Capítulo 37

 

 

Paris se alegraba enormemente de que los bebés de Maddox y Ashlyn estuvieran bien y tenía ganas de conocerlos, pero antes tenía que encargarse de su mujer. Se la echó al hombro como si fuera un saco de patatas y gritó a todo el mundo:

—No quiero que nadie entre a mi habitación, oigáis lo que oigáis.

Dicho eso, echó a andar hacia el dormitorio que habían utilizado ya antes, situado al otro lado del salón de las estatuas. Todos sus amigos lo miraron con extrañeza hasta que desapareció al girar la esquina. La mayoría aún no se había recuperado de la pelea con Maddox y estaban algo aturdidos, pero sobre todo creían que Paris había estado cinco minutos hablando solo.

«Aún la deseo», anunció Sexo con gran sorpresa.

«No te preocupes, la tendrás».

Sienna se había quedado muda y siguió así durante unos segundos, pero a cada paso se ponía más nerviosa, hasta que acabó golpeándole la espalda, tirándole del pelo y tratando de darle patadas en las pelotas. Paris subió las escaleras, recorrió otro pasillo, abrió una puerta con el hombro y la cerró con el pie, ansioso por evitar que lo dejara impotente.

Había estado a punto sufrir un ataque de ira, pero se había calmado al ver a Sienna. Así de simple. Dijera lo que dijera Zacharel, era evidente que jamás podría hacer daño alguno a aquella mujer.

Había vuelto a buscarlo y eso merecía una recompensa.

Apenas la dejó en el suelo, Sienna se lanzó a atacarlo y, para ser sincero, él se alegró de que lo hiciera. Cualquiera cosa mejor que ese gesto de derrota. Lo golpeaba con sus pequeños puños y él lo aceptó hasta que se dio cuenta de que había cerrado mal el puño y se iba a hacer daño en la mano; entonces la agarró de la muñeca, se la llevó a la espalda y la apretó contra sí.

—¡Suéltame!

—Enseguida —le abrió el puño y se lo volvió a cerrar con el dedo pulgar por fuera—. Así es como tienes que pegar.

Los siguientes puñetazos sí que le dolieron.

—¡No vas a salir de la habitación hasta que te haya matado!

—Puedes hacerme lo que quieras, pero antes quiero que me des una explicación. ¿A qué viene todo esto?

—¡Ahhh! —se apartó de él y comenzó a caminar de un lado a otro como un león enjaulado. Todo su cuerpo desprendía energía—. ¡Todos los hombres sois una mierda! Y, por si tienes alguna duda, eso te incluye a ti.

Sienna fue hasta una cajonera y la empujó con todas sus fuerzas, el mueble cayó al suelo, que retumbó bajo sus pies, la madera se resquebrajó y se salieron los cajones. Jadeando y con cara de furia, Sienna agarró uno y se lo tiró a Paris. Él se agachó, con lo que el cajón dio contra la puerta. A ese lo siguió otro que apenas tuvo tiempo de esquivar.

—¿Qué hacen aquí tus amigos? ¿No tienes miedo de que los espíe y averigüe todos sus secretos?

—No —ya no. La había juzgado mal, pero no iba a volver a cometer el mismo error—. Igual que tú no tienes miedo de que me acueste con cualquiera mientras estamos juntos.

Otro cajón que salía volando.

—¡Eso es lo que le dijiste a Susan!

—Lo sé y desde entonces tengo que soportar los remordimientos que me provoca. A ti jamás te lo haré. Dime que lo sabes.

—Sí, lo sé, pero hace unos minutos no estábamos juntos, por eso has ido tras las primeras piernas bonitas que has visto. No soy tu novia y nunca lo seré, así que no puedo quejarme, ¿verdad?

—No —respondió él con calma—. Nunca serás mi novia —«porque eres mi esposa».

Jamás habría imaginado que utilizaría esas palabras, pero ahora que las había dicho, o pensado, se disparó su sentimiento de posesión hacia Sienna. El hecho de que fuera la mujer más sexy que había conocido solo servía para encenderlo más y más. Era la misma esencia de la pasión. Sí, se había puesto duro como una barra de acero.

Salió volando otro cajón. Ya solo quedaban cuatro. La dejaría que se desahogara y luego intervendría.

—Estoy harta de este mundo, de las mentiras, los trucos y las muertes —uno—. Esa mujer va a pagar por lo que ha hecho, claro que va a pagar —dos—. Voy a subirme al carro de la violencia y voy a matar a unos cuantos yo también, empezando por la diosa. Sin la ayuda de Ira, lo haré con mis propias manos —tres—. Ese imbécil de Cronos cree que puede manipularme a su antojo, pero no es así. ¡Estoy harta de todos vosotros! —cuatro—. ¡No pienso salvaros, se acabó! ¡He acabado contigo! Así que puedes irte...

Paris se lanzó sobre ella, la agarró por la cintura y la tiró en la cama. Sienna desplegó las alas para frenar el golpe, pero enseguida se encontró con él encima y no pudo escapar. Por una vez, no tuvo cuidado alguno al atraparla bajo su cuerpo. La agarró de las muñecas y se las puso sobre la cabeza. Ella intentó escapar, pero solo consiguió frotarse contra su erección.

Se le escapó un gemido de deseo.

«¡Más!».

—¿Estás mojada, pequeña? —no le pidió permiso, le agarró las dos muñecas con una sola mano y con la otra le subió la camisa y el sostén, para poder verle y tocarle los pechos. Tenía los pezones rosados y duros, llamándolo a gritos.

—No —dijo, pero los dos sabían que mentía—. No estoy mojada, no, no.

Le chupó un pezón y luego el otro. Sienna volvió a gemir, esa vez con más fuerza, y comenzó a mover las caderas. Él siguió chupando hasta que no aguantó más y coló la mano que tenía libre por debajo de los pantalones y de las braguitas, directa a esa humedad que ella se esforzaba en negar. Sienna pegó un bote en el colchón al sentir sus dedos.

«Sí, sí, sí».

Un dedo, luego dos y luego tres. Los hundió en su calor, tan hondo como pudo.

—Paris... yo... ¡Ahh, sí!

—Eso es —sentía la cálida humedad en la mano, abrazándolo a la perfección también así—. Antes, cuando me chupaste, yo quería hundir la cara entre tus piernas y sigo queriendo hacerlo. Voy a hacerlo muy pronto y entonces me beberé todo este jugo que sale de tu cuerpo.

—Paris... me voy a... ya estoy a punto —cerró los ojos con fuerza—. Suéltame las manos. Yo también quiero tocarte. Necesito hacerlo.

—Ya lo estás haciendo con tu cuerpo. Pequeña, me la has puesto dura mucho antes de rozarme siquiera.

—¿Sí?

—Claro. ¿Sigues enfadada conmigo?

—Sí, pero no pares.

—Tengo que hacerlo. Tengo que darte algo más —retiró los dedos antes de que alcanzara el clímax, lo que la hizo protestar—. Tengo que darte algo mucho mejor.

Los dos tenían la respiración acelerada, la necesidad se había apoderado de ambos. Paris se sentía ebrio de pasión, le ardía la sangre y apenas podía pensar.

Le bajó los pantalones y las braguitas solo lo justo. Después se abrió la cremallera de los suyos, pero no perdió el tiempo en bajárselos. No podía hacerlo. En cuanto su pene quedó libre, lo puso sobre el sexo húmedo de Sienna. Ella apenas podía abrir las piernas, así que cuando la penetró, su cuerpo lo apretó con fuerza, como si no quisiera volver a soltarlo.

Lanzó un grito de placer que a él lo volvió loco.

Cada vez que embestía, le rozaba el clítoris con la pelvis y ella gemía cada vez con más fuerza. Las palabras que salían de su boca ya no tenían sentido, eran puro deseo. Puro sexo. Paris sentía los testículos apretados, golpeándose contra sus muslos. Sentía también sus pezones, frotándole el pecho y la fricción le provocaba un torbellino de sensaciones. Satisfacción, necesidad, lujuria.

Le agarró la cara con la mano que aún tenía libre, pues con la otra aún le tenía agarradas las muñecas.

—Mírame —le pidió al tiempo que bajaba un poco el ritmo.

Sienna tardó unos segundos, pero finalmente lo hizo. Tenía los ojos encendidos, las pupilas dilatadas.

—No has acabado conmigo. ¿Me oyes? No has acabado. Tú eres mía.

—Yo... —otro grito, levantó las caderas hasta levantarlo también a él y hacer que se hundiera en ella aún más de lo que parecía posible.

Sexo gritó también, arrollado por un placer tan increíble.

Paris estalló. El orgasmo salió disparado de sus testículos, por toda su erección y se coló dentro de ella, llenándola con su semilla. Fue tan intenso que vio las estrellas.

Cuando por fin acabó, abrió los ojos y encontró a Sienna derrumbada sobre el colchón. Debía de estar aplastándola, así que rodó sobre la cama, pero como aún no había salido de ella, la arrastró consigo. Quedó acurrucada sobre su pecho, con la cara apoyada en el hueco de su cuello.

Hubo un largo silencio durante el cual fueron recuperando la respiración y sus corazones se fueron calmando. En ese silencio, Paris tuvo que admitir una gran verdad: jamás había experimentado nada igual con ninguna otra persona, ni lo haría nunca. No quería hacerlo nunca con nadie que no fuera ella.

—Nunca he tenido genio —murmuró ella.

Paris le acarició la espalda suavemente.

—Pues está claro que ahora sí lo tienes.

Ella le dio un mordisquito en el cuello. Sexo no reaccionó, se había quedado dormido.

—No deberíamos haberlo hecho.

—Quería calmarte y lo he conseguido. El misionero ha triunfado.

Otro mordisco.

—Lo que quería decir era que no deberíamos haberlo hecho enfadados.

—No he podido contenerme —reconoció Paris—. Me ha gustado ese ataque de genio.

—Sí, ya lo he visto. ¿Hay alguna postura en la que no lo hagas bien? Empiezo a tener complejo.

—Si la hay, ¿me ayudarás a practicarla hasta que me salga igual de bien que las demás?

—Lo haremos tantas veces que acabarás perdiéndote el respeto a ti mismo.

Paris se echó a reír. No pudo evitarlo, estaba... feliz. Hablaban como si fueran amigos. Eran amigos.

—No iba a acostarme con la diosa —le dijo entonces—. Te lo juro. Nunca me acostaría con ella.

Sienna le dio un beso en el pecho, justo encima del corazón.

—No hagas eso. No prometas ese tipo de cosas porque, por muy celosa que estuviera... y sí, estoy reconociendo que he sufrido un ataque de celos, prefiero que te acuestes con miles de mujeres como esa a que pierdas las fuerzas y mueras.

Paris sintió una presión en el pecho. Se salió suavemente de su cuerpo, ambos gimieron al separarse, después la desnudó y se desnudó él, dejó la pistola en la mesilla y el puñal bajo la almohada y volvió a abrazarla, pero no sin antes darle un beso en cada pezón.

—Quiero que hablemos de ello y de por qué estabas tan enfadada, porque sé que hay algo más aparte de la diosa —le dijo—. Pero antes quiero decirte unas cuantas cosas y quiero que tú me hables de ti. Quiero conocerte mejor —en todos los sentidos.

No se levantarían de la cama hasta que hubiese conseguido que desnudara también su alma.

—De acuerdo.

—Susan Dille —comenzó a decir él—. Sentí algo por ella. Quería que las cosas funcionaran entre nosotros, pero estaba muy débil y al final me di por vencido y me acosté con otra. Ella se enteró y a partir de entonces todo empezó a estropearse. No quiero que me pase lo mismo contigo.

—¿Por qué soy distinta? —susurró Sienna—. Quiero decir, ¿por qué puedes estar conmigo más de una vez?

—Yo también me lo he preguntado y he llegado a la conclusión de que es porque el deseo que siento por ti es más fuerte que mi demonio.

—Paris... Es lo más bonito que me han dicho nunca.

—Me alegro. Bueno, es hora de que confieses. Empieza a hablar.

La seducción más oscura
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