67

Muy al principio pensé que se trataba de algo pasajero. Que Louise necesitaba tomarse un respiro. Era comprensible. Tenía treinta años y, varias veces ya, había expresado su angustia de pensar que todo estaba ya trazado en su vida. Era una crisis que yo debía respetar. Así que no dije nada durante unos días. Luego me di cuenta de que la cosa iba en serio. Louise quería de verdad que nos separásemos. Quería quedarse en Étretat. De hecho, había inscrito a Paul en su antiguo colegio, allí donde nos habíamos conocido. Era una información horriblemente concreta:

—¿Qué? ¿Que has inscrito a Paul?

—Pues sí, claro. Al fin y al cabo, el niño tenía que ir al colegio.

—Podrías haberme avisado. Es mi hijo. Deberíamos haberlo hablado antes. No puedes hacer eso. No puedes irte de vacaciones y no volver. Y cambiar a Paul de colegio. Y ¿cuándo voy a verlo yo? Y ahora ¿cómo lo hacemos? ¿Has pensado en eso, acaso?

—No está lejos. Sólo son dos horas de coche. Puedes venir los fines de semana. O te lo llevo yo. Lo verás tanto como quieras, ya lo sabes.

—…

—…

—¿Has conocido a otro?

—…

—¿Por qué no dices nada? ¿Hay otra persona?

—Sería más sencillo si hubiera otra persona… —fue la extraña respuesta de Louise. Luego añadió—: Ya no te quiero.

—¿Desde cuándo lo sabes?

—No sé. Ha sido algo progresivo. Ni siquiera sé si tiene que ver contigo. Pero no me gusta mi vida tal y como es.

Le pedí a Louise que se lo pensara bien. Y que no se embarcara precipitadamente en la destrucción de nuestra relación. Le dije que podían cambiar algunas cosas, si ella expresaba lo que quería. Me dijo: «No, no hay nada que cambiar. Es así…» Yo seguí luchando por mantener un estado transitorio y no definitivo. Ante mi convencimiento se mostró de acuerdo en aplazar un poco su decisión. Nos quedábamos como entre dos aguas, en la imposibilidad de definirnos. En según qué momentos me decía a mí mismo que todo eso ya estaba anunciado, que me había limitado a cerrar los ojos ante la evidencia que ya se estaba urdiendo; en otros, me decía que no había visto venir nada, y que era como recibir un mazazo. Ya no sabía muy bien dónde estaba mi propia verdad. Necesitaba hablar, necesitaba sentirme menos solo, pero no quería sincerarme con mis amigos ni con mis allegados. No quería que dirigieran su mirada sobre mi vida. No quería que juzgaran el comportamiento de Louise. Me sentía perdido.

Una noche cogí el coche y tomé la autopista de El Havre. Pero no era a Louise a quien iba a ver. No iba a cometer la tontería de plantarme allí en mitad de la noche para suplicarle que volviera a casa. Fui al área de servicio, la misma en la que me había detenido, ocho años antes, al principio de nuestra relación. Cuando sentí la necesidad de hablar, inmediatamente pensé en el cajero. Seguramente ya hacía tiempo que no trabajaba allí, pero al menos tenía que intentarlo. Entré despacio, sin hacer ruido, y lo vi enseguida. Estaba sentado en su sitio, vestido igual, con la misma cara de siempre. Existen, pues, hombres que no están sujetos a los cambios. La única diferencia era que ya no se veía al loro por ninguna parte. Se habría muerto, supongo. No sé cuánto viven los loros: no deben de vivir más que una pareja.

Me acerqué a él y me quedé largo rato delante de su mostrador.

—¿Qué quiere?

—…

—¿Que qué quiere? Mire, si está pensando en jugármela… más vale que sepa que hay una cámara ahí —me dijo señalando el techo.

—No… no… Mire… es que… hace ocho años… me vendió una chocolatina Twix.

—Hace ocho años le vendí una chocolatina Twix… vale, ¿y qué?

—…

—…

—Y también charlamos un poco. Me dio un consejo muy bueno… ¿No se acuerda?

—¿Hace ocho años? No, no me acuerdo. Pasa tanta gente por aquí… Pero alguien que venga a decirme que hace ocho años le vendí una Twix, eso tengo que reconocer que no lo he visto nunca. Bueno, ¿y qué quiere? ¿Otra Twix?

—Sí… Bueno, o sea, no. Se trata de mi mujer. Quiere que nos separemos. Y yo quería saber su opinión. Quería hablar de ello con usted. Parece una estupidez, ahora que estoy aquí. Pero hace un rato me he dicho que era usted la única persona que podía darme un buen consejo.

—…

Yo debía de parecer sincero, esa sinceridad que desconcierta por completo. Aparcó su aire receloso y me ofreció una cerveza. No había nadie a esas horas de la noche. Nos sentamos fuera. El cielo estaba bastante claro para ser noviembre. Era un cielo de final de verano. Todo estaba en calma. Al cabo de un rato, me dijo: «No hay nada que hacer». Tenía razón, por supuesto. No había nada que hacer. Sabía muy bien que Louise no era de esa clase de personas que anuncian algo que luego no cumplen. Las palabras siempre habían tenido importancia para ella. Había inscrito a Paul en el colegio, yo me centraba en ese hecho: era un acontecimiento concreto que me impedía albergar esperanzas, pensar que sólo estábamos en la etapa de la confusión de sentimientos. Louise no estaba en absoluto confundida. El terreno que pisaba era el de las evidencias. Para mí lo difícil era aceptar una situación que no se asentaba sobre ninguna razón precisa. Ella siempre había acariciado la idea de la huida, tomaba las decisiones en un plano subterráneo, nadie podía verlas, las tramaba en la oscuridad, como un atentado. Un atentado del que yo era la única víctima. Louise quería vivir. Lo decía a menudo: quiero vivir. La brutalidad de la muerte de su madre la empujaba a vivir su vida de manera totalitaria. Se había convertido en una tirana de su propia felicidad; su dictadura no toleraba relajo alguno en lo que a la realización personal se refiere. De modo que no había nada que hacer. Nada que decir y nada que hacer. Al cabo de un rato nos levantamos, y yo anuncié:

—Bueno, al menos me voy a comprar una Twix. Menos da una piedra.

—Venga, se la regalo yo.

Ese detalle me llegó al alma; era una coma en mi tristeza.

Pasaron unos días, y me sorprendió bastante constatar que no sufría tanto como me imaginaba. Enfrascado en mi trabajo, a veces hasta se me olvidaba que iba a tener que afrontar un divorcio. Quizá fuera eso lo que me dio pena. Me dije que los lazos afectivos podían deshacerse así como así, como una suerte de anestesia progresiva. Louise y yo hablábamos todas las noches por teléfono. Era tremendamente perturbador pues nuestras conversaciones eran tiernas, y a veces yo ya no sabía si seguíamos juntos o no. Nos teníamos tanto cariño… Nos esforzábamos por no saquear el pasado. A veces le preguntaba: «¿Estás segura?» Y ella me contestaba: «Por favor». La conocía bien. Sabía que no valía la pena insistir. Debía empezar una nueva etapa de mi vida. Pero nunca se me había dado bien empezar ciclos. No era muy bueno a la hora de arrancar. Para ello, tenía que anunciarles la noticia a mis padres. Había ido aplazando ese momento. Me decía: el día que les confieses la situación, entonces de verdad querrá decir que tu presente ya es pasado. Todo lo que había vivido quedaría oficialmente atrás.

Le propuse a mi padre que cenáramos juntos en un restaurante del centro. Al principio empezó poniendo pegas (está acostumbrado a que vaya yo a su casa), pero luego se dejó convencer. Se puso una corbata para la ocasión. Eso me sorprendió. Hacía mucho tiempo que no llevaba corbata; comprendí que esa cena era una salida en toda regla para él. Fuimos a un pequeño restaurante italiano, en los Grandes Bulevares. Cuando me vio, avanzó hacia mí. Enseguida me dijo que era imposible aparcar en esa zona.

—¡He estado veinte minutos dando vueltas!

—¿Así es como me saludas?

Para hacerse perdonar, me felicitó por la elección del restaurante. Se lo veía de buen humor, lo cual era extraño. El problema era elegir entre pizza o pasta, comentó sin embargo, con un tono schopenhauriano. La camarera, una chica bastante guapa, vino a nuestra mesa. En un primer momento me dije que quizá podía intentar seducirla, dejarle mi número de teléfono, qué sé yo; debía volver a vestir el traje de la soltería. Pero luego cambié de idea, súbitamente consciente de que no tenía la más mínima posibilidad con ella. No sabía cómo conseguir las diez cifras del número de teléfono de una mujer (diez cifras me parecían muchísimas; como mucho me sentía capaz de conseguir una o dos). Sentado ahí delante de mi padre, comprendí más que nunca que iba a comenzar una etapa de soledad. Durante toda mi vida había pensado que no tenía nada que ver con ese hombre, pero ahora estábamos ahí los dos, en una situación casi idéntica. Estábamos ahí, abandonados los dos. Eso me hizo sentir aún peor. No vivía demasiado mal mi situación, pero la idea de que pudiera ser semejante a la de mi padre me era insoportable. Él pidió pasta, y yo, pizza; al menos ya tenía ese palmo de terreno ganado en la reconquista de la diferenciación.

Pero no bastaba. Mientras mi padre masticaba con esfuerzo delante de mí, no podía evitar seguir viendo en él una proyección de mi propio futuro. Durante esa cena no habló de ningún proyecto, de ningún libro ni de ninguna película[16]. No parecía tener ninguna perspectiva. Nada. Se había limitado a hablarme de un problema en el barrio y se las había apañado para contener cierta inclinación racista que se iba adueñando de él de manera irremediable. El odio por los demás siempre ha sido la mejor manera de llenar nuestro vacío. No sabía muy bien cómo hacer para contarle lo de Louise. Como observaba mi vida con una pizca de envidia, me daba miedo destruir el último bastión de su esperanza. Pero, pese a todo, tenía que decírselo.

—Papá, quería verte también para contarte una cosa.

—Yo también, ¿sabes? Qué coincidencia. De hecho, me sorprendió que me llamaras ayer para que fuéramos a cenar juntos pues quería decirte algo y prefería hacerlo en persona mejor que por teléfono.

—…

Ese diálogo me recordaba un episodio anterior.

Como de costumbre, mi padre tenía prioridad sobre las palabras.

Así que lo escuché:

—Pues bien… seguro que te sorprende… pero me ha pasado algo muy bonito… Sí, de verdad… Nunca hubiera pensado que pudiera volver a pasarme…

—¿El qué? ¿Has conocido a alguien?

—No.

—Entonces ¿qué?

—Tu madre ha vuelto.

—…

—Sí, la semana pasada. Llamó a la puerta una mañana. Yo no estaba haciendo nada especial. Y vi su rostro al abrir la puerta. No dije nada. Entró en la cocina. Le ofrecí un café, y ella lo aceptó. Nada más. Apenas hablamos. Ha vuelto a casa. Se puso a llorar. Me dijo que echaba de menos nuestra vida. Y yo también lloré. Nos hemos reencontrado el uno al otro. ¿Te das cuenta? Nos hemos reencontrado. No sabíamos cómo decírtelo. Espero que te alegres tanto como nosotros.

—…

A mi padre debió de decepcionarle mi reacción, pues me quedé sin habla. No dejaba de repetirme, una y otra vez: justo cuando les anuncio que me caso, ellos se divorcian; y justo cuando les anuncio que me divorcio, vuelven juntos. Esa frase me martilleaba en la cabeza, y no era el momento de extraer de ella ninguna teoría. Me sentía mal, muy mal, increíblemente mal. Me daba la impresión de que la vida quería hacerme daño; de que la vida jugaba a organizar los acontecimientos con el único objetivo de socavar mis fuerzas. En ese momento era del todo incapaz de percibir el grado de absurdo y el humor ácido de esa patética escena. Y, sin embargo, esa noche aún me tenía reservados más sinsabores. Para darme una sorpresa, mi madre se presentó a la hora del postre. Se sentó en el regazo de mi padre. Los observé a ambos, observé su juventud renovada. Observé cómo sonreían como tontos, como si encarnaran el milagro de la vida amorosa. Su edad mental parecía haber retrocedido. Al cabo de un rato, mi padre me preguntó: «Oye, por cierto, ¿no querías decirme algo tú también?» Balbuceé que podía esperar. Y me fui de allí sin liberar las palabras que había preparado sobre mi separación.

Una vez a solas en mi cama, me puse a sonreír. No era feliz, y no lograría conciliar el sueño, pero nada de eso tenía importancia. Había acumulado suficiente pasado y experiencia para poder sonreír ante el desastre. Era padre, y mis padres volvían a ser niños. Una parte de mi cuerpo estaba paralizada por la ausencia de Louise, pero otra estaba feliz de lo que había vivido con ella. Extrañamente, esa noche me fui sintiendo cada vez más animado, casi febril. La vida era una mala hierba, y yo debía ir a arrancarla. Me vestí y salí a la calle. Sería un poco más de medianoche. Cuando lo pienso, me digo que el azar no existe. Nos mueven las pulsiones adecuadas. Pocos minutos después comprendería por qué había querido volver a salir de casa.

Había gente en la calle, gente que paseaba y que parecía feliz por la noche. La noche es el mundo de los adultos. Estaba en armonía con mi edad, y quizá incluso me sentía sereno por primera vez desde hacía mucho tiempo. Mis pasos me llevaron al restaurante donde unas horas antes había cenado con mi padre. La camarera estaba terminando su turno, seguía muy atractiva pese al cansancio. ¿Quizá me había gustado hasta el punto de dejar que mi inconsciente me volviera a llevar hasta allí? No lo sé. En mi cabeza surgieron entonces toda clase de frases, una confusión de palabras, por no decir un caos. Si la abordaba… ¿qué podía decirle? Me parecía ridículo decirle a una camarera que lleva ocho horas trabajando: «Hola, ¿quieres una copa?» Me parecían absurdas todas las frases que se me ocurrían. «Gracias otra vez por el plato de pasta que me has servido antes» era quizá el máximo de mi ineptitud. Nunca se me había dado muy bien abordar a nadie; más valía que olvidara inmediatamente toda idea que tuviera que ver con esa manera de conocer a una mujer. Y, de hecho, ¿de verdad tenía ganas de conocer a una mujer? Ni siquiera estaba seguro. Sólo alcanzaba a decirme que esa chica me gustaba. Y, ahora que estaba ahí, en la calle, a pocos metros de mí, sentía que me latía el corazón, como si quisiera decirme algo. Tenía el pelo muy bonito; debería estar prohibido que chicas así trabajaran en restaurantes italianos. Hay un grado de feminidad absolutamente incompatible con servir pizzas. Como no tenía palabras, utilicé los pies y me puse a seguirla un poco. Sentía que esa noche no había hecho más que empezar.

Por desgracia, unos metros más adelante se acercó a un hombre sentado en una moto. Éste le dio un casco, pero, antes de ponérselo, ella lo besó en la boca. Su beso me dejó paralizado en la calle. Mi incipiente excitación (más por la historia que por la chica) se hacía pedazos con una rapidez patética. Se alejaron en la noche a toda velocidad, y sentí simpatía por esa pareja. Yo también había sido feliz.

*

Y también era feliz ahora. Me gustaba esa libertad que podía llevar tanto al desastre como a la luz. Pensé que Louise se había marchado para dejarme vivir esa vida que era la mía y que no estaba viviendo. Había comprendido antes que yo hasta qué punto no era feliz. El traje de hombre responsable en el que me había encerrado me había apartado del joven que había sido. Nuestra separación me propulsaba de nuevo a la inestabilidad necesaria para la creación. Lo que acababa de vivir, aunque parezca insignificante, era materia para unos cuantos párrafos. Tenía algo de balbuceo novelesco. Más adelante en mi vida, de hecho, viviría acontecimientos asombrosos. Entre los más importantes podría estar éste: por el azar más absoluto volví a cruzarme con la chica del cementerio. Esa con la que había intercambiado miradas años atrás alrededor de la tumba de Sonia Senerson. Fue en un bar. La miré, ella me miró a mí, y creo que ambos recordamos nuestras miradas de hace tiempo. Por aquel entonces había soñado tanto con volver a verla que su rostro había quedado grabado para siempre en mi memoria; mi deseo la había vuelto inasequible a la amnesia. Me acerqué a ella; me temblaban un poco las piernas.

—No sé si te acuerdas…

—Sí, me acuerdo —contestó ella.

Esbozamos una sonrisa, como el inicio de una complicidad. Pero, tras un momento de no saber muy bien qué hacer ninguno de los dos, que no llegó a resultar incómodo, tengo que reconocerlo, le deseé que pasara un buen día y me marché. Dejé en manos del azar la tarea de decidir si volveríamos a vernos algún día.

*

Unas semanas después de esa noche en que vi a la camarera alejarse a toda velocidad con su novio, llegaron las vacaciones de febrero. Paul vino a pasarlas conmigo en París. Ya no era su ciudad de todos los días, sino la de las vacaciones. Íbamos a descubrirla como turistas. Tenía pensados unos planes muy bonitos. Entonces descubrí una cosa extraña: la felicidad de ser padre soltero. La felicidad de estar solo con un niño. Siempre había estado muy unido a mi hijo pero, desde que Louise se había marchado, nuestra relación había cambiado. Lo llevé al museo de Orsay, y todavía resuena en mi cabeza su risita incómoda ante El origen del mundo, de Courbet. Cogimos el Bateau-Mouche[17], y fui del todo incapaz de decirle por qué esos barcos se llamaban así. Y luego fuimos a ver el teatro de marionetas en el Jardín du Luxembourg. Como llegábamos tarde, nos pusimos a correr como locos por la calle. Yo no pensaba en nada. Éramos felices. Se me había olvidado que mi abuelo me llevaba también cuando era niño. Al llegar ante el teatro, el pasado me dio una palmadita en la espalda, como un viejo conocido. Me embargó la emoción, y no sabia que hacer. Paul daba saltitos, y yo veía ante mí el rostro de mi abuelo. Había pensado muy poco en él últimamente. Y, sin embargo, estaba muy presente en mí. Lo quería y lo echaba de menos. Lo echaba de menos terriblemente. Mi hijo me cogía de la mano, y yo también era un niño en ese instante. Todo volvía a mí. Podía sentir a mi abuelo, oía su voz, notaba su sudor, casi podía besarlo de tan cerca como me parecía que estaba. Sentí un calor dentro de mí, un calor reconfortante. Sabía que ahora ya todo era posible. Entramos, y empezó la función. Era exactamente como cuando yo era niño. Estaba Guiñol con su bastón, y todos los niños gritaban para avisarle de que venía el malo. Ahí nada había cambiado.