Capítulo 14

 

 

Sienna recorrió un largo pasillo con la cabeza aturdida. Igual que había visto su pasado proyectado en las paredes del castillo, ahora veía el de Paris; un sinfín de colores, rostros, voces... y cuerpos. Aparecían mujeres por todas partes, muchísimas mujeres. Al principio las veía sonriendo, las oía reír, todas ellas impacientes por estar con él, dejándose seducir por sus encantos.

¿Cómo no iban a hacerlo? Él les daba todo lo que deseaban. Una caricia, un beso, un lametón. Un encuentro suave. Un poco de marcha. Les hacía el amor a todas y sabía perfectamente dónde tenía que tocarlas para darles el máximo placer. Sabía cuánta presión debía hacer sobre sus pechos o en sus muslos. A algunas les gustaba la suavidad, a otras algo un poco más fuerte.

Sabía en qué posición colocarlas; boca arriba, de rodillas, boca abajo. Sabía que a algunas les gustaba hacerlo despacio y a otras más rápido. Todas lo adoraban y el placer que sentían con él no era comparable con nada.

Pero entonces se marchaba y todas lloraban desconsoladamente, acababan temblando de dolor y con el corazón roto. Entre tantas féminas había también algunos hombres con los que Paris también había estado y a los que había abandonado del mismo modo. Ellos también lo deseaban y, aunque no eran lo que él prefería, los poseía para poder sobrevivir. Después, siempre le pedían que se quedara, pero él nunca lo hacía.

Había habido una mujer por la que sí que había sentido algo. Susan. Paris había intentado mantener una relación con ella, pero, siendo como era, al final había puesto la supervivencia por delante de los sentimientos y también le había roto el corazón.

Sienna se detuvo en seco al verse a sí misma. Allí estaba, casi oculta entre los demás rostros. Paris aparecía desnudo, atado a la mesa del jefe de Sienna, y ella encima. No necesitaba ver todo aquello para recordar lo ocurrido. Jamás podría olvidarlo.

Había insistido en estar a oscuras para poder relajarse. Dependiendo del momento, él la había odiado, se había odiado a sí mismo, la había ayudado o se había movido con fuerza para aumentar el placer. Al volver a recordarlo, Sienna se daba cuenta de que una parte de él había querido castigarla, pero otra, la más secreta, había deseado aferrarse a ella y no soltarla nunca. Para él, ella había sido una especie de bendición.

Las náuseas le revolvieron el estómago. Paris había pensado cosas maravillosas de ella, pero ella lo había condenado.

La Ira se disparó en su interior y la obligó a ver más y más. Tenía que verlo todo, así que siguió caminando.

Aparecieron otras imágenes y alguien debió de subir el volumen porque de pronto se oyeron gruñidos, gemidos y gritos. Gritos de placer, de dolor e incluso de furia. Acusaciones seguidas de súplicas.

Y súplicas seguidas de maldiciones.

A veces, cuando Paris no encontraba a nadie que quisiera acostarse con él, perdía las fuerzas y la voluntad de vivir. Era entonces cuando el demonio se descontrolaba y hacía que de los poros de su cuerpo saliera un aroma que embriagaba a todo aquel que estuviese cerca y los atraía hacia él, haciendo que lo siguieran y se olvidaran por completo de cualquier reticencia previa a estar con él o de cualquier opinión negativa sobre la promiscuidad.

Cuando esto ocurría, Paris tenía que luchar contra un terrible sentimiento de culpa porque sabía que estaba haciendo algo reprobable, pero aun así, aceptaba lo que le ofrecieran.

Esos compañeros de cama no lloraban cuando él se iba. Lo miraban con odio y vergüenza por lo que habían hecho con él, horrorizados ante lo que estaban a punto de perder. El respeto de alguien a quien querían.

Paris había roto matrimonios, había cometido adulterio y realizado actos sexuales inimaginables. Después dejaba que otros se lo hicieran a él, quizá a modo de penitencia. Sienna habría podido imaginar todo aquello, pero lo que más la había sorprendido era que Paris se odiaba a sí mismo más de lo que podría odiarle nadie jamás.

Ay, Paris, pensó. Era el Cielo y el Infierno, tal como había dicho Ira.

Sienna habría querido taparse los ojos para no ver aquellas imágenes. Había querido gritar y gritar para no oír nada. Todo el mundo lloraba a su alrededor, incluso Paris. Las lágrimas caían del techo como gotas de lluvia que la golpeaban. Pero no se protegió, no dijo nada y siguió andando; movía los pies de manera automática. No había conexión alguna entre cuerpo y cerebro.

Ira quería que lo supiese todo e iba a saberlo.

Volvió a elevarse el volumen. Oyó un chillido que la dejó helada y le revolvió el estómago. El llanto se detuvo. Un nuevo chillido y entonces empezó a ver imágenes de guerras. Una batalla tras otra, a cual más cruenta. Puñales que se clavaban en la carne, disparos de pistolas, bombas que explotaban y miembros de cuerpos descuartizados que saltaban por los aires. Todo era muerte y destrucción. Y todo ello causado por Paris.

Paris, portador de placer y fatalidad.

Pero allí, en las batallas, no había sentimiento de culpa alguno, solo la lógica más fría. Era matar o morir. No había lugar para la emoción o el arrepentimiento. Tampoco para la esperanza. No tenía elección; eran las cartas que le había tocado jugar. Tenía que luchar por lo que quería o dejarse morir.

Y Paris jamás se dejaría morir.

Aunque parecía que el demonio de Sienna sentía cierta simpatía por Paris, al mismo tiempo, Ira esperaba poder castigarlo por todo el mal que había hecho. El demonio la instaba a que se acostara con él y luego lo abandonase. Quería que le rompiera el corazón, que le hiciera llorar y suplicar. Después de eso, por supuesto, tendría que torturarlo y hacerle tanto daño como él había hecho a tantos otros.

¡No! No, no, no. Sienna sacudió el cuerpo para liberarse de las cuerdas con las que el demonio parecía haberla atado a su voluntad y se llevó la mano al estómago, como si solo con hacer eso pudiera calmar las náuseas que la quemaban por dentro.

—No voy a castigarlo —gritó, orgullosa de mostrarse fuerte y segura.

Paris había hecho todas esas cosas, no había excusa posible; por fuerte que fuera la influencia del demonio que llevaba dentro, él era el responsable de las decisiones que tomaba. Podría haber encontrado alternativas.

Claro que, ¿quién era ella para condenar a nadie? ¿Acaso ella había encontrado una alternativa? No.

Ira no respondió. Eso era algo nuevo. Normalmente el demonio protestaba hasta que ella acababa por ceder. Pero quizá Aeron, que había albergado a Ira antes que ella, hubiera librado esa misma batalla y la hubiese ganado. Después de todo, Aeron y Paris habían vivido juntos durante cientos de años y quizá en ese tiempo el demonio había acabado por plegarse a los deseos de Aeron.

Si alguna vez conocía a Aeron, y él podía verla y no trataba de matarla, se lo preguntaría. También intentaría devolverle a Ira, aunque el hacerlo fuera a matarla.

—Sienna.

Sintió una cálida caricia en la mejilla a la que reaccionaron todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo volviendo a la vida y provocándole un escalofrío.

—Despierta. Vamos. Así, muy bien.

Sí. Esa voz... sexual y primitiva, tan increíblemente masculina, se coló en su inconsciente. El lugar donde se originaba la voz era sin duda una fuente de placer. Un placer que la esperaba y la llamaba.

Abrió los ojos. Al principio lo vio todo borroso, pero a fuerza de parpadear, las imágenes fueron adquiriendo nitidez. Estaba en una de las habitaciones del segundo piso del castillo. El ambiente olía a humedad y... Paris estaba a su lado, mirándola.

Al verlo se le cortó la respiración. Era tan hermoso. Podría seducir a quien quisiera dónde y cuándo quisiera. Tenía el cabello de un negro intenso, aunque salpicado con algunos mechones más claros que parecían hilos de oro. Sus ojos estaban rodeados de unas largas pestañas negras y tenían un aire siempre tentador con el que parecían decir: «vente a la cama conmigo». Los labios eran quizá la parte más decadente de su imagen. Tenía la piel pálida, pero con un ligero bronceado allí donde lo había besado el sol.

En su rostro había algunos arañazos y magulladuras, pero no parecían imperfecciones sino que aumentaban su atractivo, infundiéndole carácter y profundidad. Amante, guerrero... protector de aquellos a los que elegía. Y estaba allí. Con ella.

—¿Qué tal te encuentras?

¿Eso que notaba en su voz era preocupación? En tal caso, debía de estar alucinando porque era imposible que a Paris le preocupara su bienestar después de todo lo que había ocurrido entre ellos. Sienna levantó una mano temblorosa y le tocó la mejilla. Era de verdad.

—Estás aquí —confirmó, asombrada.

—Sí. Yo... sí —se le dilataron las pupilas hasta hacer desaparecer el color azul e inundar sus ojos de negro—. ¿Qué tal te encuentras?

—Bien —sentía cierta molestia en el estómago y dolor constante en las alas, pero nada que no pudiera soportar. Suponía que sería una de las ventajas de no estar viva y de llevar dentro a Ira. Por muy graves que fueran sus heridas, la muerte no podía alcanzarla y se curaba con rapidez.

—Te he limpiado las heridas y he puesto vendajes en las que tenían peor aspecto —sus palabras tenían un claro tono de culpa.

—Gracias —Sienna se llevó la mano al pelo, debía de estar horrible—. ¿Y tú, qué tal estás? —le temblaba la voz tanto como la mano.

—Bien —dijo él también y tampoco dio más detalles.

Paris se puso recto, alejándose un poco de ella, aunque seguía rozándola con la cadera y también le rozaba el costado con la mano que tenía apoyada en la cama.

Se quedaron así un buen rato, mirándose el uno al otro en silencio hasta que uno de los dos apartaba la mirada.

Resultaba... incómodo. Y muy extraño. Hacía mucho tiempo que no se veían y la última vez las cosas habían acabado... no muy bien. «Nadie tiene la culpa excepto tú», pensó Sienna con tristeza.

—Han ocurrido muchas cosas desde la última vez que nos vimos —empezó a decir él y luego hizo una larga pausa, quizá para pensar en todo lo ocurrido.

—Sí —asintió ella.

—Sé que te asignaron un demonio. Lo que no sé es qué tal te arreglas con él —dijo sin mirarla a los ojos.

—Pasamos por distintos momentos.

—¿Te muestra los pecados de los demás?

—Sí.

—¿Y te obliga a castigar a los que hacen algo mal?

—Sí.

Paris asintió.

—Aeron, el antiguo guardián de Ira, odiaba tener que hacerlo y se resistía a ello todo lo que podía.

—Sí, pero luego se apoderaba de él —murmuró ella.

—Sí.

—A mí me pasa lo mismo —normalmente veía los pecados de los demás mientras estaba despierta y lo demás ocurría a partir de ese momento. Tenía que hacer frente a la insistencia del demonio, a veces ganaba y a veces perdía. Ahora no sabía muy bien cómo interpretar el hecho de haber visto los transgresores actos de Paris mientras dormía.

Se hizo otro incómodo silencio. Había tanto que decir, pero Sienna no sabía por dónde empezar.

—Paris.

—Sienna.

Los dos hablaron al mismo tiempo.

Volvieron a mirarse el uno al otro con incertidumbre. De nuevo siguió el silencio, un silencio pesado y denso que podía sentirse en el aire. El corazón le golpeaba el pecho, intentando escapar en vano. Si hubiese sido eléctrico, lo habría desenchufado, cualquier cosa para liberarse de aquella sensación de suspense. El miedo a echar a Paris le impedía decir todo lo que había imaginado que le diría.

—Tú primero —dijo él, con evidente tensión.

Muy bien. Podía hacerlo. Claro que podía hacerlo.

—Estaba pensando cómo habrías llegado hasta aquí y por qué... por qué has venido a por mí —había venido por ella. ¿Por qué si no iba a haber gritado su nombre de esa manera? ¿Pretendería castigarla por lo que le había hecho la última vez?

Paris la miró fijamente antes de decir nada.

—He cambiado de opinión. Primero yo. Dime por qué viniste tú a mí esa noche en Texas, cuando te vio William y mis pies. William es mi amigo el «feo».

Sienna vio cómo se le congelaba la mirada en una expresión dura como el granito en la que se adivinaba la oscuridad de su interior y también una determinación implacable.

El hombre que tenía delante no era el que había luchado con las gárgolas para llegar hasta ella, no era el que le había curado las heridas. Aunque lo había hecho. La había curado y limpiado, tal y como le había dicho.

No, el hombre que tenía delante era el mismo al que había conocido en Roma. El que la había besado y un minuto después había despertado atado a una mesa de tortura. El que la había maldecido y luego la había alabado.

Pero, fuera quien fuera, Sienna no podía mentirle. Nunca más volvería a mentirle.

—Necesitaba ayuda —reconoció—. Ira sabía dónde estabas y cómo encontrarte. Se había hecho con el control. Así fue cómo acabé a tus pies.

—¿Sigues necesitando ayuda?

—¿Con Ira? Sí.

Paris asintió y automáticamente desapareció ese brillo implacable de sus ojos y de su rostro.

—Siento que esa noche no pudiera verte.

—No tienes por qué disculparte.

—Bueno —dijo él después de aclararse la garganta—. Pensé que estarías teniendo algunos problemas para adaptarte, aunque veo que estás mucho mejor de lo que estaba yo en tu situación. El caso es que le pregunté a Aeron si tenía algún consejo que pudiera darte. Me dijo que todo te será más fácil si cada día le das un poco al demonio. Si alguien te miente, tú mientes también. Si te engañan, tú haces lo mismo. Si te golpean, devuelves el golpe.

Estaba dándole aquella información voluntariamente. No la había hecho suplicar, ni la había hostigado aprovechando que él sabía algo que ella no. Y Aeron no había tratado de retener esa información, a pesar de que debía de odiarla por haberse quedado con su compañero... porque sin duda habían sido compañeros. Ira se había convertido en una extensión de él y aún seguía añorándolo. Pero, si bien se sentía muy agradecida por el consejo, no pudo evitar pensar que era un modo horrible de vivir.

—Gracias por decírmelo.

—De nada —respondió él con cierta rigidez—. ¿Sigues pensando que soy malvado y que alguien debería acabar conmigo?

—¡No! No eres malo —se avergonzaba de haberlo puesto a la misma altura que al demonio. Había sido una tonta, una crédula—. Siento mucho haber pensado que lo fueras.

La mirada que le dedicó entonces Paris consiguió arrancarle la ropa y dejarla desnuda, y temblando.

—¿Por qué habría de creerte?

Claro, nunca podría volver a confiar en ella. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Digamos que desde que llevo a Ira dentro, se me han abierto los ojos. He visto la verdad por primera vez. Todo lo que he hecho y... lo que me veo obligada a hacer. Tú llevas miles de años enfrentándote a ello y aún sigues luchando. Es lógico que dudes de mí, pero te lo prometo —Sienna apretó los puños para no acariciarlo—: Nunca más volveré a hacerte daño alguno.

Vio en sus ojos el brillo del enfado, luego el fuego de la excitación. Y después, nada.

Apartó la mirada de ella y la clavó en la única ventana que había en la habitación. Por una pequeña abertura que quedaba entre las dos gruesas cortinas negras entraba la luz de la luna.

—Me has preguntado por qué he venido a buscarte —le recordó después de encogerse de hombros.

Sienna sintió una profunda decepción, pues le habría gustado que respondiera algo sobre la promesa que acababa de hacerle. Pero claro, no lo merecía.

—Sí —se limitó a decir.

—Yo... maldita sea. No podía dejar que sufrieras.

No podía... dejar... que sufriera. Vaya. Era una muestra de compasión que ella ya no podía mostrar hacia nadie, por eso sabía lo valiosa que era. Los ojos se le llenaron de lágrimas que enseguida empezaron a caerle por las mejillas, al principio lentamente y luego en un auténtico torrente de llanto. Acabó temblando como había visto temblar a todas esas mujeres del sueño, hasta que ya no veía la habitación ni a Paris.

¿Qué había sido de su propósito de tener más valor? Era tan humillante derrumbarse así delante de Paris, pero no podía controlarlo.

La vergüenza estalló dentro de ella en diminutas partículas que salieron disparadas hacia todos los rincones de su cuerpo, invadiéndola por completo. Durante toda su vida solo había podido contar consigo misma. La adicción al alcohol de su madre, que había comenzado tras el secuestro de Skye, había acabado con el amor que había sentido por Sienna. Su padre había terminado por largarse y poco después ya tenía otra familia y se había olvidado de la hija que había dejado atrás.

Más tarde, en la universidad, había empezado a salir con Hugh. Él había escuchado su historia con compasión y ganas de ayudar. Hugh le había contado que creía en el mundo sobrenatural y, al ver las dudas de Sienna, le había prometido demostrarle que decía la verdad... y vaya si lo había hecho. Sienna había sentido miedo y emoción al mismo tiempo porque por fin podía culpar a alguien de todos sus problemas.

Había sido tan liberador y tan maravilloso descubrir que su madre no había sido responsable de nada. Ni tampoco su padre. Y ella tampoco tenía la culpa. Era reconfortante pensar que sus padres habrían seguido queriéndola de no haber sido por todo el mal que los Señores habían llevado al mundo. Así que, cómo no, se había lanzado de cabeza al juego del bien contra el mal.

Aun así, los Cazadores la habían apuntado con una pistola para convencerla de que sirviera de cebo para atrapar a Paris.

Paris, el mismo que no quería que sufriera.

Los sollozos adquirieron nueva fuerza. Lloraba con tal ímpetu que le escocían los ojos, le goteaba la nariz y tenía hipo, lo cual hizo que sintiera aún más vergüenza. Unos brazos fuertes la rodearon con cuidado de no apretarle las maltrechas alas. Apoyó la cara en su pecho, caliente y firme, y sintió los latidos de su corazón, que latía tan rápido como el de ella.

Eso hizo que llorara todavía más.

—Cálmate —le pidió Paris, ostensiblemente incómodo.

Cualquiera habría pensado que un hombre que había estado con tantísimas mujeres sabría cómo calmar a alguien al borde de la histeria, pero no era así. Paris le dio unas palmaditas no demasiado suaves en la espalda y la miró a los ojos con impaciencia al ver que no obedecía.

¿Cómo era posible que no quisiera que sufriera? ¿Cómo había podido ser tan injusta con él?

—Sienna. Para ya.

—No... puedo. Yo... te he hecho cosas... horribles. Y sin embargo... has... venido. Y estás siendo tan bueno conmigo.

Hubo una pausa, como si Paris apenas pudiera asimilar lo que acababa de escuchar. Y luego dijo con voz tranquila:

—Yo también te hice cosas horribles a ti, ¿verdad?

La seducción más oscura
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