Capítulo 40

 

 

Cronos entró en cólera al descubrir que los Señores habían encontrado su escondite, el Reino de Sangre y Sombras, donde tenía encerrados a Sienna y a los tres guerreros poseídos. Habían invadido su castillo privado. Todos excepto Torin, el guardián del demonio de la Enfermedad, que se había quedado en la fortaleza de Budapest después de negarse a que Lucien lo teletransportara. Le había dicho que era demasiado arriesgado, por mucho que fuese cubierto de pies a cabeza con prendas de protección.

Solo con tocarle la piel, Lucien se contagiaría de la enfermedad que corría por las venas del otro guerrero. Torin siempre ponía a sus amigos por delante incluso de sí mismo, una actitud que Cronos no comprendía ni respetaba. Pero esa vez le recordó al rey de los Titanes que había una manera de inclinar la situación a su favor.

Torin haría cualquier cosa por poder tocar a una mujer sin hacerle daño; incluso aceptar un regalo que no era un regalo. Un regalo que era en realidad una condena de muerte. Un regalo que serviría, además, para estropearle los planes a Rhea. Pero claro, él no lo sabría, pensó Cronos con una sonrisa en los labios.

A diferencia de Lucien, Cronos no necesitaba tocar a alguien para moverlo, solo con decir una palabra, Torin apareció frente a él.

Con un puñal en cada mano, el guerrero miró a un lado y otro en busca del culpable de su repentino viaje. Al ver a Cronos, se quedó inmóvil, aunque sus ojos siguieron examinando el lugar, fijándose en todos los detalles y buscando las posibles salidas.

A su alrededor se extendía un enorme campo de ambrosía que inundaba el aire del dulce aroma de los pétalos violetas que brillaban bajo el sol.

—Cronos —dijo Torin con un leve movimiento de cabeza. Si le molestaba o le causaba algún otro tipo de emoción el que lo hubiesen sacado de la fortaleza por primera vez después de siglos, no dio muestra alguna.

Mientras lo miraba, a Cronos se le pasó por la cabeza que todos sus problemas se debían a la indulgencia que había mostrado con los Señores. Daban órdenes y esperaban que él obedeciera, pero cuando era él el que daba las órdenes, se negaban a hacer lo mismo, a veces abiertamente y otras de manera más solapada. Su error había sido intentar convertirse en uno de ellos; debería haberles demostrado el poder que tenía y las consecuencias que conllevaba el desafiarlo. No era amigo suyo, jamás lo sería. Era su rey, su señor.

Y estaba a punto de demostrárselo.

—¿Me has llamado?

Ah, sí, claro que iba a demostrárselo. Cronos observó detenidamente al guerrero que iba a utilizar. Torin tenía el pelo blanco, un cabello que enmarcaba un rostro extraordinario que cualquier humano que tuviera la mala suerte de verlo desearía el resto de su vida; unos ojos verdes con un brillo pecaminoso y unos labios que nunca habían sentido el sabor de una mujer.

—Acompáñame —le ordenó, esperando que obedeciera.

Y así fue. Echaron a andar por el campo, las hojas les acariciaban las piernas mientras Cronos barajaba los pros y los contras de su decisión.

—Bueno, ¿qué pasa?

El descaro de Torin lo enervaba, pero prefirió no decir nada, al menos por el momento.

—Tengo una tarea para ti.

—Tú y tus tareas —gruñó el guerrero—. Torturar, matar, reunir a mis compañeros y mandarlos a lugares peligrosos... siempre igual. Cuéntame de qué se trata esta vez. Seguro que me volverá loco.

—Ese tono.

—El mío.

«Cálmate».

—Pues no vuelvas a utilizarlo si no quieres quedarte sin lengua.

Silencio.

Mejor así.

—Enfermedad, hoy voy a hacerte un regalo. El mayor tesoro que tengo. A pesar de la actitud tan decepcionante y ofensiva que estás mostrando hacia mí.

Lo vio menear la cabeza.

—Está bien, morderé el anzuelo. ¿De qué se trata?

—Mi... Llave de Todo —le fastidiaba tener que hacerlo después de lo que le había costado conseguirla.

—Estupendo, pero no tengo la más mínima idea de qué es eso.

Por supuesto. Cronos había matado a todos aquellos que lo sabían, excepto a cuatro. ¿Quiénes eran esos cuatro? Anya, diosa menor de la Anarquía y antigua propietaria de la llave, su padre, Tártaro, que se la había dado a ella, Lucien, que conocía todos y cada uno de los secretos de Anya, y Reyes, que una vez se había atrevido a encadenar a Cronos para negociar la libertad de su mujer. Esos cuatro seguían con vida solo porque le eran de utilidad, pero todos ellos sabían que, si alguna vez hubiesen hablado de la llave, le habría dado igual que le fueran útiles y habría acabado con ellos.

—Es una llave que lo abre todo, puertas, celdas, maldiciones. Todo. Nada podrá retenerte. Y si alguien intenta quitártela, morirá —eso no significaba que Torin pudiera librarse de su demonio, pues estaban unidos, eran las dos mitades de un solo ser, no podían vivir el uno sin el otro.

—Suena bien, pero, ¿por qué yo?

Porque Torin pasaba mucho más tiempo solo que con sus amigos. Porque nunca se enamoraría, ni lo traicionaría desvelando sus secretos a una mujer mientras estaban en la cama, algo que le había ocurrido a Cronos más veces de las que habría deseado.

—Si hablas a alguien de este regalo —continuó diciendo, sin dignarse a responder a su pregunta—, os mataré, a ti y a la persona a la que se lo hayas contado. Si intentas regalarla, te mataré a ti y a tus seres queridos. Y cuando te pida que me la devuelvas, lo harás sin titubear. Un segundo de duda, solo un segundo, y haré algo más que matar a tus seres queridos, les aplicaré torturas que ni imaginas.

Torin no dejó de caminar en ningún momento.

—Bueno, gracias por pensar en mí, pero prefiero comer piedras.

Con un simple pensamiento, Cronos le lanzó un golpe de energía a las sienes que lo tiró al suelo y lo hizo retorcerse de dolor. Enseguida empezaron a sangrarle los oídos.

Cronos se inclinó sobre él y le preguntó.

—¿Qué decías? —un movimiento de mano y el dolor desapareció.

Torin se quedó en el suelo, jadeando, empapado en sudor.

—Que me encantan las piedras, gracias por el bocado.

Cronos apretó los labios. Controlar a los Señores requería sin duda alguna más esfuerzo del habitual, pues sus tácticas de siempre no funcionaban con ellos. Sonreían cuando les hacía daño, se reían cuando los amenazaba, y eso le resultaba tan frustrante como fascinante. A pesar de todo, eran hombres de honor, jamás faltaban a su palabra. Era una costumbre bastante estúpida, pero al menos sabía qué esperar de ellos.

Lo único que funcionaba con ellos era amenazar a aquellos a los que querían. Pero Torin no podría cooperar solo por miedo, no con algo tan importante como la Llave de Todo.

—Haremos una cosa, tú cuidas de la llave y yo te haré el favor que quieras —le propuso Cronos—. Cualquier cosa, pero tiene que ser algo que yo pueda hacer, claro.

Los ojos del guerrero se llenaron de desconfianza y Cronos supo que estaba sopesando las alternativas que tenía. Decirle que no al rey y atenerse a las consecuencias o aceptar y enfrentarse a las posibles trampas. Sin duda las habría, pero con tal recompensa, no podía decir que no.

—Creo que los dos sabemos lo que deseas —lo presionó Cronos—. La oportunidad de tocar a una mujer sin hacerla enfermar y propagar una epidemia.

Cronos lo vio contener la respiración y supo que lo había conseguido.

—¿Puedes darme esa oportunidad?

—Es posible. ¿Qué pasó con el frasco de agua que te dio el ángel Lysander? —si quedaba al menos una gota, Torin podría tocar a una mujer y luego salvarla dándole esa gota, porque esa agua lo curaba todo. ¿Podría tocarla después? No, pero Cronos ya habría cumplido con su parte del trato.

—Desapareció. Y los ángeles no nos dan más.

Una lástima. Pero era lógico porque para aproximarse siquiera al Río de la Vida, los ángeles tenían que sufrir experiencias terribles. El mismísimo Cronos jamás se había atrevido a acercarse.

—Hay una mujer... puedo hacer que venga y podrás tocarla sin hacerla enfermar.

—Ya, pero no, gracias. Prefiero elegir yo a la mujer.

—Eso no puedo concedértelo y no es parte del trato. Querías poder tocar a una mujer y yo puedo traerte una.

Torin consideró la posibilidad durante un largo rato.

—¿Está muerta?

—No, está viva.

—¿Es una anciana? ¿O una niña?

—No. No es ni muy joven, ni muy vieja.

—¿Cómo es posible...?

—Las explicaciones tampoco forman parte del trato. ¡Decídete!

Torin terminó por asentir, tal y como esperaba Cronos.

—Muy bien. Trato hecho.

No quiso sonreír. Cuando la llave dejara de estar en sus manos, Rhea perdería también sus poderes y entonces podría encerrarla y hacer lo que quisiera con ella.

Lo que no le había mencionado a Torin era que la Llave de Todo borraba la memoria de aquel que la entregaba, excepto la de Cronos y seguramente también la de Rhea, por la conexión que había entre ambos. Cronos había creado la llave y se había asegurado de que nunca pudiera ejercer un efecto negativo en él. Pero nadie más, y tampoco Torin, se libraba de ello.

Torin se arrodilló para después ponerse en pie, pero Cronos negó con la cabeza.

—Quédate ahí. Puede que esto te duela un poco.

 

 

Al otro lado de los Cielos, Lysander salió de la nube que compartía con su compañera, la arpía Bianka, desplegó las alas y se elevó hasta quedar sostenido en el aire.

—Te he fallado —dijo Zacharel, apretando los dientes.

La tormenta de nieve que lo acompañaba allí donde fuera no dejaba de ganar en intensidad, los copos se le metían en los ojos y entre las plumas de las alas, lo que hacía que le pesaran más.

—No me has fallado y no vas a hacerlo. Tengo fe en ti. Ahora infórmame sobre la chica.

Zacharel se concentró unos segundos antes de comenzar a hablar.

—Piensa que podrá separarse de Paris dentro de unos días, pero cada vez están más unidos. En realidad, es peor aún, ella ahora lleva dentro su oscuridad —él mismo había visto las sombras en sus ojos después de apartar a Paris de ella.

—La guerra está cada vez más cerca —respondió Lysander—. Nos seguirá siendo de gran ayuda.

—¿Estás seguro? Cronos la ha engañado para convencerla de que lo ayude. No me sorprende que él le mintiera, pero esperaba que el demonio de Sienna se diese cuenta y no ha sido así. Ahora que Paris sabe que está casado con ella, luchará a muerte por ella —creía que Paris no se enteraría jamás de la unión que había ahora entre ellos, por eso le había ayudado a hacerse los tatuajes. Paris lo habría hecho de todos modos aunque él no le hubiese ayudado.

—Cronos es un loco ambicioso, pero Paris me ha sorprendido. Puede que él le haya pasado su oscuridad, pero ella ha compartido parte de su luz con él —reflexionó Lysander—. Si la desea tanto como yo a mi Bianka, no va a ser fácil que se separe de ella.

Muy cierto. La pasión, el deseo, la lujuria o como se quisiese llamar a esa necesidad de emparejarse, seguía siendo algo completamente ajeno a Zacharel, algo que no comprendía, pero cuya fuerza no podía negar cada vez que esos dos se miraban.

Paris y Sienna se atraían como dos imanes. Estaban luchando el uno por el otro y una separación acabaría con ellos. Había sido una locura creer que podría convencer a Paris de alejarse de ella voluntariamente. Tendría que hacerlo por la fuerza.

—Haré lo que desees —prometió inclinando la cabeza.

Lysander respiró hondo.

—La necesitamos. Sea como sea, necesitamos contar con ella. Haz lo que haga falta para convencerla de que se ponga de nuestro lado y, si eso no basta, tráela a la fuerza.

 

 

En las profundidades del Infierno, Kane luchaba por no recuperar la consciencia. Se sabía muy vulnerable mientras dormía, pero prefería eso mil veces al dolor indescriptible que suponía que le volvieran a meter las tripas y luego le graparan de nuevo la carne. Pero las grapas no habían bastado y habían tenido que cauterizarlo con fuego líquido. Se sentía como si alguien le hubiese puesto un autobús encima del pecho y luego lo hubiesen pisoteado todos los pasajeros.

Pero lo peor eran las continuas carcajadas de su demonio. A Desastre le estaba encantando. Le encantaba el dolor, la degradación y la impotencia. Seguramente era lo mismo que había sentido Legion cuando había estado allí abajo.

Debería haberla apoyado más. Debería haber intentado ayudarla. Aunque él no quería que lo ayudaran. Una parte de él aún deseaba morir.

Los jinetes, Negro y Rojo, eran dos tiranos que también actuaban como salvadores. Al oírlo gritar mientras lo «operaban», lo habían amordazado y lo habían encadenado cuando había empezado a retorcerse. Pero no lo hacían con crueldad, era más bien algo pragmático, como si estuviesen haciéndole un favor. Y él no iba a quitarles la razón.

Rojo se encontraba ahora a su lado, echándole el humo del puro que se estaba fumando.

—¿Estás ya listo para echar una partidita de póquer?

Siempre que veían que estaba despierto, le hacían la misma pregunta. Kane meneaba la cabeza sin saber por qué era tan importante para ellos esa partida de cartas.

—Lástima —dijo con sincera tristeza—. Espero que dentro de poco.

Kane asintió porque no sabía qué otra cosa podía hacer y después cerró los ojos. Se dejó arrastrar a su lugar preferido, un gran vacío negro en el que reinaba la nada.

La seducción más oscura
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