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Gerard Moncor siempre parecía soñoliento. Permanecía con los ojos entrecerrados apoyado en la baranda de madera que custodiaba el gran capitel de la atalaya. Suspiró resignado, mirando fijamente cómo el sol ascendía en el horizonte. La soledad de su trabajo le había convertido en un ser introspectivo, reflexivo y silencioso. A menudo hablaba consigo mismo, se daba consejos, se contaba e inventaba historias divertidas.
Y es que nunca sucedía nada en la atalaya. De vez en cuando, si pasaba alguien cerca, se dirigía a una de las muchas jaulas de palomas y, cuidadosamente, escribía una larga y descriptiva carta al respecto. Luego la copiaba palabra por palabra tantas veces como fuera necesario y liberaba las palomas para que su mensaje llegara al resto de atalayas que vigilaban los Pirineos. Esa era su empresa diaria: vigilar, observar, informar.
También de vez en cuando, muy de vez en cuando, algunos milicianos le traían provisiones: tinta, yesca y pedernal, nuevas antorchas, nuevas mantas, cereales, grano, flechas, papel, instrucciones... de todo menos compañía.
Llevaba una barba larga y enmarañada, como el pelo, pues se cuidaba poco y mal. Vestía pieles de cordero y liebre, y tenía una larga, gruesa y sucia capa de oso que lo cubría de los hombros a los pies. En la atalaya había varios barriles cargados de agua dulce que subía con un pequeño montacargas que se había construido, pero pre fería no usar esa agua fresca para su higiene personal y guardarla para beber.
La azotea de la torre estaba rodeada por ocho largas columnas de madera, cuatro de ellas en las esquinas y una en el centro de cada lateral. Viejas vigas, también de madera, unían los extremos en un cuadrado perfecto y otras dos se cruzaban de centro a centro. Milagrosamente, pese al tiempo y al desgaste, sobrevivía en una esquina de la azotea un fragmento del que había sido un enorme y completo tejado de pizarra. Ese era el rincón de Gerard. A menudo, cuando sentía que se cargaba su espalda o se le fatigaban las rodillas, se sentaba en un banco de madera, descansando unas piernas que estaban demasiado tiempo quietas, y lo hacía en ese rincón con techo.
La cabeza de la atalaya siempre había estado desnuda de paredes, transparente al frío y el viento de las alturas, y sólo en pisos inferiores encontraba Gerard algo de abrigo y calidez.
Hoy era otro día frío en los Pirineos, así que Gerard Moncor dio otra pequeña vuelta por la azotea de la gran torre de madera y piedra hasta que algo despertó su curiosidad. Miró hacia los condados de Catalunya, con unas pupilas atraídas por un movimiento inesperado, cuando de la espesura apareció una larga comitiva de hombres montados a caballo. Contó, eran siete hombres y siete caballos. Uno de los animales cargaba una jaula llena de palomas y otro de los caballos estaba montado por dos personas. Observó más a fondo. Tensó el arco y escrutó con sus ojos de águila, precisos y rastreadores. Reconoció enseguida al capitán Mondo al frente de ese extraño equipo y bajó con rapidez el arma. Era la milicia. Era su amigo Mondo.
II
Harold, el Pajarero, detuvo su caballo junto al de sus compañeros de expedición. Luca, su fiel ayudante, lo miró con un juvenil rostro repleto de preguntas, pero él le pidió paciencia alzando la palma de la mano.
Carmín, portavoz de la expedición, se rascó su gran nariz y carraspeó, preparándose para hablar en nombre del equipo de Mondo.
-Buenos días, Don Gerard. Quisiéramos disponer de un poco de vuestro tiempo para hablar de un tema que urge a la milicia.
Gerard Moncor miró con prudencia desde la atalaya y saludó con calidez al capitán Mondo. El capitán de la milicia inclinó sutilmente la cabeza para saludar a su viejo amigo.
-Buenos días, milicianos - dijo el vigilante-. Por supuesto, agradecido estoy de tener compañía. Pero debo advertiros que no puedo abandonar el puesto, pues vigilar y observar es mi perenne tarea hasta que llegue mi relevo. Os pido entonces que subáis cuantos queráis a lo alto de la torre y hablemos aquí de tan importantes asuntos.
Carmín miró al capitán, esperando una respuesta de éste a la proposición del vigía. Mondo asintió fríamente y bajó de su caballo.
-Nos parece adecuado, Don Gerard - respondió el narigudo charlatán-. ¿Está la puerta abierta?
-Abierta está, miliciano. Os espero.
Mondo ordenó a Carmín que esperarajunto al resto, esgrimiendo que la amistad con el vigía facilitaba un trato próximo y cálido, evitando la necesidad de mostrarse excesivamente diplomático. Luego miró a Harold y con un movimiento de la mano le indicó que se acercara.
-Venid conmigo, Harold. Y vos, Alfredo - dijo Mondo, girando su rostro haciajabalí-, cargad con la jaula de palomas del Pajarero, necesitamos subirlas.
Jabalí obedeció sin rechistar y agarró toscamente el palomar enjaulado de HaroldJansens. Una vez listo, siguieron ambos al capitán, que no disimuló su enfado cuando vio que Atalante entraba a la torre justo delante de él.
-¿Quién os ha pedido que subáis, Atalante?
-Atalante no necesita que le digan lo que tiene que hacer - respondió el tuerto dibujando una fea sonrisa en su tenebroso rostro. Entrecerró su ojo verde y clavó la pupila en los tres hombres que lo seguían-. Vamos, no tenemos todo el día - les conminó.
Mondo evitó discutir con el cazador de brujas, sabedor de que no era un tipo disciplinado y que difícilmente aceptaría subordinarse al mando de un miliciano.
Penetraron en la atalaya y llegaron a una estancia llena de sacos de grano y cereales. Una rudimentaria escalera subía hasta colarse en un pequeño agujero del piso superior. Cada una de las plantas de la atalaya estaba formada por viejas plataformas de madera que reposaban sobre grandes vigas desgastadas, y cada piso estaba unido al siguiente por una escalera colgante e inestable.
Harold subió con lentitud, evitando mirar hacia abajo, mientras Jabalí sufría para cargar con la jaula en el ascenso.
-Si me hubierais dicho que queríais subir esta enorme jaula os habría invitado a usar mi montacargas... - les dijo Gerard cuando llegaron-. En fin, decidme, Mondo, amigo mío, ¿cuál es la razón de vuestra visita?
El capitán de la milicia tardó en responder. Harold se dedicó a calmar las palomas y Jabalí a estirar sus brazos cansados, mientras Atalante se asomaba por la baranda para comprobar entre risas lo rápido que alcanzaban el suelo sus escupitajos.
-No vengo a pediros nada que no vayáis a hacer por vuestra propia iniciativa, pero necesitáis que os informe con algo de precisión - empezó el capitán Mondo-. Veréis, buscamos a un peligroso enemigo de la milicia y necesito que vos y el resto de vigilantes del Pirineo prestéis especial atención desde vuestras atalayas: buscamos a un hombre, un joven al que, al parecer, sigue una manada de lobos. Su nombre es Gryal, y sé que no lo conocéis, pero quizá sí cualquier otro vigilante. Vigilad de día y de noche, estad alerta e informad con vuestras palomas al resto de atalayas de mis instrucciones. Recordad, cualquier indicio respecto a él, o a una manada de lobos anormalmente grande, ayudará. ¿Queda claro?
-Queda claro, señor - inclinó la cabeza Gerard.
-Perfecto. Además, quiero que ésta y todas las atalayas que vean algo parecido enciendan un pequeño fuego en su azotea, para que yo, o cualquier otro miliciano, pueda saber que se ha visto a Gryal. Informad de esto también en vuestras cartas.
-Entendido, capitán.
Una fresca brisa erizó el vello de los milicianos que allí se encontraban. Gerard sonrió al comprobar lo efectiva que resultaba su capa de piel de oso.
-Y por último... - continuó Mondo con voz neutra-, quiero que guardéis con vos un par o tres de las palomas que traemos con nosotros, y que, en caso de avistar a Gryal en alguna de las atalayas, soltéis a las aves que sean precisas para que el general Lorencio también sepa de vuestro logro.
-¿General Lorencio? - se sorprendió Moncor.
-Sí, el general Lorencio. Veo que las noticias llegan tarde a las atalayas.
-No creo que sea así, capitán Mondo, pues hace un par de días recibí una carta que informaba, explícitamente, de la retirada de Don Lorencio del cargo de general. Si no leí mal, legaba su cargo al ahora general Antoni Fortuna.
Mondo no respondió y reflexionó para sí. Al parecer, las sospechas que Ariano les transmitió en la casa de los Nuvella sobre una futura traición del joven Fortuna no eran en modo alguno tan infundadas como cabía pensar.
-De todas formas, Don Mondo, no importa. Yo sirvo a la milicia, no a Don Juan, Don Lorencio o Don Fortuna. Haré lo que pedís. Sólo permitid que os haga una pregunta...
-Adelante, amigo - respondió el bronceado capitán, todavía pensando en las nuevas noticias que le había transmitido Gerard.
-Son un par de dudas rápidas... Veréis... ¿cómo sabré quién es Gryal? Y... ¿qué os hace pensar que una manada de lobos le sigue?
-Digamos que tenemos fe ciega en la brujería - respondió Atalante, para luego reír secamente.
-No le hagáis caso, Gerard. Atalante tiene un raro sentido del humor - terció Mondo-. Veréis, Gryal tiene porte de capitán, es joven y valiente, habla en catalán y nunca oculta su nombre. Si veis a alguien así bastará con preguntar quién va, siente un gran orgullo al decir su nombre. Y sobre los lobos... es sólo un dato que puede ayudar.
-Claro, sólo un dato, ¡una corazonada! Gryal es el típico miliciano que baila con lobos. ¡Ja! ¡No tiene nada de raro! - se burló Atalante.
-Entendido, capitán - respondió Gerard Moncor, ignorando al tuerto y mirándolo con precaución. El ojo del cazador de brujas era tan descarado como irritante-. No sufráis, ese tal Gryal no pasará por el Pirineo sin que nos percatemos de ello. Tenedlo por seguro.
-Sabía que podía contar con vos, viejo amigo.