Capítulo 8
¿Debía o no debía hacerlo? Hacía ya horas desde que Cronos le había lanzado el ultimátum y había desaparecido de su vista, pero Sienna seguía haciéndose la misma pregunta. ¿Debía entregarse a Galen y quizá salvar así a su hermana, o debía seguir negándose por si Cronos estaba engañándola, aunque eso pudiera implicar que su hermana siguiese sufriendo?
Pero la pregunta más importante era: ¿Si cabía la posibilidad, por remota que fuera, de poder salvar a Skye, no debería tratar de aprovecharla? Había jurado que haría cualquier cosa, fuese lo que fuese, y acostarse con Galen estaba dentro de ese margen de cosas.
La respuesta estaba clara. Sí.
Se había pasado toda la vida buscando a Skye y, si era necesario, pasaría también toda la muerte. Al menos ahora era consciente de la realidad y sabía que iba a seducir a un monstruo.
Se imaginó en la cama con Galen y tuvo que hacer un esfuerzo para no vomitar.
Desearía ser más fuerte y hábil, poder luchar por Skye a su manera, sin que Cronos manejara los hilos.
Claro que... quizá pudiera lograrlo. Si escapaba de allí antes de que él volviera, podría ir en busca de Galen, torturarlo hasta sonsacarle la información que necesitaba y luego matarlo, sin necesidad de acostarse con él. En teoría era fácil de hacer. En la práctica, seguramente era imposible. Se rio amargamente, la única forma en que sabía hacerlo últimamente. Sintió un escalofrío. Había intentado escapar de allí una y otra vez y siempre había terminado llegando a la conclusión de que, por mucho que pudiera abrir puertas y ventanas, no podía salir por ellas. Empezaba a temblar y surgía un tremendo dolor, como si le estuviesen clavando agujas por todo el cuerpo, hasta que se derrumbaba y perdía el conocimiento.
El dolor no le importaba, podía soportarlo. Pero si se desmayaba, ya no podía hacer nada más.
Lo que quería saber era si había alguien que pudiera salir de allí y, por suerte, en el piso de arriba había tres candidatos a darle una respuesta. Lo único que tenía que hacer era liberarlos.
Era el momento de hacerles una visita, pensó con un estremecimiento que no tenía nada que ver con el frío. Pero ¿por qué había bajado tanto la temperatura de pronto?
Recorrió el pasillo arrastrando las alas por el suelo y, al llegar al enorme salón de baile, se le encogió el corazón al ver proyectados en las paredes los recuerdos que Cronos le había arrebatado. A su izquierda, una joven Skye pedía ayuda a gritos. A su derecha, un grupo de gárgolas arrastraba el cuerpo de Paris, magullado pero despierto.
Sienna se detuvo en seco. Tenía un nudo en la garganta y el vello erizado. Cronos sabía bien cómo atormentarla, sabía qué imágenes la hacían sufrir más.
Aquella imagen de Paris... fuera quien fuera el que la había creado, había hecho un gran trabajo. Qué hermoso era. Ningún mortal podría aspirar a compararse con él. Ningún otro inmortal o dios mítico estaría jamás a su altura. Tenía un rostro diseñado para el placer sexual, pero también para la ferocidad del campo de batalla. Y un cuerpo deliciosamente musculado. Sus seductores ojos azules lucían una sombra oscura que nunca le había visto.
Era la perfección personificada y, aunque sabía que no era más que un espejismo, Sienna deseaba correr a su encuentro, ahogarlo a besos y suplicarle que la perdonara.
Un perdón que no merecía.
Al menos en aquella visión, Paris no parecía tener heridas graves, lo cual le sirvió de consuelo.
De pronto apareció otra imagen detrás de Paris. Otro grupo de gárgolas arrastraban a un segundo guerrero de cabello oscuro. Era tan alto como Paris, igual de fuerte y, aunque pareciese un milagro, casi tan guapo, pero él sí que estaba gravemente herido. Tenía los brazos y el torso llenos de marcas de mordiscos y cornadas. Qué extraño. Era la primera vez que lo veía; no recordaba que lo conociera.
Volvió a mirar a Paris. Dos de las gárgolas estaban... ¿montándolo? Sí. Tenían la lengua fuera y se movían con ímpetu contra él. ¿Por qué iba Cronos a mostrarle esa imagen? ¿Para ponerla celosa... de las gárgolas?
Había algo extraño en todo aquello.
No había conseguido descifrar el misterio cuando Ira se desató en su interior y la distrajo. Le latían las sienes y en su cuerpo estalló un calor incontrolable que la hizo sudar y jadear. Siempre que aparecía ante ella un recuerdo de Paris, su cuerpo y el demonio reaccionaban de ese modo.
«El Cielo y el Infierno», siempre era así cuando veía a Paris o Ira se lo recordaba. «Él puede ayudarnos», añadió el demonio.
—Lo sé —susurró ella, que ya no se sorprendía de descubrirse hablando con la bestia que llevaba dentro—. Supongo que es nuestra única salvación, ¿no? —el único rayo de esperanza.
Vaya, vaya. Cuánto había cambiado. Había pasado del odio al... ¿amor? ¿Acaso lo amaba? No podía ser. Apenas lo conocía. Pero si fuera algo más que un truco cruel para hacerla reaccionar, podría conocerlo un poco más, pensó con melancolía.
—¿Sienna? —era la voz de Paris.
Un nuevo escalofrío sacudió su cuerpo al encontrarse con su mirada. «¡Basta!», estuvo a punto de gritar. «Ya me has torturado bastante. Haré lo que me pidas».
—¡Sienna! —era un grito de desesperación, de impaciencia—. ¡Sienna!
—¡Ya basta! —esa vez lo dijo en voz alta. Las lágrimas le quemaban en los ojos y le temblaba la barbilla. Se agarró la camisa con fuerza para no estirar el brazo para tocarlo.
Al principio había creído que aquellas imágenes eran reales y se había lanzado hacia ellas, solo para comprobar que no eran más que una ilusión.
«¡Ayúdanos!».
—¡Sienna! —repetía la imagen de Paris, forcejeando con las gárgolas; retorciéndose, pataleando y pegando puñetazos con tal fuerza que se le salió un hombro—. ¡He venido a buscarte y no voy a irme sin ti, Sienna!
«¡Ayúdanos! ¡Cielo Infierno!».
Tenía la sensación de tener una bola de fuego en el estómago. Se soltó la camisa y se clavó las uñas en los muslos, con la intención de llegar hasta el hueso. «Cálmate». Quería hacer algo para calmar a Paris, pero sabía que cuanto más hiciera, más lucharía él. «No es real. Él no es real».
—¡Sienna!
La imagen de Paris y las gárgolas desapareció por fin por una esquina y, si hubiesen sido reales, habrían ido camino de las mazmorras. Paris seguía gritando y ella estuvo a punto de seguirlo sin importarle ya si era o no de verdad.
—Lo siento —decía Sienna—. Lo siento mucho.
Ira sollozaba dentro de ella.
Habría querido acurrucarse en el suelo y llorar, pero se obligó a sí misma a caminar en dirección contraria a Paris. Y entonces apareció ante sí otro recuerdo. La imagen de su madre, muerta hacía mucho tiempo, sentada en la oscuridad, tomándose un vaso de vodka.
«Ojalá te hubiesen raptado a ti», decía entre lágrimas. «Lo siento. No quería decir eso, mi amor. Lo siento». Una bofetada. «Te odio. Apártate de mí». Más sollozos. «Lo siento. No debería haberte pegado».
Muchas familias habían sufrido tragedias parecidas y Sienna siempre trataba de no dejarse afectar por aquellos recuerdos. Desde luego, le hacían menos daño que la imagen de Paris. Se concentró en la tarea que tenía entre manos; debía liberar a los tres inmortales que había arriba.
Cronos había ordenado a los Señores que encontraran a todos aquellos que llevaran dentro los males de la caja de Pandora, pero él no había cesado en su búsqueda. Por eso tenía tres encadenados en el piso superior de su castillo. Eran los poseídos por los demonios de la Obsesión, la Indiferencia y el Egoísmo. Ninguno de los tres sabía que ella estaba allí.
Como aún no había aprendido a volar y no estaba segura de tener algún día la fuerza necesaria para hacerlo, subió por las escaleras. Las alas se le enganchaban con la alfombra constantemente, tirando de unos músculos que ya le dolían bastante. Los muslos le ardían del esfuerzo que suponía mantenerse erguida y tuvo que parar a descansar dos veces.
Cuando por fin llegó al piso superior, se puso recta y levantó bien la cabeza. Los guerreros que había allí encerrados eran capaces de sentir cualquier debilidad, aunque no viesen al propietario de dicha debilidad. Cuando eso ocurría se lanzaban contra la puerta y las paredes de su celda, y gritaban todo tipo de obscenidades y de amenazas, como si ella fuese la culpable de su reclusión.
«Vamos, vamos, tú puedes. Mira a cuántas cosas has sobrevivido». Aquellas palabras conseguían darle ánimos.
La primera habitación era la que albergaba a Cameron. No era difícil darse cuenta de que era el que estaba poseído por la Obsesión. Era un ser de costumbres y, como cada día cuando estaba a punto de ocultarse el sol, estaba en el suelo, haciendo flexiones.
La Ira volvió a estallar en su interior, como ocurría siempre que lo veía. Sintió el dolor que precedía siempre a las imágenes en las que veía algunas de las violentas fechorías que Cameron había llevado a cabo a lo largo de su vida. Sangrientas batallas, una mujer muerta entre sus brazos y él gritando y maldiciendo, jurando venganza...
Sienna echó a correr, pero no lo bastante rápido para que la imagen de su torso desnudo y sus ojos color lavanda no quedara grabada a fuego en su mente.
En la siguiente habitación estaba Púkinn. La Indiferencia. Ira guardaba un silencio que presentía peligroso, una reacción que Sienna no comprendía y que el demonio se negaba a explicarle.
Púkinn llevaba sangre egipcia en la venas, algo que se adivinaba en su estructura ósea y en la sensualidad de sus ojos negros. Tenía el cabello largo, negro y liso. Sin embargo, el resto de su cuerpo se parecía más al de una bestia. Tenía garras en lugar de manos, las piernas cubiertas de pelo y dos enormes cuernos en la cabeza.
Cameron lo llamaba Irish porque, a pesar de su aspecto y de sus ancestros, hablaba con el seductor acento de Irlanda.
Por último llegó a los aposentos de Winter. El Egoísmo. Ira no parecía tener una opinión clara sobre ella, por lo que no le mostraba imágenes ni reaccionaba en modo alguno. Algo que Sienna tampoco comprendía.
Winter estaba apoyada en el umbral de la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho. Movía los dedos con impaciencia. Se parecía tanto a Cameron que sin duda tenían que estar emparentados. Ambos tenían la piel bronceada, el cabello castaño, ojos color lavanda, unas piernas interminables y un cuerpo que no era solo peligroso, era letal.
La intensidad de su femineidad era el contraste perfecto de la masculinidad de Paris.
Sienna se puso en tensión al pensar en él. «Él es mío».
Pero no era cierto, jamás sería suyo. Había intentado ponerse en contacto con él, pero él no había podido verla. Y quizá fuera mejor así. Después de todo lo que le había hecho, del daño que le había ocasionado, Paris no podría confiar en ella.
—¿Quién hay ahí fuera? —rugió Cameron. Como era lógico, se había obsesionado con descubrir quién rondaba sus habitaciones. Quizá no debería haberlos visitado tantas veces, pero, ya desde el principio, se había empeñado en encontrar la manera de soltarlos—. Sé que hay alguien ahí. Identifícate.
—Seguro que es un espía de Cronos —dijo Winter. Tenía la voz suave y seductora como una caricia—. Antes lo he oído hablar.
—Te voy a hacer pedazos —prometió Cameron, dirigiéndose a Sienna, no a Winter, a quien nunca amenazaba, aunque sí le gritaba a menudo.
Si había alguien capaz de dar con la manera de matar a un espíritu, sin duda sería Cameron que, cómo no, nunca paraba hasta conseguir lo que se proponía.
—¿Es que no puedes descansar un momento? —preguntó Irish.
—No, estúpido irlandés —lo defendió Winter—. Y si no te callas, será a ti al que haga pedazos.
—Alguien debería haberte dado un par de azotes hace tiempo, muchacha —respondió Irish.
—Tócala y haré que te comas tus propias pelotas, pero eso solo sería el aperitivo, después tendrías que comerte el plato principal —contraatacó Cameron.
Sienna no se asustaba de oír todo aquello; no era nada comparado con lo que le habían dicho a ella otras veces. Pero, a pesar de las amenazas que se lanzaban entre sí, se unían de inmediato y sin dudarlo en cuanto aparecía Cronos, pues el odio que sentían hacia él era un vínculo irrompible.
Estiró la mano hacia el escudo que la separaba de la habitación de Winter y suspiró al comprobar que no podía atravesarlo. El día anterior había estado buscando algún punto débil en la parte superior. Ahora probaría en la mitad inferior.
—¡Sienna! —la voz de Paris retumbó al otro lado de los muros—. ¡Sienna! ¿Dónde te has metido?
El corazón le dio un vuelco y volvieron a llenársele los ojos de lágrimas. «Maldito seas, Cronos». Era la peor de las torturas a las que la había sometido. Siguió examinando el escudo con las manos.
—¡Sienna!
Los recuerdos nunca la habían seguido hasta allí. Normalmente cuando cambiaba de habitación, aparecían nuevas imágenes, era la primera vez que la perseguían de ese modo. Las lágrimas empezaron a caerle por las mejillas, dejando un rastro de rabia y dolor.
Pero entonces se quedó inmóvil. Aquello no podía ser un recuerdo porque, por lo que ella sabía, Paris nunca había estado en el castillo y las gárgolas nunca se alejaban de allí. Eso quería decir que nunca habían podido enfrentarse en su presencia.
¿Sería posible que...?
El corazón estaba a punto de salírsele por la boca.
—¡Sienna!
—¿Quién es ese? —preguntó Winter.
—¿Otro prisionero? —dedujo Cameron.
—¿Y quién es esa Sienna? —quiso saber Irish.
Ellos también habían oído la voz de Paris. Nunca antes habían oído o visto sus recuerdos. No podía ser... El corazón se le paró de golpe.
—¡Sienna! ¡Maldita sea! Suéltame, amasijo de piedras —se oyeron golpes—. ¡Sienna!
No era un recuerdo, ni una visión. Estaba sucediendo de verdad. Paris estaba allí. Había ido a buscarla. Por fin reaccionó. Quizá estuviera herido, era muy posible que las gárgolas le hubieran hecho daño.
—¡Paris! —exclamó aterrada, al tiempo que echaba a correr escalera abajo. Las alas volvieron a enganchársele en la alfombra y esa vez cayó de bruces al suelo. Le dolió, pero apenas tardó dos segundos en volver a ponerse en pie y seguir corriendo—. ¡Estoy aquí, Paris!
Si seguía luchando con las gárgolas, le habrían arrancado ya algún órgano. Se lo había visto hacer muchas veces y, una vez que probaban las vísceras de un hombre, nadie podía poner fin a su cruel festín.
Corrió tan rápido como podía mientras pedía a los Cielos que no fuese demasiado tarde.