Capítulo 31

 

 

Para cuando se hubieron vestido y salieron de la cueva al enorme y cruel reino en el que los esperaba Zacharel el Cinturón de Castidad, Paris había recuperado todas sus fuerzas y alguna más. Tenía los músculos cargados de adrenalina, los huesos de acero y el paso firme; se sentía más seguro y con un mayor equilibrio.

Y todo gracias a Sienna.

—He utilizado mi energía para llevar al caído... a otra parte, así que tendremos que ir caminando hasta la puerta —le explicó Zacharel a Sienna. Tenía el rostro demacrado y la piel sin brillo—. Porque sigues prefiriendo eso, ¿no? Antes me dijiste que preferías ir caminando con Paris que volando conmigo, aunque creo que no vas a tardar mucho en darte cuenta que no ha sido la decisión más acertada, ahora mismo es lo mejor que puedo ofrecerte.

—Gracias —respondió Sienna, tan correcta como siempre.

—Zacharel, si te vas a quedar con nosotros, al menos haz algo útil —Paris echó a andar en primer lugar y le hizo un gesto a Sienna para que lo siguiera, dejando al ángel en la retaguardia—. Protégela con tu vida si fuera necesario.

Alrededor del ángel, solo de él, soplaba un viento frío, cada vez más helador.

—Esa es mi intención y da igual de dónde o de quién provenga el peligro.

Lo había dicho con voz tranquila, pero la expresión de su cara daba a entender que ese peligro podría proceder de él y que Zach acabaría con él si hacía falta.

Bueno era saberlo.

En el camino hacia allí, yendo en busca de Sienna, no había visto prácticamente a ninguna criatura y había podido disfrutar de la suave luz rojiza de la luna. Ahora, sin embargo, había multitud de sombras que se deslizaban en todas direcciones y la única luz procedía de algún que otro demonio, como los que habían seguido a Sienna con la intención de hacerle daño. Ahora estaban clavados en estacas y los habían quemado vivos.

Paris le tomó la mano a Sienna e hizo que se agarrara a la cinturilla de su pantalón.

—No me sueltes a menos que tenga que defenderte —le indicó.

«No quiero que tenga que luchar».

—No lo haré —respondió ella, segura y sin miedo.

«Esa es mi chica».

Así fueron avanzando por el páramo hasta llegar a una zona cubierta de tiendas de campaña. Sexo guardaba silencio y esa vez Paris no tenía la menor duda de que estaba descansando de tanto placer, no escondiéndose.

Se oyó un ruido. Parecía una dentellada.

Enemigos.

Oteó en la oscuridad y enseguida encontró el origen del ruido y del peligro, se encontraba en lo alto de una de las tiendas más cercanas. No tardó en ponerse en movimiento. Se acercó agazapado y clavó el puñal en el tronco de aquella criatura que parecía una enredadera, igual que las que lo habían atacado mientras descendía por el acantilado para llegar al castillo de Cronos. Un segundo después estaba ya erguido, observando los restos de la planta.

No tuvo tiempo de relajarse. Inmediatamente aparecieron otras tres. Lanzaba el cuchillo a un lado y a otro, desgarrando y cortando lo que encontraba a su paso y, a juzgar por los ruidos que oía detrás, Sienna y Zacharel estaban haciendo lo mismo.

Echó un vistazo rápido para comprobar que su chica estaba bien. Tenía la mirada clavada en él y se lanzaba contra cualquier cosa que intentara atacarlo. No tenía herida alguna. De pronto se abalanzó sobre ella una rama con colmillos que salían de las hojas. Pero Sienna estaba demasiado ocupada defendiéndolo como para defenderse ella.

Paris estiró un brazo para lanzar un golpe, pero solo consiguió que le arrancaran un trozo de piel y le desgarraran un músculo. Se mordió los labios para no gritar de dolor. Muy bien, ahora sabía qué era lo que caía de aquellos dientes como si fuera baba. Era ácido.

—Llévatela de aquí volando —le ordenó a Zacharel sin dejar de atacar. Prefería perder a Sienna de ese modo que de otro más permanente.

—Ya te he dicho que he gastado toda mi energía en llevarme al caído.

Debería haber acabado con aquel ridículo punki de pelo rosa, pero no, había tenido que compadecerse de él. Había aprendido la lección. No se podía ser blando porque no se tardaba en sufrir el castigo.

—No pienso marcharme —declaró Sienna mientras agarraba un tallo y le clavaba el puñal de cristal que él le había regalado. Era rápida, pero no lo suficiente, así que no tardaría en tener aquellas ramas por todas partes—. La pistola ha debido de caérseme al agua, lo siento.

La oscuridad crecía en su interior. Soltó los cuchillos y sacó también él su puñal de cristal, bastó con pensar la orden para que el arma apareciera en su mano, convertida en una antorcha de fuego. La clavó en las paredes de cuero de la tienda de campaña, que enseguida empezaron a arder. Las chispas saltaron a la siguiente tienda.

Mientras Sienna y Zacharel se alejaban, se oían gritos y el crepitar del fuego.

Aminoraron el paso cuando se encontraban a más de un kilómetro de allí.

—Pensé que querías pasar desapercibido —le recordó Zacharel.

—Teníamos que darles un mensajito —por suerte, también las sombras recibieron el mensaje de no meterse con Paris y su gente, porque se mantuvieron alejadas.

De no ser por Sienna, Paris las habría atacado para recalcar aún más el mensaje. Pero lo primero era el bienestar de Sienna.

«Siempre puedes volver por ellas en otro momento». Cierto. Cuando se separase de Sienna iba a necesitar una buena lucha para recuperar un poco de calma.

Estupendo. La idea de que Sienna fuera a abandonarlo había vuelto a encenderle la sangre. Tardaría varias horas en empezar a tranquilizarse. Hasta entonces, nadie se atrevió a acercarse a él y más de una vez le vino a la cabeza lo que había dicho Zacharel.

Esa oscuridad... esa furia. Zacharel había dado a entender que algún día Paris haría daño a Sienna. Sin embargo, estando de la cueva, se había visto consumido por la oscuridad y la cólera, pero en todo momento había recordado con quién estaba y no había permitido que ella pagase por su mal carácter.

Lo mismo había ocurrido con las enredaderas. Había intentado protegerla y la necesidad de hacerlo siempre había estado por encima de la de atacar a otros.

Eso era bueno, ¿verdad? Pero, ¿y si alguna vez era ella la que lo hacía enfadar? ¿Y si la oscuridad se centraba en ella?

No, no. Eso no ocurriría jamás. Lo que ocurría era que Zacharel había conseguido ponerlo paranoico. También era cierto que, una vez se plantaba la semilla de la duda, podía adquirir vida propia y la posibilidad de que eso ocurriera le hizo romper a sudar.

Sienna tenía un efecto sobre él que nadie antes había tenido. Lo aceptaba tal como era, bueno, malo y feo. Pero si alguna vez lo traicionaba o lo mentía, si alguna vez se enfrentaba a él o le daba la espalda, Paris no sabía cómo reaccionaría. Especialmente ahora que sabía lo maravilloso que era tenerla rendida en sus brazos.

«¿Por qué piensas en lo peor?». Le había entregado su confianza y no podía deshonrarla, ni deshonrarse a sí mismo dejándose llevar por los temores. Nunca le había preocupado deshonrarse a sí mismo, pero no soportaba la idea de fallar a Sienna.

Ella lo había chupado, lo había saboreado y besado con tanta dulzura que Paris jamás volvería a ser el mismo. Lo había visto en su peor momento, conocía su pasado y su futuro y, aun así, seguía mirándolo con la misma fascinación, como si fuera realmente importante para ella. Paris no iba a menospreciar tal regalo. Porque sin duda era un regalo.

Sienna tropezó con una piedra y, al chocar contra él, lo sacó de su ensimismamiento. La agarró antes de que cayera al suelo.

—Perdona —se disculpó mientras se recomponía.

A él el sexo le había dado fuerzas, pero era evidente que a ella la había dejado cansada.

No debería haberse sentido orgulloso de ello, pero lo hizo.

—No creo que me hayas oído quejarme por tenerte cerca.

Ella esbozó una deliciosa sonrisa.

—Es cierto.

Seguramente Zacharel estaba meneando la cabeza.

Paris no tardó en volver a concentrarse en el camino. Examinó el terreno con la mirada. Aún quedaban por delante muchos kilómetros de oscuridad, salpicados de pequeñas minas de tierra. Como el charco que tuvo que saltar a continuación y ayudar a Sienna para que hiciera lo mismo. El agua olía a cuerpos putrefactos, seguramente porque... sí, allí había unos ojos sin vida y sin rostro.

Junto a ellos pasó una mosca tan grande como su puño y luego otra. Una de ellas se le posó en el brazo y le mordió el bíceps. Paris le dio una palmada al insecto con la intención de espantarlo, pero lo que hizo fue aplastarlo y el contenido salpicó en todas direcciones.

Aquel reino estaba habitado por una colección de criaturas repulsivas que parecían salidas de sus películas de miedo preferidas. Sí, le gustaban esas cosas, pero también disfrutaba con las novelas románticas o haciendo galletas de chocolate...

Hacía mucho que no tenía tiempo para esas cosas, y de pronto... se dio cuenta de lo mucho que lo echaba de menos. Cómo le gustaría sentarse en un sofá junto a Sienna a ver una de esas películas. Después, podrían acurrucarse y quizá leer juntos algunos capítulos de una buena novela romántica.

Pero nada de eso iba a suceder. Sienna y él se separarían en cuanto llegaran a la puerta de aquel reino. Como era de esperar, solo con pensar en ello, volvía a sentir deseos de matar... hacer daño ya no le bastaba. Casi deseaba que los atacara algún otro ser peligroso y cruel echando espuma por la boca.

No era buena señal. Significaba que su obsesión por Sienna había pasado al siguiente nivel.

Quizá podría haber hecho el esfuerzo de dejarla marchar con Zacharel antes de entrar en la cueva. Pero ahora... Ahora era imposible. Sienna era todo lo que siempre había deseado e incluso todo lo que nunca había sabido que quisiese y necesitase, todo ello en un cuerpo delicado y sexy. Se convertía en guerrera cuando era necesario y en sirena cuando él lo necesitaba. Pero nunca dejaba de ser dulce y generosa. Y valiente, increíblemente valiente.

No había salido corriendo cuando ese punki de pelo rosa había irrumpido en la cueva. Se había quedado allí por si él la necesitaba. La admiraba tanto por ello. Lo cierto era que empezaba a admirarla por todo.

De repente Paris entendió a su amigo Amun mejor de lo que le había entendido nunca. La mujer de Amun también había sido Cazadora y en otro tiempo había ayudado a asesinar a su gran amigo Baden, motivo por el cual la habían odiado todos los Señores del Inframundo, incluyendo a Paris, y habían querido ver sus tripas desparramadas por la fortaleza en la que vivían. Pero Amun se había mantenido firme y la había defendido hasta que había conseguido que todos acabaran aceptándola.

Quizá hiciera lo mismo con Sienna después de encargarse de Cronos... la llevaría a Budapest y jugaría con ella a las casitas. Sin duda al principio sería difícil. Ella no había matado a nadie, pero los Señores no iban a sentir simpatía alguna por ella después de haber visto el estado en que había quedado su cuerpo tras la tortura de sus antiguos aliados. Sus amigos lo habían visto sufrir tras su muerte y lo habían oído maldecir por sentir lo que sentía por ella sin que ella sintiera lo mismo.

Pero ahora era distinto. Sienna había cambiado de opinión sobre él y él sobre ella. No sabía muy bien qué había provocado tal cambio en su caso, pero tenía la impresión de que básicamente se había debido a que ahora deseaba creer en ella, tal y como le había explicado. Ni siquiera sabía decir cuándo había ocurrido, lo único que sabía era que Sienna no estaba allí para hacerle ningún daño.

Volvió a pensar en los temores que habían provocado en él las acusaciones de Zacharel y se dio cuenta de que eran absurdos.

Conocía bien a las mujeres y el sexo y creía saber interpretar sus emociones en medio del encuentro sexual. Además, ya había estado con Sienna antes y, si bien entonces también lo había deseado, lo que había sentido por él no tenía nada que ver con lo que sentía ahora.

Fuera lo que fuera lo que había ocurrido en su interior para hacerla cambiar respecto a él, se alegraba enormemente de que fuera así, ya que le encantaba estar con ella. Sienna le infundía paz. ¿Qué iba a hacer sin ella?

¿A quién iba a llevarse a la cama cuando se sintiera débil?

La idea de estar con alguien que no fuera ella le revolvía el estómago como si fuera a vomitar... sangre. Solo la deseaba a ella y a nadie más. Pero cuando se separaran, y tendrían que hacerlo, porque no podía llevársela a atacar a Cronos, sobre todo con la ambrosía que corría por sus venas, tendría que acostarse con alguien.

Si seguía por esos derroteros, acabaría derrumbándose.

Quizá sintió su inquietud porque en ese momento Sienna le agarró una mano y se la llevó a los labios. Paris volvió a recuperar la calma con solo ese beso.

—¿Qué hiciste con ese tipo, con el caído, creo que le has llamado? —estaba preguntándole a Zacharel—. ¿Sigue vivo?

—Sí —se limitó a responder el ángel.

—Volverá a por mí —dijo Paris, incapaz de librarse de la culpa y del odio. Pero, para cuando el caído se hubiese curado de las lesiones, él ya se habría separado de Sienna. Ella estaría a salvo.

De pronto vio ponerse en movimiento una sombra que se lanzó hacia Sienna a la velocidad de un rayo. El único color que se veía era el rojo de la sangre que goteaba de sus fauces.

Paris se colocó delante de ella y agarró a la sombra del cuello. Le sorprendió comprobar que tenía una forma perfectamente sólida. Dio la orden para que el puñal de cristal se transformase en lo que fuera necesario para destruir una sombra. Le metió el arma en la boca, sin importarle que los colmillos le desgarrasen la piel. La criatura gritó de dolor hasta que explotó en un sinfín de partículas que saltaron por los aires.

—Gracias —dijo Sienna, casi sin voz.

—Tú y yo no nos damos las gracias por estas cosas, ¿recuerdas? —nunca la protegería para recibir elogios o agradecimiento.

Sus deliciosos labios se curvaron para formar una radiante sonrisa que Paris vería en sus fantasías el resto de la eternidad. El deseo que sentía por ella adquirió nueva vida.

Ella alargó la mano como si fuera a acariciarle la cara, pero la voz de Zacharel la interrumpió.

—Que la Deidad me salve de tanta tontería.

Sienna dejó caer la mano.

—No creo que tu Deidad se preocupe por salvarte —respondió Paris—. Estoy seguro de que las mujeres se dan cuenta en seguida de que no merece la pena hacer ningún esfuerzo por ti.

El ángel parecía satisfecho de que fuera así.

Paris pensó que eran como dos polos opuestos. Zacharel jamás había sentido ni un ápice de excitación, así que no sabía lo que se perdía. Pobre de la chica que acabara por despertar su interés. Tendría que ser muy valiente, porque seguramente, Zacharel lucharía con uñas y dientes antes de dejarse llevar a la cama y quizá luego la culpara por introducirlo en el mundo de la pasión.

No estaría mal poder verlo.

En otras circunstancias, Paris podría haber hecho que sexo expulsara su aroma sobre Zacharel y seguramente hasta el ángel habría caído preso de las eróticas imágenes que conseguían conquistar a todo el mundo.

Dejó de elucubrar al sentir que Sienna estaba en tensión. La miró y notó que tenía las mejillas más sonrojadas de lo habitual, como si tuviese fiebre. Tenía los ojos clavados en la distancia, en el castillo que acababa de aparecer a lo lejos.

El vínculo que la ataba a ese lugar debía de estar ganando fuerza.

Paris le echó un brazo por los hombros y la apretó contra sí con cuidado de no aplastarle las alas. Ella no protestó, sino que se acurrucó contra él, escondiendo el rostro en su cuello.

—No te preocupes —le dijo con un beso—. No voy a permitir que te alejes de mí.

Respiró aliviada y agradecida.

—Gra... Bueno, nada.

—Buena chica.

Zacharel frunció el ceño.

—¿Seguís teniendo la intención de separaros?

Paris perdió el buen humor de golpe al oír aquello y le lanzó al ángel una mirada con la que le dijo que ojalá se muriese.

—Sí —respondió Sienna con frialdad, pero luego se frotó el pecho con la mano como si le doliese—. Nos separaremos.

Paris se tragó de inmediato la indignación que sentía. Tenía que ser así y lo sabía. De hecho había sido él el que lo había propuesto.

—Me alegro —el ángel asintió con gesto de aprobación, soltando copos de nieve por todas partes.

—¿Qué más te da? —le preguntó Paris, que aún no comprendía los motivos de la presencia de Zacharel.

—No es que me importe —admitió encogiéndose de hombros—. Simplemente sé que no podrías tener una relación.

Era obvio que creía firmemente en lo que decía.

—Nuestra relación no es asunto tuyo, así que puedes guardarte tu opinión.

—En realidad sí que es asunto mío, los dos lo sois.

Paris empezó a verlo todo rojo, una reacción que no llegaba en el momento más adecuado, pero que tampoco podía controlar. Zacharel había levantado los pies del suelo y flotaba en el aire, batiendo las alas. Paris tuvo que apretar los dientes para no agarrarlo.

Por si acaso, colocó a Sienna a su espalda.

—¿Y lo de que estabas demasiado débil para volar?

—He recuperado las fuerzas.

—¿Cómo?

—Eso no importa —dijo, como si estuviese preparándolo para lo que iba a ocurrir.

Paris echó mano al arma.

—¿Estás seguro de que quieres ir por ahí?

—Una parte de ti espera poder quedarse con ella, si no, no habrías reaccionado tan violentamente —dijo y continuó antes de que Paris pudiera decir nada—: ¿Te acuerdas cuando te dije que si seguías así acabarías perdiendo todo lo que amabas?

Paris abrió la boca, pero no llegó a hablar. Las caricias que Sienna estaba haciéndole en la mano le impidieron soltar los improperios que tenía en la cabeza.

—No te mentí, demonio. Sabes que nunca miento y creo que ha llegado el momento de que te demuestre que puedo ser un enemigo muy peligroso.

Paris parpadeó. De repente se encontró en el aire, sobre el puente levadizo del castillo. Zacharel lo apretaba contra su pecho. El corazón le latía con fuerza.

—¿Cómo has hecho eso? —¿y dónde diablos estaba Sienna?

—Con poderes que ni siquiera imaginas. Pero esto no es lo que quería enseñarte —el ángel fue aflojando las manos dedo por dedo—. Espero que aprendas que puedo ayudarte... pero también destruirte.

—Más te vale no hacer lo que creo que estás pensando, pedazo de...

Entonces perdió el contacto con sus manos y con el resto de su cuerpo y cayó de golpe contra el puente. Apenas había aterrizado sobre los tablones de madera cuando oyó a las gárgolas, gritando a su espalda, batiendo las alas y afilándose las garras.

Lo había hecho. Zacharel lo había soltado.

—¡Hijo de puta!

La seducción más oscura
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