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Pese a la amabilidad de mi jefe, quise volver al trabajo. Quería ocupar mi tiempo de una manera concreta, y quizá también agotarme de cansancio. Esa noche, cuando me instalé detrás del mostrador, me embargó un extraño bienestar. Sentí que ése era mi lugar. No era un hotel con mucho encanto que digamos, no era un trabajo especialmente estimulante, pero ese perímetro, que era mío desde hacía varios meses ya, me ofrecía lo que había buscado mucho tiempo: cierta estabilidad. Me sentía como dentro de un marco. Colgado en ese lugar, ya no podría irme a pique.

Gérard estaba allí. Para poder contestar a sus preguntas, traté de elegir qué contarle de las últimas novedades. Pero me di cuenta de que no tenía muchas ganas de hablar. Se quedó ahí sentado en el vestíbulo, antes de anunciar de pronto:

—Tal vez debería vender mis otros dos hoteles, quedarme sólo con éste y disfrutar de la vida…

—…

—¿Tú qué opinas?

No veo cómo podría yo tener una opinión. Supongo que dije que seguramente era una buena idea, que es el típico comentario que haces cuando no sabes qué decir. Él añadió:

Podría confiarte a ti la gestión de éste, cuando yo no este. Podrías convertirte en socio del negocio.

—…

—¿Te interesa?

¿Me interesaba? ¿Era esa su pregunta? Pero ¿y yo qué sabía? Los últimos acontecimientos casi me habían hecho olvidar que tenía una vida que vivir. Ya no sabía verdaderamente nada sobre nada. Traté de retomar el hilo de los acontecimientos. Había buscado un empleo en un hotel para trabajar de noche, para vivir el cliché del joven que escribe. El resultado no había sido muy glorioso, no tenía material ni para escribir un relato. Pero bueno, sentía que poco a poco las ideas iban acudiendo a mi mente, era como un nacimiento anunciado. Los hoteles me habían atraído por esa razón literaria, desde luego no para hacer carrera en el ámbito de la hostelería. Por otro lado, era una oportunidad fantástica. No era muy probable que consiguiera ganarme la vida algún día con los libros, así que, ¿qué debía hacer? Nada. No debía hacer nada. Le dije que no podía darle una respuesta todavía. Y él me contestó que no había prisa, que no era más que una idea que se le había ocurrido, y que me lo pensara. Con él todo era tan sencillo…

Y entonces se puso a hablarme de su mujer. Era su segunda mujer. La primera se había marchado a Australia con sus dos hijos: «Hay mujeres que abandonan a sus maridos, sí, pero a mí cuando me abandonan, ¡es para irse a la otra punta del mundo!», dijo riéndose. Sin embargo, tuvo que haber sido horrible. No el separarse de su mujer, ya que su matrimonio no funcionaba, sino de sus hijos. Al oírle hablar de ellos, y sobre todo de su hijo, que tenía más o menos mi edad, entendía mejor la relación paternal que había desarrollado conmigo. Bueno, era la manera algo simplista en que yo analizaba su bondad espontánea. «La modernidad es algo increíble. Hablamos por Skype. Oigo sus voces, los veo. Tanto es así que ya no sé bien cuánto hace que no los veo de verdad…» Me asaltó con detalles sobre sus vidas; al principio no entendía bien por qué había querido exponerme así su biografía. Era su manera de llenar el vacío, de no dejarme solo rumiando mis angustias. Si yo no quería hablar de mí, muy bien, hablaría él de sí mismo. Siguió charlando, y de ahí pasó a la aparición de su segunda mujer. Me explicó que le había dejado perplejo la repetición del mismo esquema amoroso con ella; había sido, hijos aparte, exactamente como con su primera mujer. Estaban pasando por una profunda crisis (ese día me habría extrañado que alguien estuviera bien en todo el mundo), pero creía haberla superado. Últimamente había comprendido muchas cosas; había entendido que, bajo su aire bonachón, se escondía un hombre solitario, por no decir egoísta. Era incapaz de dar lo que se esperaba de él. Había ido a ver a un psicólogo, y éste le había preguntado: «Según usted, ¿por qué ha invertido en hoteles? ¿Cree que pueda haber una razón inconsciente detrás de esa elección?» Le había dado muchas vueltas a esa pregunta. Había reconocido que la huida había sido el motor de su vida. Hacía poco tiempo que tenía la sensación de no querer huir ya más. Vender sus hoteles era una forma de decirle a su mujer: «Estoy aquí».

Aquella noche no dejó de hablarme de su propuesta: «Necesito a alguien como tú. Alguien serio. Sé que también eres soñador. Sé que eres escritor. Se te ve en la cara que vas a escribir una buena novela. Siempre que quieras podrás tomarte vacaciones para avanzar en tu novela. Pero también hace falta vivir cosas concretas para escribir. Al menos es lo que yo pienso. No se puede crear desde la nada, sin puntos de referencia, sin horarios. Mira la vida de los grandes artistas: todos tienen obligaciones, limitaciones». Por lo que decía, era como si me fuera a convertir en James Joyce si aceptaba su contrato indefinido. Escribo esto pero, al mismo tiempo, sabía que su discurso tenía mucho de cierto. Trabajar de noche, con horarios regulares, me había venido muy, muy bien. La inspiración no había llamado a mi puerta pero, al menos, sentía que había puesto orden en mi confusión. A ese respecto tenía razón Gérard. Pero luego, incesante versatilidad la mía, cambiaba de opinión. Pensaba que todos los grandes artistas habían nacido de lo incierto, de la nada, de la inestabilidad. Quería dejarlo todo, no tener ninguna atadura, encontrar las palabras en la locura de lo incierto. Las novelas no se escondían en los horarios regulares, no podía ser. Se escondían en la ausencia de normas, de obligaciones e incluso de moral. Las novelas se escondían en la infidelidad. Y luego podía volver a cambiar de opinión. En el fondo, no sabía nada del camino que me quedaba por recorrer; nadie sabe nunca el camino que debe tomar para ir donde quiere ir. Todo era confusión. La inspiración vendría a lo mejor de ahí, surgiría de la niebla.

La idea de huida seguramente me llevó de nuevo a la de mi abuela. Cuando pensaba en ello, todo eran dudas, necesitaba sistemáticamente varios segundos para estar seguro de que esa desaparición había ocurrido de verdad. Varias veces traté de ponerme en su lugar. ¿Dónde iría yo, a su edad, si quisiera huir? Resultaba difícil saberlo. Era complicado tocar mentalmente esa edad, aunque siempre hubiera tenido una relación muy estrecha con la vejez. A los dieciséis años me habían operado del corazón. Lo que tenía sólo lo padecían los ancianos, y recuerdo perfectamente la expresión del médico cuando me dijo: «Será que es usted viejo». Pensaba a menudo en eso, en esa senectud que me producía una especie de cansancio crónico[8]. Pero esa operación sobre todo despertó en mí la sensibilidad que me permite observar los mundos ocultos de la sensualidad; y si ahora estoy aquí, escribiendo, es sólo porque mi corazón ha descarrilado, se ha salido de las vías de las edades. Esa cercanía con la vejez y el vínculo que me unía a mi abuela no me permitían sin embargo ponerme en su lugar. No tenía ni idea de dónde podía estar. Compartí mi perplejidad con Gérard, y él me contestó de una forma muy bonita: «En su lugar, yo iría a refugiarme a un recuerdo». Sí, eso me dijo, y luego añadió: «Iría allí donde hubiera sido feliz. A su edad, seguramente es lo que yo haría». Al oírle decir eso, sentí una gran emoción; tenía que estar en lo cierto. La huida sólo podía responder a un intento por recuperar la belleza.