Capítulo 6
Paris se tumbó en una cama desconocida, una mano en el costado, agarrando un puñal de cristal, y la otra sobre la frente, tapándose la luz. Después de varios días de viaje, más cerca de su objetivo que nunca, se encontraba en otro motel de Titania, con Zacharel... en alguna parte, y con William roncando plácidamente a su lado.
En momentos de tranquilidad como ese, la mente de Paris siempre se subía al tren de los recuerdos y lo llevaba a cuando había conocido a Sienna. Esa noche no fue distinta. Recordaba cómo había deambulado por las calles de Roma en busca de una amante, pero todas las mujeres con las que se encontraba lo rechazaban como si fuera repugnante. Entonces alguien había chocado con él por detrás y, tan débil como estaba por la falta de sexo, Paris había estado a punto de caer de bruces.
—Lo siento mucho —la había oído decir mientras trataba de mantenerse en pie.
Se había dado la vuelta muy despacio, pues el sensual timbre de su voz lo había hecho estremecer y tenía miedo de que saliera huyendo como las demás si se movía demasiado rápido. Se agachó a ayudarla a recoger los papeles que se le habían caído al suelo. Lo primero en lo que se había fijado era en el cabello oscuro que caía sobre un rostro escondido en las sombras.
—A ver si así aprendo a no leer mientras camino —murmuró ella.
—Me alegro de que fueras leyendo —respondió Paris—. Me alegro de que hayamos chocado —más de lo que ella habría podido imaginar.
Ella levantó la cara y sus miradas se encontraron. Ella abrió la boca y él tuvo la sensación de tambalearse. Tenía un rostro corriente, con unos ojos y unos labios demasiado grandes y la piel plagada de pecas, pero poseía una elegancia y una fuerza a la que podían aspirar pocos mortales.
—Tu nombre no empezará por A, ¿verdad? —le preguntó, desconfiando repentinamente del destino.
Hacía poco que Maddox había perdido la cabeza por una mujer llamada Ashlyn y Lucien había abandonado su hombría por Anya. Paris se negaba a hacer lo mismo por nadie.
Ella frunció el ceño con confusión y luego meneó la cabeza, haciendo que la melena se le moviera sobre los delicados hombros.
—No, me llamo Sienna. Aunque supongo que no te importa y ni siquiera me lo has preguntado. Lo siento. Lo he dicho sin pensar.
—Claro que me importa —respondió él con voz grave mientras pensaba en lo bien que iba a pasárselo desnudándola. Para empezar, porque llevaba una ropa muy holgada que escondía los secretos de su femineidad. Y, por último, porque parecía asustadiza y parloteaba de un modo encantador. Esperaba que en la cama tuviera una reacción similar—. ¿Eres... estadounidense?
—Sí. Estoy aquí de vacaciones y para trabajar en mi manuscrito. Pero eso tampoco me lo has preguntado. ¿Tú de dónde eres? No identifico tu acento.
—Hungría —dijo, dándole la respuesta más sencilla. Los Señores llevaban ya un tiempo viviendo en Budapest y no podía explicarle sin parecer un loco que hablaba idiomas que ella ni siquiera sabía que existieran—. Entonces, ¿eres escritora?
—Sí. Bueno, espero serlo algún día. Espera, no es así. Sí, soy escritora, lo que ocurre es que aún no me han publicado nada.
Por supuesto, ahora Paris sabía la verdad. No era escritora. Las hojas que se suponía formaban parte de su novela romántica solo habían sido la excusa perfecta para empezar aquella sensual conversación, nada más.
Cuando ella le había propuesto que se tomaran un café juntos, Paris le había dicho que sí. Habían charlado y se habían reído sin parar, y él había disfrutado cada minuto. Se había sentido relajado, algo que no había sido capaz de hacer con muchas otras. Pero Sienna tenía una sonrisa contagiosa, mucho ingenio y una elegancia que se reflejaba tanto en su porte como en sus movimientos.
Mientras, su demonio no había dejado de lanzar feromonas, así que no había resultado difícil convencerla de que lo acompañara a un hotel. O eso era lo que él había pensado entonces. De camino al hotel, Sienna había fingido que cambiaba de opinión. O quizá realmente lo hubiese hecho. Quizá también había sentido simpatía por él y había decidido no entregarlo a sus hermanos los Cazadores. Pero, poseído por el demonio de la Promiscuidad como estaba, Paris había insistido, la había llevado a un callejón desierto y la había besado apasionadamente.
Había sido entonces cuando ella lo había drogado con ayuda de una aguja que llevaba escondida entre los anillos. Paris había despertado atado a una camilla, desnudo y aturdido. Al ver a Sienna agachada a su lado había dado por hecho que también la habían hecho prisionera. Hasta que había dicho cuatro palabras que habían cambiado la naturaleza de su relación.
—Te he atado yo.
¿Cuál había sido su brillante respuesta?
—¿Por qué lo has hecho? —se había negado a creer que aquella mujer que tanto deseaba tuviese algo que ver con el estado en el que se encontraba.
—¿No te lo imaginas? —le había preguntado ella. Había inclinado la cabeza y, mirándolo al cuello, le había puesto el dedo en un punto que le dolía. El lugar donde lo había pinchado.
Y entonces lo había comprendido todo.
—Eres mi enemiga.
—Sí —y después había añadido arrugando el ceño—. La herida no se te cierra. No pretendía clavarte la aguja con tanta fuerza. Lo siento.
Paris la había mirado, desconcertado por su traición.
—Me has engañado. Has jugado conmigo.
—Sí —había admitido de nuevo.
—¿Por qué? Y no me digas que haces de cebo porque no eres lo bastante guapa —lo había dicho para hacerle daño porque había querido ser cruel, pero se estremecía cada vez que lo recordaba. No era de extrañar que luego ella le hubiera hecho lo que le había hecho y le hubiera dicho lo que le había dicho.
—No, no hago de cebo —había dicho, con las mejillas sonrojadas—. Al menos no lo hago normalmente, solo lo habría hecho con un guerrero como tú. Porque claro, a ti te da igual con quien te acuestas, ¿verdad, Promiscuidad? —las palabras habían salido de sus labios con asco, ni rastro de su tono encantador. Sin embargo, la elegancia... eso no había desaparecido.
—Está claro que no —con eso la había hecho sonrojarse aún más—. ¿No te da miedo que te haga daño? —había añadido para provocarla.
—No. No tienes la fuerza necesaria para hacerlo. Me he asegurado de que así fuera.
Le había dolido que de pronto se mostrara tan dura con él. El género femenino lo adoraba, siempre. Bueno, casi siempre.
—Has disfrutado mucho estando entre mis brazos. Reconócelo. Sé mucho de mujeres y de pasión. Y tú ardías de pasión por mí.
—Cállate —le había espetado ella.
Y él se había alegrado de ver que se alteraba.
—¿Quieres probarlo antes de que vengan tus amigos?
Al oír eso, Sienna había salido corriendo, pero no se había marchado de la habitación, solo había buscado una distancia prudencial. Había admitido que era una Cazadora y le había contado exactamente lo que los suyos tenían pensado hacer con él.
—Vamos a experimentar contigo. Queremos observarte. Y utilizarte como cebo para apresar a más demonios. Luego, cuando encontremos la caja de Pandora, sacaremos a tu demonio, te mataremos y encerraremos al monstruo.
Su experiencia como guerrero curtido en mil batallas le había enseñado que, por mucho esfuerzo que le costara, lo que debía hacer era mostrar indiferencia.
—¿Eso es todo?
—Por el momento.
—Entonces si quieres, puedes matarme ya porque mis amigos no se entregarán solo para salvar a alguien tan insignificante como yo.
—Eso ya lo veremos, ¿no crees?
Al ver que llevarle la contraria no estaba beneficiándole, Paris había optado por seducirla, su recurso más habitual. Proyectó imágenes sexuales en su mente, algo que detestaba hacer y que, de hecho, ya nunca hacía. Y, mientras ella veía lo que él quería que viese, a ellos dos juntos, desnudos y a punto de alcanzar el clímax, Paris había visto cómo se le endurecían los pezones bajo la camisa, una camisa blanca que no escondía nada. El sujetador de encaje que llevaba debajo era la demostración de que Sienna tenía una faceta sensual secreta.
Casi había conseguido hacerla suya, pero al final ella se había dado cuenta porque había cometido el error de llamarla «cariño», el mismo apelativo que había utilizado con muchas otras. Sienna lo había descubierto y no había tardado mucho en adivinar que la había llamado así porque no recordaba su nombre... ni el de ninguna otra.
Entonces sí se había marchado de verdad y no había vuelto hasta unos días después, cuando Paris se encontraba al borde de la muerte. Por fin se había desnudado para él y le había dado el placer que necesitaba.
Y él la había matado.