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Fui a coger el coche de mi madre, y conducía ya a toda velocidad por la autopista Al3 en dirección a El Havre. Me parecía increíblemente intenso y romántico ir a toda velocidad por esa carretera, quizá por la película Un hombre y una mujer, de Claude Lelouch. Aunque, bueno, yo no iba a reunirme con una actriz en blanco y negro, sino sólo a tratar de encontrar a mi abuela. El cursor sensual quedaba considerablemente desplazado. Recorrí los primeros kilómetros con la certeza de que iba por buen camino, de que seguía una pista más que fiable pero, a medida que desfilaba el paisaje por la ventanilla, mis convicciones se iban resquebrajando. ¿Quizá mi abuela había echado al correo la postal a propósito desde la estación Saint Lazare para despistarnos? Conocía a mi padre mejor que nadie y seguramente podía prever sus reacciones; la idea de que hubiera deducido tan rápido que mi abuela había huido a Normandía me dejaba ahora perplejo. Era demasiado fácil para ser verdad. Hay que desconfiar de lo evidente. Pero no teníamos ninguna otra idea de dónde podía estar. Esa vía tal vez fuera incierta, pero era la única que podíamos seguir.

Hasta ahora siempre había odiado conducir. Me había sacado el carné sin pensar, casi sin rechistar, sólo porque se lo sacaba todo el mundo. Las clases teóricas me habían divertido algo, con sus situaciones improbables. Yo sabía de antemano que no era el tipo de persona que se cruza con un corzo. Sin embargo, durante el trayecto me asaltó una revelación. Me detuve en un área de servicio en la autopista, y por fin comprendí la belleza de ese refugio extrageográfico. Hasta entonces nunca me había parecido más que un lugar práctico para echar gasolina, tomarse un café o ir al baño. Nunca había entendido su belleza anónima. Quería tomarme mi tiempo, comprar toda clase de cosas inútiles, recorrer los pasillos de barritas de chocolate y de revistas atrasadas en oferta. Pese a todo lo que había pasado, pese a la situación en la que estábamos, que podía parecer sombría, ese día se me antojaba ahora como parte de una mitología personal que todavía no había identificado. Me sentía bien en la carretera, me sentía bien en esa área de servicio, y el coche incluso me parecía de repente el decorado ideal de cualquier gran aventura. Por primera vez, entendía a los viajeros apasionados.

Me iba acercando a El Havre y seguía en dirección a Étretat como si mi itinerario tuviera forma de embudo; pronto tendría que tomar una pequeña carretera secundaria para llegar a mi destino final. Sabía que la casa de cuando mi abuela era niña no estaba en la ciudad sino en un pueblecito de la región. No tenía ni idea de dónde. Encontré un cartel que indicaba el centro, y me pareció evidente que debía seguirlo. Tenía que empezar mis pesquisas en el centro. Prácticamente ningún otro automovilista seguía esa dirección; estábamos en mitad del día, en mitad de una semana que, a su vez, estaba en mitad del mes de octubre. Y yo estaba en mitad de ninguna parte, pues no tenía ningún punto de referencia.

Pasé por la oficina de turismo, y una señora me dio un mapa de los alrededores. Recorrí los nombres de las ciudades, y mi mirada se detuvo sobre el de Sainte-Adresse. Debía de ser agradable vivir en una ciudad con un nombre tan bonito. La empleada, feliz por tener por fin un visitante, me entregó también un folleto en el que se detallaban los servicios que ofrecía cada hotel. No se me había ocurrido, pero era cierto que tenía que encontrar una habitación para pasar la noche. Le di las gracias con efusividad y fui a sentarme en un banco para analizarlo todo. La tarea me llevó menos de un minuto. Cuando me levanté, me quedé unos segundos paralizado por la indecisión. ¿Adonde ir? Volví la cabeza hacia la oficina de turismo. La mujer me miraba por la ventana, seguramente intrigada por mi comportamiento. Intercambiamos una sonrisa cortada; yo, porque no sabía qué hacer; y ella, supongo que porque no tenía nada que hacer. Entonces me asaltó una intuición. Después de todo, estaba llevando a cabo una investigación, por lo que debía interrogar a cuantas más personas mejor para recopilar información. Todavía tenía conmigo la foto de mi abuela. Podía enseñársela, no me costaba nada. A la gente le encanta decir «siempre hay que probar, el no ya lo tienes». De modo que, impulsado por ese dicho, volví a la oficina. Intercambiamos una nueva sonrisa, pero esta vez con una pizca de complicidad en la mirada, como si ya nos conociéramos.

—Esto… mire, perdone que la moleste… pero es que… estoy buscando a mi abuela…

—…

—Y nada… si es tan amable, le voy a enseñar una foto suya… por si acaso…

Cogió el cartel y dijo enseguida:

—Ah, sí, vino a verme ayer. Es muy simpática.

—¡¿Qué?!

—¿Qué de qué?

—¿La ha visto?

—Se lo acabo de decir. Trabajo la mitad del tiempo aquí y la otra mitad en el Ayuntamiento. Quería saber si conservábamos todavía los archivos de su colegio. Vivió aquí en los años treinta, ¿no? ¿Se trata de su abuela?

—Pues… sí… ¿Y le dijo en qué hotel se alojaba?

—Sí, en el Hotel des Falaises. Deme el mapa, y le indico dónde está.

Salí de allí anonadado. Mi investigación había durado menos de cinco minutos, y ya había localizado a mi abuela. No podía ser tan sencillo. Era imposible. Nadie podía resolver un enigma así, de esa manera. No tenía ningún interés. Seguramente pasaría algo, un nuevo suceso, un problema. Me había quedado como con ganas de seguir la búsqueda, estaba casi decepcionado. Yo que pensaba investigar, olfatear, seguir individuos, ser una especie de héroe moderno, y resultaba que mi investigación concluía con la primera pregunta que hacía. O tal vez sencillamente yo fuera un crack.

Volví al coche. Después de recorrer unos cien metros, aparqué delante del hotel. Era un edificio más bien modesto —aunque no dejaba de tener su encanto— situado a unos cincuenta metros de los acantilados. En la recepción, un señor me preguntó qué quería.

—Vengo a ver a mi abuela…

—Está en el comedor…

Eso fue lo que me contestó, como si fuera evidente. Hay que decir que estábamos en temporada más que baja, y que era la única persona presente en el hotel a esa hora. Seguía sin dar crédito: había encontrado a mi abuela con tan sólo dos preguntas. Fui muy despacito hacia ese salón. El fuego chisporroteaba en la chimenea: alguien había tenido el buen gusto de encenderlo, pese a que no hacía demasiado frío. Parecía un salón inglés. Había un reloj bastante imponente que marcaba cada segundo con la certeza arrogante que confiere trabajar para una empresa eterna: el tiempo. La única persona presente allí era mi abuela. Se encontraba de espaldas, no podía verme. Estaba tomándose un té. En ese momento me arrepentí de todas las impresiones tontorronas que me había suscitado la facilidad de mis pesquisas: me alegraba tanto de verla… Era más que alegría, una felicidad enorme me embargaba, mi corazón sonreía por las situaciones disparatadas y luminosas que ofrece a veces la vida. Ese momento me parecía de una gran poesía. Me acerqué a ella muy despacito. Temía un poco su reacción: ¿se alegraría de verme?