Capítulo 11
Paris vio ponerse en movimiento a William y no le quitó la vista de encima mientras se acercaba a Sienna. Pero ella seguía mirándolo a él mientras Paris se preguntaba qué pensaría. ¿Habría reaccionado su cuerpo igual que el de él?
Estaba rodeada por muros salpicados de sangre. Paris maldijo, pues habría querido verla entre seda y terciopelo. Conseguiría hacerlo antes de separarse de ella, prometió al tiempo que sentía que algo se le rompía por dentro ante la idea de separarse de ella.
—Me alegro de volver a verte, Sienna —dijo William con toda la dulzura que le era posible y ocultando la frialdad de sus ojos tras su atractivo aspecto.
Paris se puso en tensión. Si se atrevía a tocarla...
—¿Nos conocemos? —le preguntó Sienna.
Por un momento, William bajó la guardia y mostró su desconcierto. Enseguida esbozó una sonrisa.
—Me aflige que no te acuerdes de mí, pero no me importa recordarte la escena. Estábamos en Texas, tú estabas agachada en el suelo como un perro, agarrada a Paris como una sanguijuela —pretendía intimidarla con su crueldad, hacerla pagar por todo lo que le había hecho a Paris.
—Cuidado —le advirtió Paris, que no iba a tolerar que le faltara al respeto, por más daño que le hubiese hecho a él.
Sienna se encogió de hombros, no parecía preocuparle mucho lo que le dijera el guerrero.
—Vas a tener que perdonarme por no haberme fijado en ti. Comparado con él, eres algo feo.
William se quedó boquiabierto.
Por primera vez desde hacía una eternidad, Paris sonrió con ganas. La otra vez que había comprobado el carácter que tenía aquella mujer había sido cuando lo había drogado. Entonces no le había gustado nada, pero ahora sí, más aún porque se dirigía a otro.
—Solo para que lo sepas, si le haces el más mínimo daño a Paris, te mataré. Y no me importa lo mucho que le disguste que lo haga —afirmó William cuando recuperó el habla y lo hizo con tal calma, que nadie habría dudado de su palabra—. Paris ha demostrado ser un completo estúpido cuando se trata de ti, lo que quiere decir que sus amigos tenemos que compensar su falta de inteligencia.
Paris dejó de sonreír. La oscuridad se apoderó de nuevo de él. Trató de romper las cadenas para poder estrangular a William. Nadie amenazaba a Sienna. Absolutamente nadie.
«Vamos. En realidad no quieres hacerle daño», le dijo una vocecilla desde su interior, donde aún quedaban vestigios de lo que había sido el antiguo Paris. La lealtad de William era una agradable sorpresa, algo que Paris agradecía.
Pero cuando se trataba de Sienna, era incapaz de ser racional. Debía defenderla. Volvió a intentar soltarse.
Las gárgolas dejaron de arrastrarlo y volvieron a atacarlo, lo lanzaron sobre un montón de huesos y allí siguieron lanzándole dentelladas y zarpazos.
—¿Lo ves? —preguntó William con gesto de resignación—. Es un estúpido.
Paris trató de calmarse. Respiró hondo y se dijo a sí mismo que ya tendría oportunidad de decirle a William lo que pensaba, y de demostrárselo con los puñales. Sus amigos podían hacer y decir lo que quisieran, pero solo a él; a Sienna, no.
Una vez más, las gárgolas perdieron interés en la pelea y continuaron con la tarea de llevarlo a la celda.
Sienna y William los siguieron hasta un agujero de dos metros cuadrados donde lo arrojaron antes de marcharse satisfechas por lo que claramente consideraban un buen trabajo.
Sienna dejó de mirarlo y se dejó caer junto a él para liberarlo de las cadenas con dedos temblorosos. Paris podría haberlo hecho solo, o podría habérselo pedido a William, pero lo cierto era que le gustaba sentir las manos suaves y elegantes de Sienna. Era lo que más le gustaba de ella y se movían como si de un baile exótico se tratara.
—Las gárgolas tienen la misión de encadenar a cualquiera que consiga llegar con vida a las puertas del castillo después de atravesar el puente. Una vez cumplen con su misión, se olvidan de los prisioneros, que pueden moverse a su antojo —le explicó Sienna, casi sin aliento.
Paris cerró los ojos un momento y se dejó llevar por su voz, una caricia que añoraba más de lo que habría creído. Podría pasarse la vida escuchándola.
Pero había una parte de él que aún la odiaba, ¿verdad? Sí, desde luego. Odiaba lo que le había hecho y lo que había hecho él por ella. Odiaba que tuviese tanto poder sobre él y, sobre todo, odiaba que Sienna no hubiese dejado al margen su propio odio y lo hubiese elegido a él meses atrás, como había hecho él.
Paris la habría llevado a casa. La habría mimado y cuidado. Al menos eso era lo que creía ahora. No se paraba a pensar en lo que le habría hecho antes de empezar a mimarla. No quería pensar en el interrogatorio que había planeado, ni en las cadenas que había querido comprar.
—Yo... no puedo... Creo que me he hecho más daño del que pensaba —la oyó decir entonces con apenas un hilo de voz—. Lo siento... —dejó caer las manos y se dejó caer sobre su pecho.
—¿Sienna? —no obtuvo respuesta. Paris sabía que cualquiera que pudiera verla y tocarla, podía herirla y era evidente que las gárgolas podían hacerlo. Pero al no tener corazón, ni necesidad de respirar, no tardaría en recuperarse... ¿No? Pero... sangre seca en los labios. ¿Cómo era posible que sangrara?
—Se ha debido de desmayar al ver tanta belleza —se lamentó William, refiriéndose a sí mismo, por supuesto.
Como si el guerrero no hubiese dicho nada, Paris arrancó las cadenas de la pared y estrechó a Sienna contra sí.
Se amoldaba perfectamente a su cuerpo.
La tumbó boca arriba. La cabeza le cayó a un lado como un peso muerto y Paris se dio cuenta de que estaba muy pálida, mucho más que antes. Se liberó por completo de los grilletes que le sujetaban las cadenas a los tobillos y a las muñecas. Por fin podía hacer lo que había deseado en cuanto la había visto. La tocó, le apartó el pelo de la cara. Tenía la piel suave y cálida, maravillosamente cálida. Cuánto había deseado hacer aquello, había soñado una y otra vez con tocarla y había estado a punto de matarse miles de veces solo por volver a hacerlo. Pero la realidad era aún mejor que sus sueños porque, además de su calor, podía sentir el olor de su cuerpo. El aroma a girasoles y a ambrosía lo envolvía y lo excitaba.
¿Por qué la ambrosía? No conseguía entenderlo. ¿Acaso ella también consumía aquella droga celestial? Si era así, seguro que alguien la había obligado a hacerlo, alguien como Cronos. No parecía de las que recurrían a las drogas voluntariamente. Por lo poco que la conocía, tenía la impresión de que le gustaba el orden y el control.
«La protegeré de las drogas, haré que deje de consumir», pensó Paris. Sienna era suya. Al menos lo sería durante un breve espacio de tiempo.
Sexo reaccionó de inmediato.
«Tómala, tómala, tómala».
El instinto le decía que obedeciera, pero se resistió a hacerlo. «Así no. No mientras está inconsciente».
Paris suspiró con frustración al tiempo que se colocaba delante de ella, para que William no la viera, y le apartaba la ropa para ver las heridas. Cada centímetro de piel que dejaba a la vista era como provocación para Sexo, que parecía retorcerse de deseo.
Aunque Paris admiraba aquel cuerpo tanto como su demonio, se retorcía por motivos muy distintos. Además de magulladuras, Sienna tenía tantas marcas de garras y de dientes como él, de todas partes salía sangre en pequeños ríos de dolor.
Paris supo cuál sería su siguiente misión. Debía hacer pagar a las gárgolas por el daño que habían causado a Sienna. La ira apenas le dejaba respirar, así que trató de respirar hondo. De pronto se sintió aturdido y se le hizo la boca agua. Prácticamente podía sentir el aroma de la ambrosía. Cuanto más se acercaba a ella, más intensa era la fragancia.
—Pervertidillo —le dijo William.
—¿Es que no puedes hablar en serio ni un momento?
—Hablaba en serio. Siempre había pensado que serías un amante veloz, de los que dejan a la chica sin saber muy bien si ha pasado algo. No imaginaba que pudieras ser tan sigiloso y furtivo.
—Me alegra saber que has dedicado tiempo a mi vida sexual.
—¿No lo hace todo el mundo?
—Vete a paseo —siguió oliendo, cada vez más aturdido.
¿Sería posible que el olor procediese de la sangre de Sienna? Volvió a olerla. Sí, estaba claro que la ambrosía estaba en la sangre y sin duda había una gran cantidad.
La ambrosía se cultivaba en campos del Cielo muy lejos de aquel oscuro reino. Se arrancaban los pétalos y de ellos se extraía el embriagador líquido antes de secarlos para después convertirlos en polvo. Nadie podía tocar el líquido, ni siquiera los inmortales; los mortales tampoco podían tocar el polvo.
Pero Sienna ya no era humana.
A Paris le dio vergüenza reconocer que sentía la tentación de morderla para beberse su sangre y saborear la droga que transportaba. Había superado su adicción a una velocidad de vértigo porque había sabido que no podía permitirse que nada lo distrajera de su misión. Pero ahora se daba cuenta de que la tentación seguía estando ahí.
—Esto es muy interesante y, sinceramente, no pretendo interrumpir tu proceso de seducción —le dijo William—. Pero, ¿vas a pasar a lo bueno, o no?
—Pensé que te había dicho que te callases.
—No, me dijiste que me fuera a paseo, pero de eso hace ya cinco minutos y me aburro.
Paris se mordió la lengua hasta sentir el sabor metálico en la boca, y mientras siguió con el examen de lesiones. No pudo controlar una nueva descarga de deseo, y era suyo, no del demonio. No debería haberse fijado en aquellos pezones rosados, no debería observar las pecas que cubrían su cuerpo e imaginarse a sí mismo recorriéndolas con la lengua. Empezaría con las más oscuras, las del estómago, para luego ir pasando a las más claras, que estaban en los muslos. Estaba enfermo. Deberían azotarlo por ser tan pervertido.
Seguro que la propia Sienna se encargaría de hacerlo cuando despertara.
—Está muerta —dijo entre dientes. El símbolo del infinito que los Cazadores utilizaban como emblema había desaparecido de su muñeca—. ¿Por qué sangra? ¿No debería curarse con la misma rapidez que nosotros?
—Ah, ¿ahora sí quieres hablar conmigo? —respondió el guerrero.
—Responde a lo que te he preguntado antes de que te arranque la lengua y la clave en la pared.
—Está claro que has perdido el sentido del humor. Pero bueno, haré lo que me pides. Está muerta, sí, pero el demonio que llevaba dentro está muy vivo. Es el corazón del demonio el que late y su sangre la que corre por sus venas. No debería tener que explicarte la fisiología de los demonios. Pero, ¿qué es ese olor? Se me hace la boca agua...
—¡No respires! —no quería que nadie más la oliese.
—Está bien. Eres un poco posesivo, ¿no?
—Volvamos a lo que estábamos y así no te haré pedazos. Está poseída por un demonio, sí, pero es el espíritu de un humano muerto. Así que...
—Puedes tocarla.
—Eso es obvio. Lo que quiero saber es si se va a curar.
—Sí, porque el demonio se curará. Deberías haber empezado preguntándome eso y no me habrías hecho perder tanto tiempo.
Muy bien, muy bien. Se iba a curar. Paris la tomó en sus brazos, empapados por el pis de las gárgolas.
A Sexo le gustaba tanto el contacto físico que ronroneó de placer.
—Voy a llevarla arriba, a ver si encuentro algún dormitorio —allí podría limpiarla y curarle las heridas. Si no despertaba y le pedía que la dejara en paz—. Y no estás invitado a acompañarnos.
A pesar de lo mucho que deseaba verla despierta y poder hablar con ella, Paris esperaba que siguiese dormida mientras la curaba. Se moría de ganas de tocarla. Sí, era un enfermo. Pero no era solo por eso por lo que quería que siguiese dormida. No quería que sintiese ningún dolor.
Miró las cadenas un segundo y pensó que quizá fuera buena idea atarla a la cama para que no pudiera escapar hasta que hubiesen hablado de un par de cosas. Pero luego llegó a la conclusión de que no había ido hasta allí solo para tratarla como una esclava. Su único objetivo era liberarla.
Además, era posible que no saliera huyendo. Al fin y al cabo, había acudido en su ayuda.
Apoyó la mejilla sobre su cabeza un solo instante antes de salir de la celda. Las gárgolas no se habían molestado en cerrar la reja.
—Eres una nenaza —le dijo William mientras lo veía olerle el pelo.
—¿Tú crees? No soy yo el que va por ahí con un frasco de suavizante.
—Por eso tienes las puntas tan abiertas.
—Dime una sola cosa más sobre tu pelo y mañana te despertarás completamente calvo.
—Qué tontería. Los dos sabemos que te sacaría las tripas antes de que pudieras acercarte a mí con una cuchilla —William lo miró a los ojos con orgullo—. Para que lo sepas, solo los verdaderos hombres son capaces de aceptar su lado femenino.
—No sé quién te habrá dicho esa tontería, pero seguro que ahora mismo se está riendo de ti.
—Fue tu madre. Me lo dijo después de habérmela tirado.
Qué respuesta tan original.
Paris llegó al salón de baile, que estaba tan oscuro y desvencijado como el resto del lugar, con sangre seca en las paredes y huesos tirados por el suelo. Subió la escalera cubierta por una alfombra deshilachada y, al llegar al segundo piso, descubrió un montón de estatuas. Había hombres, mujeres, jóvenes y viejos. Lo único que tenían en común todas ellas era la expresión de horror de sus rostros.
—Supongo que vas a estar ocupado unas cuantas horas, el tiempo que va a estar ella sin conocimiento y en el que tú podrás hacer lo que quieras con su cuerpo —William acarició los pechos de alabastro de una de las estatuas—. Por eso no quieres que te acompañe, ¿verdad?
—Aprovecha a cerrar la boca ahora que todavía tienes cabeza —a pesar de lo que le repugnaba la sugerencia de William, Paris no pudo evitar excitarse al pensar en estar a solas con Sienna, tocándola con la misma libertad con la que William había tocado esa estatua.
—Grita si me necesitas. Ya sabes, si es demasiado para ti y quieres ayuda.
—Sigue soñando —Paris giró a la izquierda y el guerrero a la derecha—. Por cierto, si llamas a mi puerta, más vale que te estés muriendo porque, si no es así, me encargaré de que lo hagas pronto —abrió con el hombro la puerta de la primera habitación que encontró y tuvo la suerte de que se tratara de un dormitorio amueblado. Solo tenía que retirar la lona que cubría todos los muebles.
O quizá debiera dejarla donde estaba porque, cuando Sienna despertara, aquello sería zona de guerra.