Capítulo 25
Lo habían maltratado, su piel parecía estar cubierta de pequeños flecos rosas. Lo habían violado de las peores maneras posibles. Sin embargo, Kane no les dio a esas siervas lo que querían.
Se avergonzaba de no haber podido liberarse, de que su demonio hubiese conseguido controlarlo e inmovilizarlo con más eficacia que las cadenas que llevaba en las muñecas y en los tobillos. Era guerrero, tenía miles de años de experiencia, curtido en los campos de batalla más sangrientos. Aquello debería ser para él como un juego de niños, debería haberse escapado hacía ya mucho.
Al margen de todo eso, lo que más le humillaba eran otras cosas que no estaba preparado para admitir o afrontar. Las cosas que le habían hecho...
Ya se enfrentaría a ello más adelante. Seguramente. En aquel momento lo único que podía hacer era tratar de distanciarse al máximo de su propio cuerpo y actuar como si en realidad no estuviese sufriendo ningún abuso. Como si fuera otro al que le estaban mordiendo el muslo y tocándolo donde nunca nadie lo había tocado.
Sentía su propia sangre gotear en el suelo.
Lo habían torturado más veces, muchas más en realidad, así que aquello no era nada más que más de lo mismo, se dijo a sí mismo. Sí. Exactamente.
Desastre se rio a carcajadas, una risa cruel que retumbaba en su cabeza. Si al menos fuera la primera vez que lo hacía, pero no era así. Desastre siempre se reía; reía y reía, sin dejar de disfrutar.
El odio consumía a Kane y lo mantenía consciente. Cada vez que tenía la sensación de que iba a poder sumirse en la oscuridad, pensaba en el demonio que llevaba dentro y volvía a estar alerta. Porque, a pesar de que el instinto le decía que debía distanciarse de lo que ocurría, lo cierto era que quería saber todo lo que le estaban haciendo. Algún día se lo devolvería multiplicado por mil. Su demonio tendría que sufrir como lo estaba haciendo él y moriría así.
Sí. Algún día.
Oyó a lo lejos el ruido de... ¿cascos de caballos? Era posible. Fuera lo que fuera hizo que las siervas que tenía encima, debajo, e incluso aquellas que esperaban su turno, se dispersaran por los aires y lo dejaran solo, desnudo y sangrando encima de una roca, en un charco carmesí, un color tan hermoso y al mismo tiempo tan horripilante. La unión de la vida y la muerte.
Debería estar retorciéndose de dolor, pero no era así. No sentía nada, solo un extraño letargo que agradecía enormemente.
Oyó relinchar un caballo y pasos de persona. Debería importarle. Había alguien delante de él, mirándolo y viéndolo en su peor momento. Claro que le importaba, pero no podía hacer nada. No podía taparse, ni ocultar lo que le habían hecho. Quería matar al recién llegado igual que quería acabar con las siervas y con Desastre. Quería borrar cualquier rastro de aquel funesto día. Para siempre.
Entonces se hizo todo más oscuro, era una sombra. Alguien se inclinó sobre él y le miró los ojos. Pelo negro, ojos de un azul cruel.
—Te conozco. Eres Kane, guardián del demonio del Desastre. Veo que has tenido un mal día, ¿verdad?
Kane reunió las fuerzas necesarias para apartar la cabeza de él, un movimiento que, por simple que pareciera, consumió toda su energía y lo dejó de nuevo vacío, prácticamente inerte. Pero claro, aquel tipo le agarró la cara y volvió a girarle la cabeza para obligarlo a que lo mirara.
—Lo tomaré como un sí.
Silencio.
El tipo esbozó una desagradable sonrisa.
—En otro tiempo no habría podido permitirme pagar para que viniera a verme un Señor del Inframundo y ahora no dejáis de aparecer por aquí gratis. Por cierto, tu amigo Amun me llamaba Rojo cuando estaba aquí abajo. Bueno, en realidad lo pensó. No habla mucho, ¿verdad? —soltó una carcajada—. Ojalá lo hubiera sabido antes de que se marchara, pero entonces todavía no tenía esto, fue un regalo de Amun.
Levantó dos manos... que no estaban unidas a su cuerpo ni a ningún otro. Tenían la piel oscura y estaban unidas por una tira de cuero que Red llevaba alrededor del cuello como si de ella colgaran unos guantes de boxeo. Las manos estaban vacías, ahuecadas, y la piel curtida.
Realmente ahora eran dos guantes. Unos guantes humanos.
A Kane se le revolvió el estómago. Amun había acudido allí para rescatar a Legion, pero se habían apoderado de él cientos de siervos y se había familiarizado con el mal. La única solución había sido enviarlo de vuelta para que soltara de nuevo a los siervos del mal.
Los guantes eran del mismo color café que la piel de Amun y tenían las mismas arrugas.
—¿Qué quieres decir con que ha sido un regalo? —consiguió hablar Kane a pesar de que tenía la garganta en carne viva por todo lo que le habían hecho tragar las siervas. No les había importado que las mordiera, de hecho les había gustado. «No pienses en eso ahora. Te volverás tan loco como Amun».
—Las gané en una partida de póquer —dijo Rojo con absoluta despreocupación—. ¿Tú juegas? Espera. No me lo digas. Deja que lo averigüe con mi juguetito nuevo —con esa horrible sonrisa en los labios, metió las manos dentro de los guantes de piel humana y se las puso en las sienes.
Contacto.
Kane sintió la presión y a continuación vio que Rojo empezaba a temblar con fuertes sacudidas. Pasaron unos segundos durante los que no se oyó nada más que su respiración.
Entonces llegaron a sus oídos más ruido de caballos y unos pasos. Apareció un tipo rubio con una sonrisa parecida a la de Rojo.
—¿Qué tenemos aquí? —preguntó, inclinándose también sobre Kane—. ¿Otro demonio guerrero?
—Eso parece —confirmó Rojo, con la mirada clavada en Kane—. Está hecho un desastre.
—¿Crees que se curará?
—No lo sé —se encogió de hombros como si no importara lo más mínimo si lo hacía o no—. Este es mi hermano. Amun lo llamaba Negro. Yo le llamo Imbécil. Puedes elegir cualquiera de los dos nombres.
—Déjame ponerme las manos —le pidió Negro, frotándose las suyas con impaciencia.
—No —gruñó Rojo—. Es el primer día que las tengo y esta semana me toca a mí.
—Solo quiero que me las prestes un minuto.
—Vamos. Luego te las quedarás y dirás que ya ha llegado tu turno.
—No, no lo haré.
—Claro que sí.
«Estoy soñando. Tengo que estar soñando». O al menos alucinando. No podía ser que aquellos dos asesinos, pues sin duda lo eran, estuviesen peleándose como niños.
—Está bien. Pero dime qué has averiguado —pidió Negro, rindiéndose.
—Estaba con la Oscuridad hasta hace poco —le contó Rojo con una mezcla de amor y odio—. La Oscuridad cree que nos quitará a Blanco. Capturaron a los dos, los trajeron aquí y los prepararon para morir. Hubo un derrumbamiento que los separó y ahora no sabe dónde esta la Oscuridad. Las siervas lo trajeron e intentaron aparearse con él
¿La Oscuridad? La única persona que pensaba que Kane se llevaría a alguien llamado Blanco era William. Pero, ¿cómo sabía Rojo...? Las manos, dedujo Kane. Eso quería decir que aquellas manos habían pertenecido a Amun, el guardián del demonio de los Secretos. Al ponérselas y tocar a Kane, Rojo se había colado en su cerebro y le había robado la información. Desde luego era un arma muy útil. Kane debería haberse puesto furioso, pero seguía aletargado.
—Blanco habrá sentido la alegría que te dio encontrar otro demonio, igual que lo hice yo. Así que estará aquí enseguida, pero no podemos dejar que vea a este guerrero —lo miró de nuevo, clavando en él su mirada de hielo azul—. No vas a quitárnosla.
«Yo no quiero nada con ella».
—¿Lo matamos y acabamos de una vez? —propuso Rojo como si estuviesen hablando de servir la cena.
Negro se llevó la mano a la barbilla.
—Acabaríamos con su sufrimiento, así que sería una buena acción.
Kane quería ayudarlo a decidir. «Sí, matadme». Cuando se deshiciera de aquel letargo, el dolor sería insufrible y el recuerdo de lo ocurrido sería una tortura aún mayor que el dolor físico. Gritaría de rabia.
Pero si moría, no podría vengarse.
—No, nada de matarlo —decidió por fin Negro—. Al menos hasta que sea mi turno de meterme dentro de su cabeza.
—De acuerdo.
Entonces disponía de una semana antes de que lo mataran. Siete días. Kane no sabía si reírse, darles las gracias o empezar a gritar ya.
Los dos hermanos lo liberaron de las cadenas, pero no tenía fuerzas para moverse. Solo podía quedarse allí tumbado, esperando, a merced de sus caprichos.
—Verde nos va a matar por haberlo salvado —dijo Rojo—. Ya sabes lo protector que es con Blanco.
—Es verdad —Negro levantó a Kane agarrándolo del hombro, sin tener en cuenta que tenía las costillas al descubierto—. Es la única hembra a la que soporta.
El movimiento acabó con parte del letargo y le provocó terribles punzadas de dolor por todo el cuerpo que le nublaron la mente y lo dejaron sin oxígeno.
—Pero para entonces —siguió diciendo Negro mientras Kane se desvanecía más y más—, ya habré podido meterme en su cabeza, así que es discutible.
Kane no oyó la respuesta de Rojo porque por fin se vio sumido en una maravillosa oscuridad.