Capítulo 30
«Si alguna vez consigo desnudar por completo a Paris», pensó Sienna mientras le desabrochaba los pantalones, «seguramente sufriré una combustión espontánea».
Para no moverlo más de lo necesario, le abrió los pantalones al máximo en lugar de bajárselos por las piernas, pero bastó para dejar salir su magnífico pene. Ningún hombre debería ser tan hermoso; no importaba a qué parte de su cuerpo se mirara, Paris era todo fuerza, sexualidad y belleza.
Se cubrió el rostro con un brazo.
—Lo odio.
Sienna estaba a punto de tocarlo, pero retiró la mano de inmediato.
—Lo siento. Si quieres, puedo buscar a otra persona...
—No —se apresuró a decir él al percibir, seguramente, el horror y la preocupación en su voz—. No odio que seas tú, de hecho, no quiero a nadie que no seas tú.
Mejor, pensó Sienna, porque no creía que hubiera podido soportar semejante rechazo; habría sido una verdadera tortura tener que buscarle una amante.
—Lo que odio es que buscamos algo importante y con sentimiento y estamos haciendo algo mecánico y forzado.
Lo primero que pensó fue que eso quería decir que a él también le había gustado lo de antes y que lo había sentido como importante. La alegría le inundó el cuerpo de una cálida sensación. El siguiente pensamiento fue que en ese momento se sentía avergonzado y eso hizo que la alegría se enfriara un poco. Ya tenían bastantes cosas en contra, no podía permitir que esa desagradable sensación se sumara a la lista.
—No me estás obligando a hacer nada, Paris. Ya estaba mojada antes de que nos interrumpieran —y no se refería al agua del manantial—. ¿Por qué iba a ser esa vez menos importante que la otra si ya nos disponíamos a hacerlo?
Paris había rugido al oír la palabra «mojada» y ahora la miraba fijamente con esos impresionantes ojos azules.
—Eres tan hermosa.
Cuando la miraba así, Sienna se sentía hermosa.
—Pues espera a que te enseñe el resto —bromeó antes de ponerse en pie y despojarse de la ropa ante su atenta mirada.
En todos sus siglos de vida, Paris había visto desnudas a multitud de mujeres. Lo sabía porque ella también las había visto y por eso sabía que había estado con mujeres altas, bajas, delgadas, gruesas, blancas, negras y de cualquier otra clase.
Ella no era nada especial y, sin embargo, cuando le dijo una vez más que era «mucho más que guapa», lo creyó. Paris tenía razón. Su demonio detectaba cualquier mentira. Recuperó la alegría.
—Yo pienso lo mismo de ti —le confesó.
El elogio hizo que se sintiera valiente y se atreviera a sentarse sobre su sexo. Pero no se lo metió todavía. Paris necesitaba hacerlo y no disponía de mucho tiempo, pero también necesitaba aún más las caricias. Necesitaba estar seguro de que ella estaba allí porque quería.
Apretó su erección entre las piernas, bañándola con su calor húmedo antes de comenzar a acariciarla suavemente.
—Ven, ponte sobre mi cara —le pidió él mientras le ponía una mano en cada pecho para pasarle los dedos por los pezones—. Quiero comerte otra vez.
Se moría de ganas de hacer exactamente lo que le pedía. El deseo le caldeó la sangre e hizo desaparecer por completo el frío.
—No quiero hacerte daño... estás herido.
—Pero necesito tenerte en mi boca y no me importa que me duela.
Sienna se pasó la lengua por los labios.
—¿Qué te parece si yo te como a ti?
Lo vio quedarse inmóvil y casi tuvo la impresión de que dejaba de respirar.
—A menos que no quieras que lo haga —se apresuró a añadir.
—No es eso —dijo con un hilo de voz ronca—. Hace más de mil años que no dejo que nadie lo haga —respiró hondo—. No, no es del todo cierto. Dejé que lo hiciera un esclavo cuando venía en tu busca, pero fue una tortura.
Sienna abrió los ojos de par en par, desconcertada. A todos los hombres les gustaba el sexo oral, ¿no? ¿Entonces por qué no había dejado que nadie lo chupara? Y sin duda había sido él el que lo había impedido porque estaba segura de que cualquier mujer habría querido sentir esa polla en su boca.
—Pero contigo... —siguió diciendo— sí que quiero que lo hagas, si tú quieres.
—No quiero hacerte sentir incómodo, ni hacer nada que no te guste...
—No. No lo has entendido —dijo, meneando la cabeza y moviendo esos mechones de pelo negro y castaño en los que Sienna deseaba hundir las manos—. No dejo que otros lo hagan porque no quiero que me hagan favores cuando me estoy aprovechando de ellos. La única razón por la que permití que lo hiciera ese esclavo es que necesitaba que me diera cierta información y esa era la manera más rápida de conseguirlo.
«Información sobre mí».
—Ese esclavo, Sienna... era un hombre —aclaró por si ella lo había pasado por alto.
Sintió compasión por él porque debía de ser muy doloroso no poder ejercer control alguno sobre su propio cuerpo y tener que someterse a un deseo que él no sentía y que lo obligaba a acostarse con gente que no se ajustaba a sus preferencias.
—No creo que tenga nada de malo —le aseguró ella—. Y, para que lo sepas, yo no te estaría haciendo ningún favor, Paris. Eres un hombre increíblemente guapo, encantador, inteligente y tremendamente sexy, así que me muero de ganas de hacerlo. Con todas esas personas solo estabas practicando para cuando llegara este momento —bromeó con la esperanza de que se diera cuenta de que lo que decía era cierto—. Lo que voy a hacer nos va a hacer disfrutar a los dos. O eso espero, porque tengo tan poca experiencia en el sexo oral como en el sexo en general.
—En tal caso, estoy seguro de que va a ser increíble.
—Calla, aún no he terminado de ponerte en tu lugar.
—Sí, señora —dijo con una ligera sonrisa—. ¿Y cuál es mi lugar?
—Sobre un pedestal, para que sepas que eres el hombre más admirable que conozco. No me importa lo que hayas hecho, ni con quién lo hayas hecho. Podrías haberte aprovechado de mucha gente, haber cometido todo tipo de violaciones, pero no lo haces. En cuanto a lo del esclavo, espero que sigas respetándome por la mañana porque la verdad es que ahora me pareces aún más sexy y creo que ya es mi turno.
Ahora era él el que se humedecía los labios con la lengua.
—¿Quieres tu turno?
—Más que nada en este mundo.
Paris había empezado a mover las caderas, como si estuviera imaginando que la boca de Sienna estaba ya allí, dándole placer.
—Hazlo, por favor.
—Tus deseos son órdenes, espero que te guste —susurró antes de poner los labios sobre aquella hermosa erección.
«Todo esto es mío», pensó, maravillada.
—Me va a gustar. Te lo prometo.
—Vamos a comprobarlo —sacó la lengua y lamió su miembro de arriba abajo como si fuera una piruleta.
Oyó los gemidos que salieron de él y se los tomó como una señal de aprobación. La tercera vez que pasó la lengua, agarró la base del pene con los dedos y comenzó a mover la mano y la punta con la boca. Se deleitó con el sabor mientras su mano hacía un erótico recorrido del miembro.
Bajó las alas para envolverlo con ellas, de manera que las puntas le acariciaban los costados a Paris. Era la primera vez que disfrutaba de tenerlas. En ese espacio que delimitaban las alas, pudo olvidarse del resto del mundo. Solo existían ellos dos y el placer que estaban compartiendo.
Paris gritó al tiempo que elevaba las caderas para entrar más en su boca, pero enseguida le pidió disculpas y se retiró.
—Más, por favor —le pidió—. Necesito más.
Sienna lo chupó con más fuerza y metiéndoselo hasta el fondo. Era muy grande, así que tenía que abrir la boca al máximo, pero no le importaba. No dejó de mover las manos en ningún momento; una le acariciaba el pene y la otra los testículos.
Pero entonces se preguntó qué se sentiría al chupárselos y abandonó la polla por un momento para poder pasarle la lengua también por abajo y meterse los testículos en la boca. También le gustó y, a juzgar por el modo en que sacudía el cuerpo, también a Paris le dio placer.
¿Podría cansarse alguna vez de él?
Volvió al miembro protagonista del momento al oír a Paris gritar su nombre, se lo metió en la boca de una vez con desesperación.
—Estoy a punto, pequeña. Vas a tener que retirarte si no quieres...
Como única respuesta, lo chupó un poco más fuerte hasta tener que apretar las mejillas.
—¡Sí! —lo oyó gritar al tiempo que sentía que todo su cuerpo se tensaba.
Se vació en su boca y ella se tragó hasta la última gota. Esperó a sentir que su cuerpo se relajaba, exhausto de placer, y luego se retiró.
—Súbete encima de mí —le pidió él entonces—. Quiero meterme dentro de ti.
—Sí —no podía decir nada más.
Envuelta en su aroma y con su sabor en la boca, se dio cuenta de que estaba temblando. Entonces lo miró y comprobó que las heridas habían dejado de sangrar, incluso se habían cerrado y, a pesar de acabar de tener un orgasmo, seguía duro y preparado para ella.
Volvió a colocarse sobre su miembro, pero esa vez sí se lo metió y lo hizo hasta el fondo, apoyando las nalgas sobre la parte superior de sus muslos. También entonces tuvo que abrirse para él, pero estaba tan mojada que no le requirió ningún esfuerzo.
Paris la agarró de las caderas y la movió con una fuerza sorprendente, acompañando las subidas y bajadas con su propio cuerpo.
—Bésame —le ordenó con la voz casi quebrada.
Ella obedeció y lo hizo con la misma intensidad con la que se unían sus cuerpos. Sintió su lengua en la boca, poseyéndola también. Entonces retiró las manos de las caderas y se las puso en la espalda, en los huecos de los que salían las alas y fue como si le acariciase el clítoris con los dedos y con la boca al mismo tiempo.
El clímax la sacudió con la misma fuerza que estaba utilizando Paris para estimularla. Se apoderó de ella una euforia salvaje y un placer tan intenso que fue como si la sacudiese una descarga eléctrica de escalofríos de satisfacción que llegaron a todos los rincones de su cuerpo.
Sin darse cuenta, le mordió el labio inferior a Paris hasta hacerlo sangrar y hasta el sabor de su sangre le resultó estimulante. Le clavó las uñas en el cuero cabelludo para que no se moviera mientras cabalgaba sobre él. Y a él no pareció importarle, más bien lo disfrutaba. Le puso una mano en el trasero y la apretó aún más contra sí en el momento en que volvió a vaciarse dentro de ella y le regaló un segundo orgasmo.
Cuando por fin recuperaron la calma, se dejaron caer, sus cuerpos entrelazados y temblorosos.
—Gracias —le dijo él entre jadeos.
—¿Te ha gustado? —respondió Sienna cuando tuvo fuerzas para hablar.
—Casi me matas de placer. Debería volver a la carga para devolverte lo que me has dado, pero estoy exhausto de placer.
Ella también lo estaba. Cada vez que estaban juntos era aún mejor que la anterior.
—Espero que podamos repetirlo mil veces a lo largo del día.
—Y yo espero que sea un cálculo exacto, no una exageración.
—Si acaso, puede que me quede corta. Eso que me has hecho en las alas...
Sintió la caricia de su risa en el cuello.
—¿No he sido demasiado brusco?
—No, has estado perfecto —le dijo con un beso—. ¿Alguna vez habías estado con una mujer con alas?
—Pues... —titubeó, de nuevo avergonzado.
—Eso quiere decir que sí. ¿Era un ángel, como tu amigo? —quería liberarlo de los recuerdos y de las sensaciones que le provocaban.
—Eh...
—Eso es otro sí. ¿También has estado con algún demonio?
—Sí —esa vez no titubeó, pero retiró la mirada de ella, con la timidez de un colegial.
Era adorable, sencillamente adorable. Resultaba increíble que un hombre tan fuerte y feroz mostrara semejante preocupación por lo que ella pudiera opinar.
—No pasa nada, Paris. Sé que tienes un pasado y no pretendía hacerte avergonzar o que te sintieras incómodo, solo quiero que sepas que nada de lo que hayas podido hacer va a cambiar la opinión que tengo sobre ti.
Lo vio relajarse y entonces se volvió de nuevo a mirarla. Tenía de nuevo sombras en los ojos, pero no tardaron en disiparse. Zacharel había dicho que esas sombras denotaban la presencia de otro demonio, de un mal del que jamás podría liberarse. No sabía qué habría hecho Paris para dar cabida a dicho mal, pero tampoco le importaba. Para ella solo era Paris y nunca más volvería a confundir a alguien con la imagen de maldad que proyectaba.
—Gracias —le dijo de nuevo, apretándola contra sí.
—Escucha, si no me dejas que me subestime, yo no te permito que me des las gracias simplemente por tener sentido común.
Paris le puso una mano en la mejilla y la miró fijamente, aunque su intención había sido hacerlo sonreír.
—Trato hecho.
Ella sintió un nudo de emoción en la garganta.
—¿Qué te parece si yo te cuento algo que me dé vergüenza y así quedamos en paz?
—Sí, por favor.
—Cuando era pequeña jugaba con mi hermana pequeña a que tenía un salón de belleza. Yo era la estilista y le hacía peinados, después cambiábamos los papeles y ella me maquillaba con rotuladores. Nuestros padres siempre se quedaban horrorizados —añadió con dolorosa nostalgia.
«Enna, Tommy el del cole dice que tengo demasiadas pecas y que por eso soy fea», le había dicho su hermanita con lágrimas en los ojos.
«Pues ese Tommy del cole es estúpido. Yo tengo por lo menos el doble de pecas que tú y soy la chica más guapa del mundo. Tú misma lo dijiste».
La pequeña se había echado a reír.
«¡Y yo nunca miento!».
«Cuánto te echo de menos», pensó ahora. «Voy a encontrarte y a salvarte sea como sea».
Sintió la caricia de Paris en la mejilla.
—Creo que te he perdido por un momento.
—Perdona.
—No te disculpes. Solo te decía que esa historia no es nada vergonzosa, es muy tierna. Por cierto, tus alas me resultan muy excitantes; no comprendo por qué nunca me apeteció chuparlas cuando las llevaba Aeron.
Puso su mano sobre la de él y se esforzó por sonreír. Pronto tendría que separarse de él, así que debía disfrutar del poco tiempo que les quedaba para estar juntos.
—No te lo tomes a mal, pero espero que vuelvan a apuñalarte pronto. Me ha encantado ayudarte a que te curaras.
Paris soltó por fin una sonora carcajada y después la tumbó en el suelo y se colocó encima.
—Pequeña, estaría dispuesto a dejarme apuñalar para que volvieras a curarme, pero por suerte no va a ser necesario porque ya tengo una dolencia que necesita de tus dotes médicas.