro parecía preocupado. A través de la maleza, una abundante e indiscreta manada de lobos seguía al carruaje, vigilantes, atentos, dispuestos a proteger al Amante de la Luna.
-¿Sabéis? ¡Sois unos tipos muy aburridos! ¡Uh! Gryal tiene mucha más conversación que cualquiera de vosotros; ya lo creo - criticó el anciano Barramar. Pero su provocación no consiguió arrancar palabra a ninguno de ellos.
Perla alegró su rostro cuando, finalmente, pudo abrir uno de los recipientes que había encontrado. Se trataba de una pequeña y ribeteada caja de madera blanca con unas letras grabadas que ni ella ni un desinteresado y aburrido Barramar sabían leer. La abrió lentamente, con miedo a lastimar lo que fuera que en ella se encontrara. Entonces, un instrumento apareció en sus manos, ligero, fino y delicado. Era una diminuta y preciosa flauta de madera.
-¡Uh! ¡Dámela! - le dijo Barramar.
-¡No! - contestó Perla, con una leve exclamación.
Apartó la flauta de la vista del viejo y la ocultó en su regazo. Con ojos entrecerrados miró amenazante al anciano y movió la cabeza de un lado a otro.
-¡Vamos, niña, dámela! ¡Me aburro! ¡Quiero tocar algo!
Perla se acurrucó aún más, alzó su vestido blanco de prisionera y se metió la flauta en los calzones. El viejo entendió que nada conseguiría y bufó de rabia e impotencia.
Cuando por fin el anciano hubo desistido, la muchacha miró relajadamente la flauta blanca, con la atención y la ilusión de un niño con un juguete nuevo. Barramar se fijó entonces en Ergon, que no había soltado palabra desde que se habían marchado de la fortaleza de Ilario. Junto a éste, un saquito se apoyaba sobre el carro. El viejo se acercó y lo olisqueó sin pudor, descubriendo un agradable aroma que despertaba sus sentidos.
-¡Vaya! - exclamó-. Ahí dentro huele de maravilla. ¿Qué es, Ergon?
-Hierbas - dijo secamente.
-¡Ah, hierbas! - fingió comprender Barramar-. ¿Qué clase de hierbas? ¡Uh!
-Mis hierbas. Las que tú no puedes tocar. ¡Aparta!
El terreno, espeso y desigual, provocaba saltos que dañaban el viejo trasero de Barramar, que acumuló algo de paja para relajar su postura y restar dolores a su dañado cuerpo. El día era fresco, menos caluroso que los que le habían precedido, y un cielo claro y despejado ofrecía optimismo al bueno de Barramar. Perla observaba atentamente a Gryal. Su calidez y ternura, incluso dormido, la fascinaban. De algún modo admiró a su salvador, profundamente agradecida por haber sido liberada. Finalmente, acarició su rostro, resiguiendo con los dedos su barba y cabellos. Se fijó también en sus manos y muñecas, viendo que estaban llenas de cicatrices, compadeciéndose al comprobar que había sido herido tantas veces en su pasado. Luego, observó cómo Gryal tenía enrolladas y atadas en su cinturón de cuero marrón las perfumadas y dañadas cartas de Lorette. Si hubiera sabido leer las habría cogido en aquel mismo instante, pero desestimó la idea al pensar lo frustrante que resultaría no entender nada de lo que en ellas había escrito.
-¡Uh! - dijo estridente el anciano, cortando de pronto los pensamientos de Perla-. ¿Y hacia dónde nos dirigimos? - preguntó a Ergon con su dañada y cambiante voz.
-No te importa.
-¡Claro que me importa! De hecho, no sé qué haces tú con este carro, ni adónde nos llevas, ¡Tendrías que detenerte y esperar las instrucciones de Gryal! Sí, señor, eso pienso yo.
-Me da igual lo que pienses - Ergon respondía sin dilación ni complejos. Llevaba la sempiterna daga de brillantes de llan o atada en un costado de su cinto, y el sombrero negro de enormes alas apoyado en su regazo.
-No me gusta tu actitud, Ergon, así que he decidido que esperaremos a que Gryal despierte. El sabrá dónde hay que ir - refunfuñó Barramar, acercando su rostro a la nuca de Ergon y apoyando sus manos sobre el enorme escudo de Absellarim.
-Quedarse quieto es una mala idea y Gryal sabe ni siquiera sabe dónde estamos. Seguiremos. No hay marcha atrás - respondió Ergon con voz pausada.
-No me fío de ti - dijo a su vez el anciano con desgana.
-Me tiene sin cuidado.
Perla, que llevaba un rato atenta a la conversación, intentó entender nuevamente las reacciones de Ergon. Quiso adivinar sus planes, sus intenciones, sus razones. Pero cuanto más le observaba, más misterioso lo encontraba. Era un ser completamente opaco, inmune a su adivinación. Su cara era un impenetrable tapiz, sin color alguno. No había matices en su gesto o mirada. Sus actos eran racionales y controlados pero no eran comprensibles para ella. No existía motivación aparente para los actos de Ergon.
El día era cada vez más claro. Sin apenas nubes en el cielo, la tranquilidad se apoderó de sus corazones.
-¿Por qué mataste a Ilario? - preguntó el viejo-. ¿No nos podíamos haber fugado sin hacerle daño a nadie?
-No, no podíamos. llan o merecía morir.
-¡Oh! ¡Merecía morir, dice! ¡Míralo! ¿Y Sanitier no? - gritó el anciano.
-Sí. También lo he matado.
Perla se sobresaltó ante esa información. Súbitamente sintió miedo del misterioso Ergon, y se acercó todavía más a Gryal, como si éste pudiera protegerla ante cualquier adversidad. El calor de su mano la confortaba, y agarró los dedos del capitán con temor.
-¡Uh! Pero... ¿no tienes nunca remordimientos? - se sorprendió el viejo. Ergon giró lentamente su rostro y miró a Barramar.
-Estoy ayudando a Gryal. No a ti. Tú también eres prescindible, así que cállate de una vez.
Barramar tragó saliva, cogió aire y valor, y soltó su última frase del día:
-¡Seguirás las órdenes de Gryal, Ergon, y en caso de que no las haya dado te mantendrás a la espera! - su voz resonó en el bosque que cruzaban, pero solo era un eco desaliñado de una voz gastada y vieja. Ergon, por su parte, tardó un par de segundos en responder. Lo hizo con voz grave y poderosa, salida de lo más oscuro y peligroso de su interior:
-Barramar, aquí y ahora yo soy el perro guía. Y no le huelo el culo a nadie.