Capítulo 9
Cronos apareció en sus aposentos privados, agarrando del cuello a un Cazador. En cuanto aparecieron los muros del dormitorio y se materializó la cama de madera de ébano, soltó al Cazador ante sí. Solo la mullida alfombra que cubría el suelo impidió que el humano se rompiera las rodillas al caer. Esa era la única compasión que iba a mostrar por él.
Oyó ruido de cadenas sobre la cama. Era la hembra que había dejado allí, desnuda, que al verlo trataba de liberarse. Ella era la única culpable de su situación. Cronos jamás la habría hecho prisionera si no se hubiese presentado allí con la intención de seducirlo y encadenarlo.
La observó con una sonrisa en los labios. El pelo oscuro le caía sobre los hombros magullados, lo que hacía pensar que llevaba ya tiempo forcejeando con las cadenas. Su piel, normalmente pálida, había adquirido un color cetrino y sus ojos, enrojecidos, le lanzaron una mirada de odio absoluto que le hizo sonreír aún más.
—Te voy a matar por lo que me estás haciendo —le dijo, pero después se calmó y sonrió también, de un modo malévolo y provocador—. Pero antes jugaré un poco contigo.
Seguramente era la única hembra capaz de hacerle daño, pero Cronos jamás lo admitiría en voz alta.
—¿Te parece manera de recibir a tu esposo?
Rhea, reina de los Titanes, lo miró como si no fuera más que una bestia a la que quisiera arrancarle la piel para lucirla como un trofeo.
—Sería mejor hacerlo clavándote un puñal en el cuello.
Cronos hizo un gesto de indiferencia con el que pretendía enfurecerla aún más.
—Ten cuidado, querida. Corres el peligro de excederte en tus protestas.
—¡Aaaagg! —gritó con toda la fuerza del demonio de la Lucha que llevaba dentro—. Pagarás por esto.
—Sí, ya me lo has dicho —Cronos soltó un suspiro burlón—. Te humillas demasiado, querida mía, pero continúa si así lo deseas. Lo que más me gusta es cuando te das cuenta de que no hay nada que puedas decir o hacer y acabas por rendirte.
Pero ella siguió luchando y a Cronos dejó de parecerle divertido porque también él sentía dolor en las muñecas y en los tobillos. Aquella horrible criatura y él estaban conectados y, cuando alguien la hería, también lo hería a él, por muy lejos que estuvieran el uno del otro. Del mismo modo, cuando Rhea experimentaba placer, también lo sentía él; así que siempre sabía cuándo se acostaba con otro. Claro que también ella sabía cuándo él estaba con otra.
Quizá por eso se despreciaban tanto el uno al otro y habían elegido bandos contrarios en los que luchar en la guerra que enfrentaba a los inmortales y los humanos. Cronos se había unido a los Señores del Inframundo y Rhea a los Cazadores.
—¡La muerte es demasiado poco para ti! —espetó antes de derrumbarse sobre el colchón como había predicho Cronos.
Le encantaba verla así. Desnuda, indefensa y completamente incapaz de protegerse o cubrirse. Tenía unos pechos maravillosos, un vientre suave y unos muslos aún más suaves. En otro tiempo la había amado de verdad y habría dado cualquier cosa, absolutamente todo, por hacerla feliz. De hecho, lo había dado todo.
Había compartido su trono con ella, incluso sus dones. La había deseado con tal fuerza que no había querido vivir si ella no estaba a su lado, gobernando con igual poder que él.
Pero con el paso de los siglos, Rhea había ido cambiando. De sensual a ambiciosa, de amable a cruel, sus ansias de poder habían superado a las de su esposo. Al final lo había traicionado para usurparle el lugar. Ella era la culpable de que él hubiese acabado encarcelado en el Tártaro. Ella había hecho que los Titanes perdieran ante los griegos. Por lo menos, los mismos a los que había ayudado a levantarse contra él la habían traicionado también.
Ahora, nada podría salvarla de la eterna ira de Cronos.
—Ha llegado el momento, querida —dijo, sin rastro de emoción alguna.
Durante uno de los numerosos enfrentamientos que habían tenido en prisión, después de que Cronos matara al amante de Rhea y ella a la de él, habían jurado no volver a hacer daño a nadie que estuviese unido a ellos de algún modo. Un juramento así era irrompible. Por tanto, Cronos no podía tocar a Galen ni a los suyos, a pesar de que hubiera conseguido dar con su guarida y encontrar a Fox, su mano derecha y nuevo cuerpo del demonio de la Desconfianza. A cambio, Rhea no podía hacer daño a ninguno de sus Señores.
Pero sí a sus soldados menores. Como pronto iba a demostrar Cronos.
—Tú eliges, Rhea. Te doy una paliza o mato a uno de tus Cazadores.
El humano que había caído arrodillado frente a Cronos sufrió un espasmo al oír la amenaza y comenzó a emitir gemidos que salían por unos labios llenos de sangre, pero no dijo ni palabra. Seguramente porque Cronos le había cortado la lengua.
Cronos quería que fuese Rhea la que eligiese su castigo y no le importaba que, básicamente, fuera también a castigarse a sí mismo. La perspectiva de hacerla sufrir le importaba más que cualquier otra cosa.
—¿Qué va a ser?
Todos los días le planteaba las mismas alternativas y todos los días obtenía la misma respuesta.
—¿Crees que me importa lo más mínimo un frágil humano? —ella levantó bien la cara y miró fijamente a Cronos sin el menor resquicio de temor o de compasión—. Mátalo.
El Cazador gimoteó con más fuerza.
No, su respuesta no había cambiado. Cronos la habría golpeado y quizá un día lo hiciera de todas maneras. Por el momento, le gustaba darle lo que pedía. Le gustaba pensar que su egoísmo la atormentaría durante décadas.
—Muy bien —Cronos alargó el brazo que tenía libre, hizo aparecer una espada de la nada y asestó el golpe. La cabeza del Cazador cayó al suelo con un sonido seco y el cuerpo hizo lo mismo un segundo más tarde.
El olor a cobre empapó el aire.
La expresión del rostro de Rhea no cambió ni un ápice, el remordimiento no parecía hacer mella en ella.
—¿Te sientes mejor ahora, semental? ¿Te sientes un macho grande y fuerte?
Perra. No iba a permitir que riese la última.
—¿No te importa que tu ejército esté perdiendo tantos hombres? ¿Los mismos hombres que defienden tu causa?
Rhea se encogió de hombros.
—Estoy segura de que siento por mi ejército lo mismo que tú por el tuyo. Nada.
No, lo cierto era que los Señores no le importaban lo más mínimo, pero respetaba su fuerza y determinación. O más bien las había respetado, porque últimamente los guerreros estaban demasiado ocupados enamorándose, demasiado preocupados por sus insignificantes rencillas y ahora también por rescatar a Kane, poseído por el Desastre, como para prestar atención a las órdenes que él les daba. Pero seguían ayudándolo a huir de la muerte eterna, así que los necesitaba.
Arrugó el entrecejo al pensar en todo lo que había sucedido hasta llegar a aquel momento. Hacía mucho tiempo, el primer Ojo que Todo lo Ve que había estado a sus órdenes, con su capacidad para ver el Cielo, el Infierno, el pasado y el futuro, había profetizado que un hombre lleno de esperanza volaría hasta él con sus alas blancas y lo decapitaría. En aquel momento, Galen aún no había sido creado, así que Cronos había llegado a la conclusión de que sería atacado por un ángel asesino. Por eso se había enfrentado a los soldados de la Elite de la Deidad. Había estallado la guerra entre los ángeles, los dioses, los griegos y los Titanes, una guerra que habían sufrido incluso en la Tierra.
Debilitado por las continuas luchas, Cronos había caído derrotado por Zeus y lo habían encerrado en el Tártaro. Poco después, Zeus había creado a los Señores, entre los que estaba Galen, para formar un ejército personal que estuviera dispuesto a defenderlo si los Titanes se alzaban contra él desde la desmoronada prisión. Pero, en un momento de debilidad y despecho, esos mismos guerreros habían abierto la caja de Pandora y de ella habían salido los demonios y habían hecho estragos en un mundo que aún no se había recuperado de la larga guerra celestial. Zeus había impuesto un castigo que los condenaba a que cada uno de ellos llevara dentro un demonio. Galen había quedado emparejado con el demonio de la Esperanza, por eso le habían crecido unas alas blancas en la espalda. Entonces, tras la huida de Cronos de la prisión, el nuevo Ojo que Todo lo Ve había visto el mismo futuro que su antecesor, pero esa vez además le había mostrado a Cronos la victoria de Galen sobre él.
Lo que le había dicho el primer Ojo y que el segundo aún no sabía, era que había una manera de salvarse. Una mujer con alas del color de la medianoche, que había vivido entre sus enemigos pero ansiaba formar parte de sus aliados, sería su salvación.
Esa mujer era Sienna. Todo encajaba con la descripción del Ojo, desde su apariencia hasta su situación.
Así pues, Sienna debía hacer lo que había profetizado el Ojo. Debía reinar junto a Galen a pesar de su deseo de ayudar a los Señores. Solo ella podría ganarse la atención de Galen, aunque ella aún no sabía cómo ni por qué y él no iba a decírselo. Solo ella podría hacer frente a Rhea, si su esposa quedaba alguna vez en libertad. Solo ella podría evitar que los Señores atacaran a Galen porque eso no impediría que la profecía siguiera su curso, ya que su demonio pasaría a otro y ese otro se convertiría entonces en el asesino de alas blancas del rey de los Titanes.
—Ya sabes que conseguiré escapar —aseguró Rhea, muy segura de sí misma.
Lo que Cronos no sabía era si esa seguridad radicaba en sus habilidades o en que creía que él acabaría capitulando. Entre las recientes fechorías de Rhea estaba el haber convencido a su propia hermana para que se convirtiera en amante de Cronos y lo espiara. Otro motivo para que Cronos insistiera en que Sienna hiciera lo mismo con Galen.
—Un día... —añadió entre dientes.
Cronos se acercó a la cama y a su odiada esposa.
—Acabarás conmigo. Me encerrarás. ¿Qué otras amenazas tienes pensadas para mí? Dime.
—Te arrancaré la piel, escupiré sobre tus huesos y bailaré en el charco que se forme con tu sangre.
—Un plan espectacular, pero, hasta entonces, me parece que voy a ser yo el que se divierta un poco —con un movimiento de mano hizo aparecer a una de las innumerables féminas de su harén, una pelirroja con la piel bronceada y las mejillas sonrojadas. A diferencia de algunas otras, a aquella le encantaba atender sus necesidades.
Lucía un diminuto vestido transparente de seda y encaje, joyas que habían pertenecido a Rhea y una sonrisa que brillaba más que cualquier sol. El ver a la reina indefensa y maniatada en la cama y saber que ahora era ella la prometida del rey, hizo que se inflara de orgullo y se atreviera a menear el pelo con altanería.
Rhea soltó una especie de bufido.
«Por eso la he elegido», pensó Cronos, satisfecho.
Al reconocer los diamantes que rodeaban el cuello de la muchacha, Rhea soltó unas cuantas maldiciones.
—Majestad —dijo la joven dirigiéndose a Cronos como si la reina no estuviese allí, para demostrar lo poco que le importaba—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Puedes enseñarle a la mujer que hay en la cama lo mucho que te gusta tu hombre —le hizo un gesto para que se acercara.
La muchacha se inclinó sobre él, justo delante de Rhea.
—¿Es que ella no le da placer?
La reina pegó un respingo, tratando de morderla.
—Basta —advirtió Cronos a su esposa mientras se bajaba la cremallera de los pantalones de cuero. Detestaba llevar prendas tan apretadas, pero a Rhea le resultaba atractiva esa clase de ropa y el deseo de vengarse de ella era más fuerte que las ganas de estar cómodo—. Ya sabes lo que tienes que decir para evitarlo.
Rhea solo tenía que admitir su derrota y jurarle obediencia para siempre.
—Antes prefiero morir.
—Muy bien.
Cronos poseyó a la muchacha allí mismo y disfrutó de un intenso placer, aunque nunca reconocería que dicho placer se debía únicamente a que en todo momento tuvo la mirada clavada en su esposa. Ella, sin embargo, cerró los ojos para no ver lo que ocurría. Pero no importaba porque sentía todo lo que él sentía y eso era suficiente para Cronos. Al menos por el momento.
En cuanto hubo terminado, el rey se recompuso la ropa con las manos aún temblorosas por la fuerza del orgasmo, lo cual era humillante porque un rey debía recuperarse de inmediato, e hizo marchar a la sirvienta.
—Hijo de perra —le dijo Rhea con la respiración entrecortada—. Te odio con todas mis fuerzas. Te odio.
—Y yo a ti.
En los labios de la reina apareció de pronto una sonrisa.
—Sabes, Cronos querido, no has disfrutado de tu amante ni la mitad de lo que yo he disfrutado del mío.
Aquellas palabras, calculadas al milímetro, eran un golpe a su orgullo masculino. Pero Cronos tuvo mucho cuidado en no revelar lo que sentía y sonreír también.
—Sabes, querida, puede que disfrutes de tus hombres, pero solo puedes estar con ellos una vez, porque después yo los mato a todos. Yo, por el contrario, ya estoy pensando en volver a poseer a esa pelirroja mañana mismo.