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Durante la cena, en el hotel, no hablamos mucho. Era un contraste total con la víspera. Ahora el rostro de mi abuela parecía haberse ensombrecido. El día había sido largo y complicado. Subió a acostarse bastante temprano. En cuanto a mí, sentí que no tenía fuerzas de encerrarme en mi habitación. Me apetecía pasear sin rumbo; liberarme de un peso que de pronto me ahogaba; beber. Caminé un rato antes de divisar a lo lejos un rótulo parpadeante. La versión alcohólica de un faro. Las luces de neón no atraían a los barcos, sino más bien a los pecios a la deriva. Nada más entrar en el bar, me sentí en terreno conocido. O, más bien: el lugar se me antojaba propicio a mi deseo. Había tres hombres acodados en la barra; el parecido entre ellos llamaba la atención. Cualquiera habría dicho que se trataba de tres hermanos. Llega una hora en que se difuminan las diferencias entre los hombres. Llevaban los tres la misma barba y vestían idénticos petos azules, negros de mugre. Los tres murmuraban algo, y era difícil distinguir si se trataba de una conversación o de soliloquios independientes. Al entrar yo, volvieron la cabeza hacia la puerta, de manera casi sincronizada, y luego se enfrascaron de nuevo en sus cervezas sin decir nada. Sólo el camarero se dignó saludarme. Por último, sentada a una mesa, había una mujer sola. La observé un brevísimo instante. Resultaba imposible saber si era una mujer a la que nadie había tocado en decenios o si había encadenado una relación tras otra. Tenía la sensación de que allí sólo encontraría casos extremos. Y me sentaría bien salirme un poco del sendero de la cortesía y la bondad. No sé por qué albergaba yo tanta agresividad aquella noche. Ahora, desde la distancia, me digo que era como si sintiera miedo de algo.
Bebí muchísimo, me daba vueltas la cabeza, y, sin embargo, tuve numerosos destellos de lucidez. Entendía que mi malestar provenía en parte de mi desarraigo. Si me sentía como a la deriva tan a menudo era porque no tenía ningún antídoto contra la perdición. Mis padres habían sido sombras en mi vida, afectuosas, desde luego, pero sombras al fin y al cabo. Y yo había seguido el destino de la sombra, haciéndome vigilante nocturno, no viendo a nadie. No quería acabar siendo un hombre timorato como mi padre, y menos todavía acabar medio loco, como mi madre. Quería avanzar hacia la luz. Había seguido a mi abuela, pero me daba cuenta de que todo ello también me provocaba una desilusión inmensa. El camino que ella seguía, en su intento postrero de alcanzar la belleza, era un callejón sin salida. Lo veía todo negro y, en ese momento, habría podido tirarme por los acantilados y acabar con todo.
Sobre todo acabé por caer redondo. Mi cuerpo me había abandonado cobardemente en mi deseo de ebriedad. Según supe después, los clientes del bar tuvieron la amabilidad de llevarme hasta mi hotel (tenía la llave en el bolsillo). Me avergonzaba no haber sido capaz siquiera de tomar las riendas de mi perdición. Me habían metido en la cama como a un niño. Hasta las gallinas del cuadro me miraban con desprecio. Sin embargo, el momento patético que había vivido me procuraba también cierta felicidad. A veces uno tiene que pasar por la casilla de la dramatización de su propio malestar. Me dolía la cabeza y tenía sueño. Pero no podía dormir ahora. Eran casi las siete de la mañana, y tenía un plan preparado. Estuve al menos un cuarto de hora bajo el chorro de la ducha, girando progresivamente el grifo hacia la izquierda para que el agua saliera cada vez más fría. Era la única manera de despertar mis neuronas, empapadas aún en alcohol. Una vez vestido, fui a llamar a la puerta de mi abuela. Temía despertarla, pero no, ya había abierto los ojos. Estaba remoloneando en la cama.
—Prepárate. Tenemos algo que hacer hoy.
—¿Ah, sí? ¿El qué?
—Ya lo verás, ya lo verás. Y ahora, prepárate, te digo.
Mi abuela se dirigió entonces al cuarto de baño. Mientras tanto, observé su habitación. Era casi idéntica a la mía. No había ningún cuadro con gallinas, pero podía estar tranquilo: ella también tenía su propio bodrio enmarcado. Y he de decir que el suyo era peor que el mío. A fin de cuentas, la suerte no me había dado la espalda del todo en mi reino de mediocridad (cada uno se consuela como puede). El cuadro que le había tocado a ella era una especie de naturaleza muerta, pero que muy muerta: ya no había esperanza alguna para esa naturaleza que representaba tres manzanas sobre una mesa. Seguramente es un hecho único en la historia de la fruta, pero puedo decirlo con certeza: esas tres manzanas parecían terriblemente deprimidas. Uno habría querido sacarlas de ahí, salvarlas, pero era imposible, purgaban una pena perpetua dentro de ese marco.
Mientras desayunábamos a toda prisa, le expliqué a mi abuela mi proyecto. No daba crédito. Creo que se le había pasado por la cabeza, pero enseguida había descartado la idea. Fuimos en coche hasta el colegio. Era aún muy temprano. Permanecimos inmóviles en la mañana que ya despertaba, en la oscuridad agonizante. Me alegraba también de volver a ver a esa maestra que el día anterior me había turbado. No había sido algo inmediato, pero esa misma noche, durante mi borrachera poco gloriosa, había vuelto a pensar en su rostro. Me gustan mucho las revelaciones diferidas. Se necesitan varias horas para comprender la verdad de una sensación. Y ese fenómeno era particularmente acusado en mí, que siempre estoy como desfasado con respecto a mis emociones. En los sobresaltos de mi noche, entre un despertar y otro, se me apareció en sueños. Me repetía entonces su frase, letanía de nuestro primer encuentro: «¿Puedo ayudarle en algo?» El rostro de Louise, cuyo nombre aún no conocía, había poblado mi noche; y ahora estaba ahí, al cabo de esa noche, esperándola.
Cuando llegó, nos dedicó una gran sonrisa. Me pareció fascinante que se pudiera sonreír así tan temprano por la mañana. Desde luego, yo ya me había rendido a sus encantos, por lo que podía encontrarle muchas cosas fascinantes. Prefiero precisarlo, pues avanzaba hacia una falta total de objetividad. Le presenté a mi abuela.
—Encantada, señora. Me alegro mucho de contarla hoy entre nosotros.
—Yo sí que me alegro —contestó mi abuela con una emoción palpable en la voz—. Es usted joven —añadió.
—¿Ah, sí, se lo parece?
—Bueno, me dirá que, a mi edad, cualquiera me parece joven.
Louise me dirigió una mirada de reojo, cargada de malicia. Estaba claro que le iba a caer bien mi abuela. Eso era lo que decía su mirada. Pero decía también otra cosa. Marcaba el principio de una complicidad entre nosotros, que nacía de esa situación fuera de lo común. No había pensado en todo eso, palabra, al proponerle a Louise que acogiera a mi abuela como alumna en su clase durante un día. No había pensado hasta qué punto ese gesto podía colocarme en una posición beneficiosa. Siempre se habla del poder de seducción de los padres de familia, que se pasean por el parque empujando un carrito de bebé; yo descubría ahora que ocuparse de la abuela de uno también podía tener su encanto.
Hasta entonces nunca había tenido mucha relación con niños. El último niño al que había tratado creo que había sido yo mismo. Los alumnos de tercero, de entre ocho y nueve años, me gustaron enseguida. Están dejando ya de ser niños pequeños y descubren el mundo con una lucidez que la indolencia aun no ha echado a perder. Siguen sumidos en la belleza inmediata del embeleso. Lo vi en su estupefacción al ver llegar a una nueva alumna tan atípica. Había que imaginarse a una viejecita arrugada, sentadita en una silla ante un pupitre de escuela, en mitad de una clase. Louise anunció:
—Hoy tenemos una invitada. Se llama Denise y fue alumna de este colegio hace más de setenta años. Vamos a saludarla.
—Hola, Denise —dijeron todos los niños a coro.
—Hola… niños.
—Va a seguir la clase con nosotros, y luego nos hablará también de su historia. Nos contará cómo era la vida aquí en los años treinta. Y podréis hacerle preguntas, claro.
Un alumno, muy madrugador seguramente, levantó la mano con gesto enérgico. Era como si quisiera tocar el cielo con el dedo. La maestra le dio la palabra, y él hizo (de verdad) esta pregunta:
—Cuando era pequeña, ¿todo era en blanco y negro?
Me quedé fuera, en el pasillo, pues no quería interferir en el sueño. Iba y venía entre las dos hileras de percheros, y me emocioné al ver todos esos abriguitos colgados unos al lado de otros. Me dije que, a esa edad, la vida tenía un orden perfecto. Uno sabía dónde dejar su abrigo. Sentí nostalgia de ese mundo ordenado. No sé bien cuándo derrapa uno hacia el desorden. Observaba de vez en cuando la clase a través de la parte acristalada de la puerta. Observaba a Louise hablar, era una visión silenciosa. Mi abuela estaba sentada ante su pupitre, como una alumna más. Tomaba apuntes en una libretita que le habían prestado. Y, de repente, tan pronto, sonó el timbre. Eso me trasladó súbitamente al patio de mi propio colegio. Todo cambia, pero no los timbres que anuncian el recreo. Una niña cogió a mi abuela de la mano para indicarle el camino. Ni siquiera pude hablar con ella, estaba rodeada de niños. Louise y yo nos dejamos llevar por la corriente que nos arrastraba hacia el patio. Nos quedamos ambos en el umbral del edificio. Los demás maestros nos abordaron para enterarse de la situación. Una maestra me dijo:
—Mis alumnos están celosos. Les gustaría tener a su abuela en clase.
—Al final voy a terminar por alquilar sus servicios —contesté, pero nadie se rió.
Intercambiamos aún unas pocas palabras, y después hubo un silencio. Los otros maestros nos dejaron. No sé si es que se notaba algo, pero el caso es que mientras estaban ellos delante, Louise y yo habíamos pronunciado algunas frases en voz baja, como para subrayar nuestra complicidad inmediata. Nos tuteábamos porque teníamos más o menos la misma edad. Louise me sacaba tres años. Cuando yo tenía seis años, ella tenía nueve; cuando yo tenía doce, ella tenía quince; cuando yo tenía veinte, ella tenía veintitrés. Y así siempre, la seguiría toda mi vida a la misma distancia. Pero eso sólo concernía a la edad; en lo que a lo demás respecta, esperaba poder salvar esa distancia y acercarme a ella.
Apenas habíamos hablado unos minutos, lo que duró el recreo, pero me dio tiempo a decirle que trabajaba en un hotel porque era un lugar propicio para la creación. Ella me dijo: «Anda, ¿estás escribiendo una novela? Es genial». Todavía existía, pues, gente a la que le maravillaba la idea de que alguien escribiera. Esa gente empezaba ya a escasear. La escritura se había convertido en algo de lo más banal. Todo el mundo escribía. Se decía incluso que había más escritores que lectores. Las chicas, me había dado cuenta, ya no se admiraban mucho de un chico obnubilado por un proyecto literario. Al contrario, hasta podía parecerles inquietante, cuando no siniestro. Estoy seguro de que hubo un tiempo en que las mujeres ofrecían sus encantos a aprendices de escritor, fascinadas por su manera de colocar una coma aquí o allá. Quizá Louise estuviera simplemente interesada en mí; pero entonces ¿le habrían brillado los ojos de la misma manera si mi proyecto hubiera sido vender corbatas? Cuánta elegancia hay en los primeros momentos de la seducción. Me encantan esos pocos minutos en el patio del recreo. Y, a veces, daría cualquier cosa por recuperar ese tiempo único en el que nos descubrimos el uno al otro.
Traté de echar una cabezadita en el patio, tendido en un banco. Me estaba pasando factura mi noche de Bukowski de chicha y nabo. Luego llegó la hora de ir al comedor. Me encantó volver a disfrutar de la bandeja que avanza sobre raíles ante los platos propuestos; bueno, el plato propuesto, porque sólo había uno: tomates rellenos. Nos acomodamos en un rincón, con los demás profesores. A todos les parecía fantástica nuestra aventura. Le preguntaban a mi abuela si no estaba algo cansada, si le traía buenos recuerdos y si ya en los años treinta se comían los mismos tomates rellenos. Estábamos ahí, en una pequeña escuela primaria de Étretat, incrustados en la vida cotidiana de esa gente. Y nos parecía que éramos parte de todo ello desde siempre. Sonó el timbre, cada cual volvió a su clase, y yo me quedé un momento solo en el comedor vacío. Contemplaba todos esos objetos que ya no formaban parte de mi vida: la jarra de agua, la pastilla de jabón en su jabonera fija en la pared y los vasos con un número por dentro. De niños mirábamos ese número y nos preguntábamos unos a otros, sistemáticamente: «¿Cuántos años tienes?» Cuando apuré mi vaso, vi que tenía siete años.
Por la tarde, mi abuela les contó a los niños cómo era la vida en su época: el colegio, las normas y la disciplina. Les explicó también por qué había tenido que dejar de estudiar tan joven. No se oía ni una mosca. Todos los niños parecían comparar el pasado con una película de terror. Un niño dijo una frase que me encantó: «Me alegro de vivir en hoy». Hacia el final de la tarde, Louise pidió a los niños que le hicieran un dibujo a mi abuela. Se encontró con un aluvión de gracias y de corazones de todos los colores. Conservo todavía todas las pruebas de ese día único. Sonó el timbre. Los niños salieron corriendo, el movimiento era idéntico al de la mañana, la coreografía era precisa. Algunos alumnos seguían rodeando a su invitada especial, cogiéndola de la mano, entre empujones. Louise les pedía que tuvieran cuidado. Mi abuela me sonrió, pero yo noté cierta crispación en sus labios. La encontré cansada. Y no era para menos, el día hubiera agotado a cualquiera.
—Bueno, será mejor que nos vayamos ya —dije yo.
—Sí… sí, claro —contestó Louise, antes de darle un beso a mi abuela. Pero, al verla de repente tan pálida, se preocupó—: ¿Se encuentra bien?
—Sí… sí, estoy bien.
—¿Quiere un vaso de agua?
—No… vamos a volver al hotel. Se me pasará enseguida. Gracias de nuevo por su amabilidad.
—Gracias a usted, de verdad. Ha sido un día maravilloso. Y estoy segura de que los niños no lo olvidarán nunca, será un recuerdo estupendo para ellos.
Ya en el coche, le hice unas cuantas preguntas, pero no acertaba a contestar. Había puesto todas sus fuerzas en ese reencuentro con su antiguo colegio y ya no le quedaba ninguna. Una vez en el hotel, quise ayudarla a subir a su habitación, pero era imposible. No sé por qué no quise reconocer la gravedad del momento, cuando ya hacía varios minutos que la notaba completamente ausente. El dueño del hotel vino a ver qué ocurría:
—¿Va todo bien?
—No, creo que no se encuentra nada bien.
—Pues sí, ya lo veo… Esperen, voy a buscar una manta.
Cuando volvió tendimos a mi abuela en el suelo, en el vestíbulo del hotel. Le puse un cojín debajo de la cabeza. Me quedé observándola un momento, paralizado por el cambio radical de los acontecimientos, antes de precipitarme a un teléfono para llamar a una ambulancia.