Capítulo 2

 

 

«La deseo», dijo Sexo mientras Paris observaba a Viola.

«Claro», respondió él con sequedad.

La nube de humo que había acompañado a la aparición de Viola se fue alejando de ella para revelar un diminuto vestido negro. Los tirantes acababan en un pronunciado escote que se extendía hasta el ombligo, donde lucía un piercing, y la micro minifalda apenas le cubría la ropa interior.

Si la llevaba.

Paris bostezó. Había estado con mujeres hermosas, feas y todo lo que cupiera entre medias, y había aprendido una lección: detrás de la belleza podía esconderse una bestia y podía haber una bestia escondida tras una belleza.

Sienna pertenecía al grupo de aquellas que escondían una bestia tras un aspecto increíblemente bello, al menos para él. Mientras que él se volvía loco de deseo por ella, ella había estado ideando cómo acabar con él. Y quizá Paris estuviese tan mal como el demonio que llevaba dentro porque una parte de él pensaba que incluso eso era sexy. Una mujer delgada como un junco había vencido a un guerrero curtido en mil batallas, y a él eso le parecía tremendamente excitante.

Sienna se consideraba poca agraciada y quizá en otro tiempo, Paris le habría dado la razón, pero desde el principio había visto en ella algo tentador. Algo que lo atraía y lo atrapaba. Ahora cada vez que pensaba en ella, veía una joya perfecta y sin igual.

«Concéntrate», le ordenó el demonio, que seguía deseando a aquella diosa menor, y él se reprendió a sí mismo.

Viola se echó la sedosa melena sobre uno de sus bronceados hombros y examinó el lugar. Los hombres la admiraban boquiabiertos, las mujeres trataban de disimular su envidia sin el menor éxito. Su mirada se detuvo en Paris, lo miró de arriba abajo, con los ojos entreabiertos, y luego hizo algo sorprendente, continuó observando a los presentes sin dedicarle ni un segundo más.

La última vez que al demonio de Paris le había fallado su poder de seducción con un posible compañero de cama había sido poco antes de que Paris conociera a Sienna. ¿Significaría eso que...? La impaciencia creció dentro de él hasta que sintió una vibración en su interior. Esa noche iba a obtener la información que buscaba, no le importaba lo que tuviese que hacer para conseguirlo.

Paris miró a Viola, esforzándose por que la expresión de su rostro denotase únicamente admiración. Tenía que cautivarla con su encanto, si aún recordaba cómo ser encantador. Después la obligaría a hacer lo que él deseaba, eso sí que recordaba perfectamente cómo hacerlo.

Sin hacerle el menor caso, Viola se agachó para sacarse un diminuto teléfono rosa de una de sus botas de cuero negro. Los hombres sonrieron e intercambiaron miradas de satisfacción como si acabaran de vislumbrar un rinconcito del paraíso. También los inmortales podían comportarse de un modo infantil. «Yo, nunca». Ella se puso a marcar sobre el pequeño teclado del teléfono, ajena a las miradas o quizá despreocupándose de ellas.

Paris frunció el ceño.

—¿Qué haces?

No era la mejor manera de entablar conversación, y menos si lo hacía en tono de acusación. Pero si Viola estaba pensando en pedir ayuda, en llamar a alguien que se enfrentara a él, incluso a un Cazador que lo matara, no tardaría en darse cuenta de que se había convertido en su rehén, y también en su informante.

—Estoy escribiendo algo en Screech. Es la versión inmortal de Twitter, que es lo que tenéis los seres inferiores —respondió sin levantar la vista hacia él—. Tengo montones de seguidores.

Vaya. Desde luego no era la respuesta que Paris habría esperado oír. Después de pasar tanto tiempo con los seres humanos, sabía que les gustaba compartir con el mundo hasta el pensamiento más intranscendente y estúpido. Pero era la primera vez que veía hacer lo mismo a una Titán.

—¿Qué les dices? —¿estaría Cronos entre esos «montones» de seguidores? ¿O Galen, el líder de los Cazadores?

—A lo mejor les estoy hablando de ti —en sus labios carnosos apareció una sonrisilla mientras seguía apretando teclas—. El Señor del Sexo está hecho un desastre, pero con ganas de ligar. A mí no me interesa, pero ¿debería ayudarlo para que seduzca a otra persona? Enviar —por fin levantó la mirada y le clavó aquellos seductores ojos castaños—. En cuanto me conteste alguien, te lo digo. Hasta entonces, ¿quieres saber alguna otra cosa sobre mí antes de que me dé media vuelta y pase de ti?

El Señor del Sexo, eso era lo que había dicho. Lo que quería decir que sabía quién era, lo que era, y sin embargo no había huido de él, no le había insultado, ni le había gritado por sus actos. Era un buen comienzo.

—Sí, hay algo que quiero saber. Se trata de algo personal, muy importante para mí —en otras palabras: «Ni se te ocurra escribirlo en Screech».

—Vaya. Me encantan los asuntos personales e importantes de los que se supone que no debo hablar, porque soy una persona muy generosa. Te escucho.

A pesar de acabar de confesar, del modo más enrevesado, que no tenía intención de ser discreta, dejó de escribir. Bien. Paris comenzó a hablar.

—Quiero poder ver a los muertos. ¿Cómo puedo hacerlo?

Ahora Sienna era un alma sin cuerpo, un alma que él no podía percibir con ninguno de sus sentidos. Solo aquellos que estaban en íntima comunión con los muertos podían verla, oírla y tocarla. Pero se decía que Viola conocía un truco que hacía que no fuera necesario tener ese don.

Viola parpadeó y Paris se fijó en que llevaba las pestañas pintadas del mismo tono rosa que el teléfono.

—Te diré lo que acabo de escuchar. Bla, bla, bla, yo, yo, yo. ¿Y qué hay de mí?

Paris apretó la mandíbula. Una cosa era ser encantador y otra ser un imbécil. Él no era un imbécil. Al menos no siempre.

—Muy bien, te diré algo sobre ti. Tú puedes ver a los muertos y vas a enseñarme a hacerlo —una orden que más le valía acatar.

Viola arrugó la nariz.

—¿Para qué quieres tú ver a los muertos? Si siguen por aquí, ocasionan problemas y... ah, espera un momento. Ya he resuelto el misterio, porque soy muy inteligente. Quieres ver a tu amante humana asesinada.

La furia de Paris salió a la superficie de inmediato con una intensidad capaz de levantar ampollas. No le gustaba que nadie mencionara siquiera a Sienna; ni Zacharel, ni mucho menos aquella extraña diosa menor aficionada al chismorreo. Debía proteger a Sienna, incluso en eso.

—Verás...

—Calla. No hace falta que me lo confirmes —Viola le dio una palmadita en la mejilla, como si quisiese mostrar dulzura con su poca capacidad mental—. Sobre todo porque no puedo ayudarte.

Trató de alejarse, pero Paris la agarró de la mano.

—¿No puedes, o no quieres? —había una gran diferencia entre una cosa y otra. Si se trataba de la primera, Paris no podría hacer nada al respecto. Pero, si era la segunda, Viola iba a descubrir lo que era capaz de hacer con tal de hacerla cambiar de opinión.

—No quiero. Hasta otra —Viola retiró la mano, sin imaginar que estaba desatando una furia incontrolable. Se alejó de él hacia el fondo del local, meneando el trasero y golpeando el suelo con los tacones.

Paris la siguió, apartando a todos aquellos que se interponían en su camino, que protestaban con quejidos y gruñidos. Nadie intentó detenerlo, pues sin duda se daban cuenta de que era más fuerte y fiero que cualquiera de ellos.

—¿Cómo sabes quién soy? —le preguntó a Viola en cuanto la alcanzó. Empezaría por ahí y luego se encargaría de hacerle cambiar de opinión, por si lo uno dependía de lo otro.

Meneó de nuevo la cabeza de un modo exagerado, como si fuera una modelo que hubiese llegado al final de la pasarela. Paris era alto y estaba acostumbrado a mirar a las mujeres desde arriba, pero Viola apenas sobrepasaba el metro y medio de altura, con lo cual parecía una enana a su lado.

Sienna, sin embargo, tenía la altura perfecta; de pie, de rodillas o tumbado, Paris alcanzaba a tocar las mejores partes de su cuerpo sin problema alguno.

—Lo sé todo sobre los Señores del Inframundo —respondió Viola—. Me encargué de averiguarlo cuando me escapé del Tártaro y me enteré de que la situación en la que me encontraba era culpa vuestra.

Entonces sí que lo culpaba de que la hubiese poseído un demonio. Paris notó entonces que olía a rosas, un aroma que le llegó a la pituitaria y lo envolvió en una cálida sensación de paz.

Lucien, poseído por el demonio de la Muerte, hacía lo mismo con sus enemigos, los calmaba antes de asestarles el golpe con el que acababa con sus vidas.

La furia y la frustración de Paris enseguida espantaron la paz.

—Deja de hacer eso.

—Vaya, menuda mirada —dijo ella antes de mirarse las uñas rosas y susurrar—. Me encanta.

«Acaríciala».

Paris hizo callar a su demonio y decidió dar una nueva oportunidad a la estrategia de resultar encantador. Necesitaba la ayuda de aquella mujer de la manera que fuera y, si le fallaba el encanto, desataría la bestia que llevaba dentro y la dejaría actuar libremente... y no se refería a Sexo. Había mucha oscuridad dentro de él, una oscuridad que lo impulsaría a hacer lo que fuese necesario, por muy cruel que fuera.

No podía culpar a nadie salvo a sí mismo, pues había sido él el que se había expuesto a ello. Al principio se había abierto a la oscuridad mínimamente, apenas una rendija, pero el problema era que, una vez que entraba la más ligera brisa, no había manera de detenerla. Empezaban el viento, la tormenta, los rayos y relámpagos, hasta que uno ya no podía cerrar esa pequeña rendija... y tampoco quería hacerlo. Así era esa nueva oscuridad, el mal en su estado más puro, una entidad que, igual que Sexo, lo poseía irremisiblemente.

Paris pensó que debía mentir, engañar y traicionar. Como las otras veces.

Se inclinó sobre Viola, mirándola con gesto más suave y dejando que el deseo de su demonio aflorara a la superficie. Sintió que se le caldeaba la sangre y que el aroma de la excitación salía de él, embriagador como el champán, delicioso como el chocolate. No era Sexo el que estaba utilizando las feromonas, era él mismo. Detestaba hacerlo porque, al igual que les pasaba a los demás, acababa perdiendo la cabeza y se convertía en un ser hambriento. Pero lo peor era lo que obligaba a hacer y a desear a los demás.

—Viola, preciosa. Háblame. Dime lo que quiero saber —su voz era como una seductora caricia, llena de seguridad.

Pero, a pesar del efecto de las feromonas, Paris deseaba solo a una mujer, y no era Viola.

—Tenía intención de darte las gracias por mi demonio —dijo ella como si Paris no hubiese dicho nada, como si no sintiese su olor—. ¡Es genial! Pero cuando iba de camino a Budapest en busca de nuestro castillo, me olvidé por completo de ti. Seguro que lo comprendes —apartó la mirada de él para saludar a alguien—. Pero bueno, ahora que te tengo aquí, muchas gracias. Díselo también a los demás. Ahora vas a tener que... ¡Puaj! ¿Quién ha puesto ahí ese espejo? —exclamó con un chillido.

Su rostro se llenó de ira durante un instante para después dejar paso a una expresión de éxtasis inconfundible.

—Estoy preciosa.

—Viola —pasaron varios segundos durante los cuales ella no dejó de admirar su propia imagen, incluso se lanzó un beso a sí misma. Muy bien. Tendría que utilizar la otra estrategia—. Puedo hacerte suplicar que te acaricie, delante de todo el mundo. Créeme, llorarás y gritarás, pero no podrás saciarte porque yo no permitiré que lo hagas. Pero eso no es lo peor que puedo hacerte.

Transcurrieron unos segundos más sin que ella dijera nada.

La furia...

La frustración...

Crecían dentro de él. Deseaba hacer daño, matar.

Paris respiró hondo... sintió el olor a rosas... y soltó el aire. Bueno, esa vez permitió que el fuego de su interior se apagara antes de explotar y se calmó.

De pronto se le ocurrió que quizá Viola no pudiese evitarlo. Como bien sabía él, todos los demonios de la caja de Pandora tenían algún defecto, quizá aquel fuera el de ella. Al fin y al cabo estaba poseída por el Narcisismo, el amor a uno mismo.

Para comprobar dicha teoría, Paris dio un paso y se interpuso entre Viola y el espejo. Todo su cuerpo se puso en tensión, miró a un lado y a otro como si buscase a algún intruso que podría haber intentado hacerle daño mientras se encontraba indefensa. Comprobó que no había nadie alrededor y desapareció la tensión.

—¡Destruiré al culpable! —susurró Viola con furia.

Bravo. Había dado con su punto débil, algo que sin duda la sacaba de sus casillas.

—Concéntrate en mí, Viola —la agarró de los hombros y la zarandeó hasta que consiguió que lo mirara a los ojos—. Dime lo que quiero saber y saldrás ilesa de todo esto.

Pero seguía sin dejarse intimidar.

—Qué impaciente eres. Debería haberme acostumbrado, pero sigue siendo una pesadez que los hombres se enamoren de mí de ese modo.

—¡Viola!

—Está bien. Veamos lo que dicen mis fieles, ¿te parece? —levantó el teléfono y leyó lo que aparecía en la pantalla—. Cuatrocientos ochenta y cinco votos a favor de «Ayúdale dándole mi número de teléfono». Doscientos siete votos a favor de «¿Estás tonta? Móntalo como si fuese un caballo», y ciento veintitrés personas que dicen «Aléjate de él, perra. Es todo mío» —levantó la mirada hacia él con una sonrisa en los labios—. Ya ves, la gente ha dado su opinión. Así que te diré lo que quieras saber de los muertos.

La impaciencia pudo más que la alegría.

—Pues dímelo ya.

—Oye, tú, cerdo —se oyó una voz detrás de ellos.

Era uno de los tipos con los que Paris había chocado antes, que parecía haber reaccionado. Paris le apretó los hombros a Viola.

—Dímelo —en cuanto lo consiguiera se largaría de allí en busca de la verdad.

—¡Suelta a mi mujer!

Quizá no pudiera irse tan rápidamente. La sed de violencia volvió a aflorar en Paris al oír el tono de aquel tipo.

«Contrólate», le aconsejaba el sentido común. «Tienes la victoria al alcance de la mano».

—¿Es amigo tuyo?

—Yo no tengo amigos —respondió ella, apartándose un mechón de pelo de la cara con delicadeza—. Solo admiradores.

—Estoy hablando contigo, demonio —insistió el recién llegado.

La violencia crecía dentro de él, era como una nube negra que no se disiparía hasta que hiciera correr la sangre.

—Si quieres que este admirador en concreto siga con vida, sácame de aquí ahora mismo —siempre que alguien lo teletransportaba, Paris sentía ganas de vomitar, pero prefería eso a tener que perder más tiempo.

—No quiero —dijo ella—. Que siga con vida, quiero decir.

La nube negra invadió la mente de Paris hasta que solo pudo pensar en una cosa. Aquel tipo era un obstáculo en su camino hacia Sienna y lo único que se podía hacer con los obstáculos era eliminarlos. Cuanto antes.

Pero la voz de la razón le habló, iluminando su camino en medio de las tinieblas.

—Zacharel... el camino... la destrucción.

—Mírate al espejo, diosa —le ordenó aquel tipo a Viola—. No quiero que veas lo que le hago a este demonio.

Viola obedeció mientras maldecía, como si no pudiese controlar sus movimientos y detestara hacerlo. Un segundo después volvió a quedar completamente hipnotizada por su propia imagen.

La voz de la razón desapareció de su mente y se impuso la violencia. La muerte era inevitable. Paris se dio media vuelta para mirar a su rival.

Estaba a punto de correr la sangre.

La seducción más oscura
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