Capítulo 3

 

 

Paris se había equivocado en algo. No tenía un rival. Tenía varios. Al descubrirlo sintió aún más impaciencia. El día iba mejorando por momentos. Antes había matado a un puñado de Cazadores y ahora, de postre, tenía un trío de ángeles caídos, a cual más grande. Llevaban el pecho descubierto, ¿sería una nueva moda? Podía ver las cicatrices de su espalda en el espejo que había en la pared.

Entre los tres formaban un muro de músculos, con los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas separadas para repartir el peso del cuerpo entre ambas. Una postura típicamente amenazante.

«Los deseo», dijo Sexo, como si fuera algo nuevo.

—No vais a salir de esta —los amenazó. Últimamente no podía permitirse dejar supervivientes porque tenían la mala costumbre de volver en busca de venganza.

—Te he visto —dijo el de la izquierda—. Sonríes y las mujeres caen rendidas a tus pies, pero dejará de ser así cuando te saque la columna vertebral por la boca. Después les diré a tus enemigos dónde estás. Sí, sé quién eres, Señor del Sexo, y también sé que los Cazadores están deseando tener el placer de matarte.

El de la derecha esbozó una sonrisa con la que parecía decir: «Sí, he perdido las alas y estoy encantado de ser malo».

—Me gusta cómo suena eso. Puede que me una a ellos solo para ver lo que hacen contigo cuando nosotros hayamos terminado.

El del centro, el más grande de los tres, le puso una mano en el hombro al que acababa de hablar para hacerlo callar. Tenía un halo blanco tatuado en el cuello, lo que quería decir que o acababa de caer, que aún tenía algún vínculo con los ángeles, o que le gustaba recordar los viejos tiempos. En cualquier caso, iba a acabar igual que sus amigos.

—Menos palabras y más dolor.

—Sí, más dolor —aceptó Paris al tiempo que desenvainaba sus dos puñales preferidos, cuyos filos brillaban como arcoíris.

—Oye, aquí dentro no se pueden utilizar armas —le advirtió el camarero—. Solo los puños.

El bar entero enmudeció y observó la escena con interés.

—Intenta quitármelas —así tendría más adversarios y habría más derramamiento de sangre. Lo que le reportaría más satisfacción.

—Eso sería injusto —dijo alguien.

Exacto. Sin hacer trampas, no era tan divertido. Pero, a pesar de lo perdido que estaba en el oscuro placer de la violencia, Paris seguía sabiendo fingir, así que ordenó a los puñales que desparecieran para que nadie pudiera verlos aunque siguieran en sus manos. Y, como eran mágicos, lo obedecieron.

—No me importa las armas que utilices —aseguró el del halo.

—No deberías haber venido por aquí —dijo el de la izquierda a la vez que descruzaba los brazos—. Este es nuestro territorio y tenemos que defenderlo.

—Vamos a asegurarnos de que no puedas volver nunca más —añadió el tercero, apretando los puños—. Va a ser divertido.

—Sin duda —respondió Paris, aproximándose a ellos—. Pero para mí.

Los tres se acercaron también.

Se encontraron en el centro. En cuanto los tuvo al alcance, Paris le lanzó una patada al de la izquierda al tiempo que le daba un puñetazo al de la derecha. El primero se encogió de dolor. El segundo murió en el acto. Paris lo había golpeado con el puñal invisible, que se le había clavado en la carótida.

Uno menos. Aún quedaban dos.

El del halo le lanzó un puñetazo, pero Paris se agachó justo a tiempo para que solo le diera al aire, el impulso le hizo girar sobre sí mismo. Cuando Paris volvió a ponerse recto se encontró con el de la izquierda, que había recuperado las fuerzas y se había abalanzado sobre él para tratar de desgarrarle la traquea con unas garras que antes no había tenido. Quizá por suerte, o quizá gracias a su talento, el muy bastardo movió la mano al ver que Paris cambiaba de posición y lo alcanzó en el tendón que iba del cuello al hombro. Le hizo un profundo desgarro antes de que Paris lo apartara de un golpe, y no pudo evitar que se llevara consigo parte de su piel y sus músculos.

Pero no le dejó marchar. Lo sujetó a pesar de que el del halo había vuelto a la carga, y consiguió golpearlo, primero en los riñones, para sorprenderlo e inmovilizarlo, y luego en el corazón, para matarlo. Murió del mismo modo que su amigo.

Dos menos. Solo quedaba uno.

Paris soltó el cuerpo sin vida y sonrió al oír el golpe seco que hizo al caer al suelo. Mientras tanto, el del halo seguía dándole golpes. Uno tras otro. Paris sintió el dolor en el ojo y luego en el labio. La sangre le caía por la cara y veía puntitos brillantes. Sexo parecía haberse escondido en algún rincón de su mente. Los puñetazos le hacían aterrizar sobre las mesas, sobre las sillas y sobre la gente.

Por fin consiguió esquivar uno de los golpes, lo que le permitió recuperar el equilibrio y volverse hacia su oponente con la intención de desgarrarle la pierna y hacerlo caer. Pero aquel ser que en otro tiempo había sido un ángel parecía conocer todos los trucos sucios y dio un salto justo a tiempo.

A un metro de distancia el uno del otro, se miraron mutuamente. Paris aún no había conseguido golpearlo ni una sola vez. Quería hacerlo e iba a hacerlo y, cuando lo tuviera inmovilizado, lo abriría en canal desde el ombligo hasta el cuello.

Por el rabillo del ojo vio un brillo de alabastro y oro entre las plumas de un ángel guerrero, y también la nieve que parecía haberse convertido en la acompañante fiel de Zacharel.

«Ese hombre desea a su mujer tanto como tú a la tuya. ¿Vas a castigarlo por ello?».

Aquellas palabras retumbaron en la mente de Paris, como un rayo de luz cargado de esperanza, y, para su propia sorpresa, la oscuridad perdió fuerza y pensó: «No, no quiero castigar a un hombre por luchar por la mujer a la que desea. Aunque en este caso el obstáculo sea yo».

—Seguramente voy a lamentar esto —dijo Paris, apretando los puñales con fuerza, por si acaso—, pero estoy dispuesto a dejarte marchar. Solo te lo ofreceré una vez. Lárgate y no te mataré. Así de simple. No voy a negociar.

Halo lo miró fijamente y levantó bien la cabeza. Paris no sabía quién era, pero no ponía en duda su atractivo de rockero punki. Tenía el pelo teñido del mismo color rosa que el teléfono y las uñas de Viola, una lágrima tatuada bajo cada ojo y un aro de acero en el labio inferior.

—No voy a irme. Esa mujer es mía y no voy a permitir que la hagas tuya, que te aproveches de ella y luego la abandones cuando hayas acabado.

Paris pensó que al final todo se reducía a eso, asqueado consigo mismo y con el insaciable deseo sexual de su demonio. Aquel tipo había dicho lo único que podría invalidar su decisión de no negociar. Tendría que probar otra estrategia.

—¿Viola te corresponde?

—Lo hará.

Lo mismo que había creído Paris de Sienna. Para ser sincero, seguía creyéndolo. Esperaba que hubiera algo que pudiera decir o hacer para conseguir que cambiara de opinión sobre él, para que lo deseara como él la deseaba a ella.

¿Tendría alguna oportunidad aquel ángel caído? Las hembras eran las criaturas más obstinadas que había en el mundo.

—Solo para que lo sepas, yo no deseo a Viola —dio un paso a la izquierda, su adversario hizo lo mismo, de modo que acabaron los dos dando vueltas lentamente.

A cada segundo, Paris se acercaba un poco más a lo que había sido en otro tiempo: un ser honrado y valiente. Sabía que no duraría, pero decidió dejarse llevar mientras pudiera.

—¡Mentira! —exclamó el del halo con la fuerza de un volcán—. Yo nunca había deseado a ninguna mujer y, sin embargo, a ella la deseo. Todo el mundo la desea.

—Yo no. Solo he venido a averiguar algo que me sirva para salvar a mi hembra. Nada más.

Se hizo un largo silencio mientras el del halo estiraba y doblaba los dedos una y otra vez, tratando de decidir si Paris estaba mintiendo.

—No —dijo y meneó la cabeza con la misma obstinación que habría mostrado una mujer—. No te creo. Llevas dentro la maldad de un demonio, no podrías controlarte. Si te dejo, acabarás aprovechándote de ella.

No lo haría. Estaba demasiado cerca de Sienna, por lo que iba a esperarla todo el tiempo que pudiera. Pero para ello tenía que seguir con vida. Muy bien. Era posible que acabara acostándose con Viola. La lucha por la supervivencia lo había obligado a hacer cosas terribles. Quizá debiera decirle que también Viola llevaba un demonio dentro, pero no creía que su adversario fuera ya capaz de pensar de un modo lógico.

Paris respiró hondo. La oscuridad volvía a crecer en su interior.

—Entonces acabemos con esto.

Pars...

—¡No! —gritó para acallar la voz de Zacharel que retumbaba en su cabeza—. Lo he intentado a tu manera y no ha funcionado.

Se lanzaron el uno sobre el otro. Paris sintió los puñetazos y el dolor que provocaban, pero se dio cuenta de que el del halo no se protegía bien. No le clavó un puñal en una zona vital como había hecho con los otros dos, quizá le había quedado algo de la luz de Zacharel, lo que hizo fue asestarle una puñalada en el muslo, desgarrándole ligeramente el músculo femoral.

El ángel caído siguió golpeándole sin darse cuenta de que, si no le cerraban la herida pronto, no tardaría en desangrarse. Cayeron los dos sobre una mesa y de ahí al suelo, llevándose consigo varios vasos. Los cristales le cortaron los brazos y la espalda, pero Paris siguió defendiéndose hasta que por fin consiguió apartar a su adversario.

Lo vio ponerse en pie y parecía tener la intención de volver a la carga, pero la hemorragia había terminado por dejarlo sin fuerzas, por lo que cayó al suelo, como una roca en el mar. Se había quedado blanco y tenía los ojos inyectados en sangre.

Los ángeles caídos no se recuperaban como los inmortales sino como los seres humanos; lentamente. Y a veces no lo conseguían.

—Has...

—Ganado —conseguido. Había acabado con los tres—. Haz que te curen esa herida y puede que te recuperes.

—Pero has... —lo miró con incredulidad—. Has hecho trampas. He sentido el filo de un puñal. ¡Muchas veces!

—Siento ser yo el que te lo diga, pero son cosas que pasan. Puede que quieras probarlo alguna vez. Además, dijiste que te daba igual las armas que utilizase.

Oyó un murmullo a su espalda.

Paris se dio la vuelta lentamente. La gente estaba más preocupada por recuperar el dinero de las apuestas que en escapar de él.

—¿Quién es el siguiente? —preguntó mientras la sangre que goteaba de los puñales, todavía invisibles, formaba dos charcos en el suelo.

De pronto todos tenían mucha prisa por desaparecer. Su marcha le permitió ver a Zacharel. El ángel tenía los brazos cruzados sobre el pecho y lo miraba con cara de preocupación.

—¿Sigues aquí? —le preguntó Paris a modo de reto—. ¿Tú también quieres algo de mí?

Zacharel frunció el ceño y desapareció en silencio.

¿A qué venía tanto interés?

¿Acaso importaba? Paris volvió junto a Viola con impaciencia. Seguía mirándose al espejo, así que guardó los puñales y se la llevó de allí. Para empezar, no quería tener que luchar con nadie más. Tampoco quería que el del halo sufriera más viéndola con él. Y, por último, no quería que Viola tuviese tiempo de cambiar de opinión sobre lo de darle la información que necesitaba. Entonces tendría que acostarse con ella.

El del halo los vio marchar, mirándola con deseo y a él, con odio. No había duda de que volvería en busca de venganza. «Tendría que haberlo matado». Aún podía hacerlo, pero prefirió no volver a terminar el trabajo. Zacharel podría volver y armar jaleo.

—Oye —dijo Viola, que por fin había salido del trance—. ¿Qué crees que estás haciendo?

«La deseo», dijo Sexo, saliendo de entre las sombras de su mente.

«No me hagas perder el tiempo. Tengo algo importante que hacer».

—Voy a ponerte a salvo —le mintió Paris—. No querrás que tus admiradores te agobien, ¿verdad?

—Claro que quiero —respondió ella, tratando de zafarse de él—. Voy a enseñarte algo sobre las mujeres. Nos gusta que nos admiren de lejos y que nos adulen de cerca.

Paris no necesitaba lecciones.

—Quería decir que esos admiradores tuyos no estaban tratándote como mereces. No son dignos de tu presencia.

Eso bastó para que dejara de resistirse.

—En eso tienes toda la razón.

Por supuesto, Viola no había apreciado el sarcasmo de sus palabras.

Paris se detuvo al llegar a un callejón. Era el lugar perfecto. La luna estaba tan cerca que solo tenía que alargar la mano para tocarla. Las nubes estaban aún más cerca, envolviéndolo todo en una bruma húmeda. El lugar estaba bien iluminado, pero nadie podría ver lo que allí sucedía.

Acorraló a Viola contra la pared, apretándola con su cuerpo para obligarla a prestarle toda su atención. Pero, por desgracia, ya la tenía toda puesta en el teléfono y estaba tecleando de nuevo.

«¡La deseo. La deseo. La deseo!».

«Púdrete».

—El Señor del Sexo está más cubierto de sangre que antes y... magullado... No me gusta nada lo que veo. Enviar.

Paris le quitó el teléfono de las manos, pero en lugar de tirarlo al suelo y pisotearlo como le pedía el instinto, volvió a guardárselo en la bota.

—Ya escribirás más tarde. Ahora vas a hablar conmigo. ¿Qué tengo que hacer para ver a los muertos? Acuérdate de que tus seguidores te han pedido que me ayudes.

Viola hizo un mohín, pero no tardó en hablar.

—Quema el cuerpo del alma que deseas ver y quédate con las cenizas. Por cierto, ¿te he contado que una vez me quedé con las cenizas de...?

Siguió hablando sobre lo que había hecho, sobre sí misma y sobre su vida, pero Paris no la oía, solo podía pensar en Sienna. Ya había quemado su cuerpo y se había quedado con las cenizas. No sabía por qué lo había hecho; no había podido separarse de lo poco que quedaba de ella. Desde entonces, llevaba en el bolsillo un pequeño frasco con una parte de dichas cenizas.

De alguna manera debía de haber sabido que acabaría necesitándolas.

—Pero tiene que haber algo más —dijo cuando Viola se calló por fin. Hacía unas cuantas semanas que Sienna había escapado de Cronos y había ido tras Paris, pero él no la había visto.

Paris no se habría enterado de nada de no haber estado con William, otro guerrero inmortal capaz de ver a los muertos, que le había dicho que había una chica muerta a sus pies. Por supuesto, Cronos no había tardado en localizarla y volver a encerrarla.

Algo por lo que pagaría muy caro el rey de los Titanes.

—Claro que lo hay. Tienes que mezclar las cenizas con ambrosías y tatuarte los ojos con la mezcla —aclaró Viola—. Te prometo que la verás. Si quieres tocarla, tatúate la punta de los dedos. Si quieres oírla, tatúate detrás de las orejas, y así sucesivamente. Me acuerdo una vez que...

Paris dejó de escucharla una vez más. Podía hacerlo. A muchos podría parecerle asquerosa la idea de hacerse tatuajes con las cenizas de un muerto, pero Paris habría hecho cosas mucho peores.

—¿Podré olerla? ¿Y lamerla? —preguntó, interrumpiendo el monólogo de Viola.

—Solo si te tatúas el interior de la nariz y la lengua. Una vez, estando en el Tártaro, yo...

—Espera.

«¡Ya está bien! No me interesa», dijo Sexo de repente. «Busca a otra persona».

Por una vez estaban de acuerdo.

—¿Hay algo más que deba saber? ¿Alguna consecuencia de la que debas advertirme?

—Paris.

Aquella voz que tan bien conocía hizo que Paris se diera la vuelta rápidamente con el estómago revuelto. La visita de Lucien siempre iba acompañada de malas noticias.

—¿Qué ocurre?

La seducción más oscura
titlepage.xhtml
Khariel.htm
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_002.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_003.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_004.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_005.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_006.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_007.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_008.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_009.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_010.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_011.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_012.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_013.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_014.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_015.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_016.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_017.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_018.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_019.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_020.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_021.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_022.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_023.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_024.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_025.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_026.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_027.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_028.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_029.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_030.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_031.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_032.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_033.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_034.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_035.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_036.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_037.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_038.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_039.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_040.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_041.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_042.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_043.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_044.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_045.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_046.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_047.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_048.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_049.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_050.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_051.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_052.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_053.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_054.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_055.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_056.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_057.html
CR!CEHFKRX1CH4PV96T11WVQ0WXC97P_split_058.html