7
Mi abuela había sufrido muchas situaciones difíciles, muchos horrores y muchas muertes. Todo eso la había hecho fuerte a su pesar. Tenía lo que algunos llaman las corazas del dolor. No sé de dónde sacaba el valor para seguir mostrándose fuerte y dinámica. ¿Quizá temía que la internaran en una residencia? Quizá había entendido antes que nosotros lo que le iba a pasar, que debía a toda costa aplazar ese terrible desenlace, mostrarse lo más viva posible. Y luego ocurrió ese episodio algo similar al de la pastilla de jabón. Un día, mi padre la descubrió tendida en el suelo del salón, con un reguero de sangre que manaba de su sien. Se quedó un momento parado, petrificado, convencido de hallarse frente a la muerte de su madre. Pero respiraba. Por suerte mi padre la descubrió poco después de su caída, por lo que pudieron hospitalizarla, y no tardó en recuperar el conocimiento. El médico aprovechó para decirle a mi padre que las caídas eran la primera causa de mortalidad en Francia. Cuidé de mi abuela en el hospital mientras duró su convalecencia. Su frente brillaba de sudor. Hacía calor, el verano no tardaría en llegar. Yo se la enjugaba, exactamente como ella había hecho conmigo durante mi varicela veinte años atrás. Habíamos invertido los papeles.
Estuvo varios días en observación. Era un milagro que no se hubiera roto nada. Mi padre y sus hermanos empezaban a mencionar la idea de la residencia, y uno de mis tíos reconoció incluso haberse informado ya al respecto. Fingieron vacilar, sopesar los pros y los contras, pero la decisión ya estaba tomada de antemano. No había ninguna alternativa. A su edad ya era demasiado peligroso vivir sola. El hecho de que se hubiera salvado de esa primera caída era para todos una señal indiscutible. Por su bien, para protegerla, no les quedaba otra opción. Uno de mis tíos tenía sin embargo una casa grande, pero no importaba. Él viajaba con frecuencia, así que estaría sola de todas maneras. En la residencia siempre tendría compañía. Y los médicos pasarían regularmente a visitarla, le comprobarían la tensión, el corazón, qué sé yo. Allí estaría segura, y eso era lo más importante, ¿no?
Yo estaba protegido de la necesidad de tomar parte en esa decisión por la generación que me separaba de mi abuela. No me correspondía decidir a mí, sino a sus hijos, lo cual era un alivio. Digamos que el alivio es la versión suave de la cobardía. Mi abuela declaró enseguida que no quería ir. Durante unos días, dejó de comer. Decía: «Quiero quedarme en mi casa, quiero quedarme en mi casa, quiero quedarme en mi casa». Repitió tres veces esa frase. ¿Para que la entendiéramos mejor? ¿Una vez por cada hijo? Mis tíos trataban de explicarle que era por su bien, y ella les replicaba que si tanto se preocupaban por ella, pues entonces que la escucharan. Yo me daba cuenta de que mi abuela echaba el resto en esa lucha, perdía todas sus energías y a veces ya no estaba segura de sus argumentos. Sobre todo cuando le hablaban de su caída. ¿Qué ocurriría si volvía a caerse? Pues nada, que se moriría. Eso contestaba ella. Prefiero morir en mi casa, prefiero morir en mi casa, prefiero morir en mi casa. Sus hijos pensaron un tiempo dar marcha atrás en sus planes, pero, considerando fríamente la situación, era evidente que no había otra solución. No se trataba sólo de la caída. También tenía que ir a la compra y, para hacerlo, necesitaba dinero. Eran cosas que ya no podía hacer. Ya no podía ir a sacar dinero a un cajero automático, era demasiado peligroso, había demasiados atracos; además, ya no podía cargar con el agua y la leche. Bueno, la solución era que sus hijos se repartieran todas las tareas. Pero, en el fondo, le tocaría hacerlo todo a mi padre, pues uno de sus hermanos viajaba mucho por trabajo, como hemos dicho, y el otro vivía en el sur desde que se había jubilado. Era un callejón sin salida.
Entonces hubo un cambio. No fue un acto importante, ni siquiera una decisión, tan sólo una ínfima señal que mi abuela percibió en la mirada de sus hijos. Cedió al discernir el pánico en sus ojos. Vio de pronto hasta qué punto ya no era una madre, sino una carga. ¿Es ésa la frontera que delimita la vejez verdadera? ¿Cuando uno se convierte en un problema? Para ella, que había vivido libremente, sin depender de nadie, era insostenible. Entonces, para que todo fuera más sencillo, dijo con voz queda: de acuerdo. Quizá también se hubiera dejado convencer por todos, pues sabía que sus hijos no eran malos y que había también algo de verdad en lo que decían, en parte tenían razón en insistir tanto. Creo que le habría gustado tomar ella misma la decisión. Le habría gustado seguir controlando un poco su propia vida, pero era demasiado tarde. Estaba desfasada con respecto a la realidad de su condición. Y era lo que había visto en los ojos de sus hijos, esa mezcla de espanto y de malestar, lo que la había llevado a tomar conciencia del presente. Fue esa mirada lo que la llevó a decir: «De acuerdo». Pero eso sólo lo dijo una vez.
El día de la mudanza, mi padre aparcó el coche en el trocito de jardín que había delante de la casa de su madre. Yo estaba con él. Llamamos a la puerta, ella abrió y no nos saludó, sólo dijo: «Estoy lista». Sin embargo, sólo veíamos una maletita muy pequeña. Una maleta ridícula, patética. Una parodia de maleta.
—¿No vas a llevarte más que eso? —le preguntó mi padre.
—Sí.
—¿No… no quieres llevarte algunos libros?… Si vamos en coche…
—…
—Bueno, pues nada, vámonos.
Cogí la maleta y noté lo ligera que era. Mi abuela quería dejar sus cosas en su casa. Quizá fuera una manera de seguir aún allí. Esa maleta vacía sopesaba todas las palabras. Mi padre, no obstante, le llevó casi todo el resto de su ropa los días sucesivos.
En el rellano, mi abuela dijo:
—¿Me prometes que no pondrás a la venta mi casa?
—Sí, te lo prometo.
—Si no me gusta estar en la residencia, quiero poder volver.
—Vale, vale.
Mi padre solía decir a todo que sí, aunque pensara lo contrario. Pero tengo que reconocer que ese día me impresionó, pues se esforzó al máximo por que no se le notara. Por que no se viera que no estaba bien. Me recordó a esas azafatas que, en medio de insoportables turbulencias, siguen sonriendo y sirviendo bebidas calientes como si no pasara nada. Su actitud hacía más llevadera la situación. Íbamos a estrellarnos contra una montaña, y él sonreía a su madre recomendándole simplemente que se abrochara el cinturón. Más tarde, en el coche, empezó pese a todo a mostrar ciertos signos de nerviosismo.
Mi abuela estuvo callada todo el trayecto. Y cuando le preguntábamos algo, asentía con la cabeza o se contentaba con decir sí o no. Yo iba en el asiento de atrás, y tampoco decía nada. No resultaba muy útil para la mascarada instaurada por mi padre. La mascarada del maravilloso futuro. Mientras conducía, no dejaba de repetir que todo iba a ser estupendo: «Sí, ya lo verás… Está de verdad muy bien… Están encantados de recibirte… Y hasta hay un cineclub… ¡A ti te gusta el cine! ¿Eh, a que te gusta el cine? Y también hay un club de gimnasia… Al principio me sorprendió un poco… pero ya lo verás, está muy bien… Me he informado… Os pasáis una pelota… Y… también hay talleres de memoria… y estoooo… conciertos… Sí, eso es, lo he visto en el programa… Suelen venir alumnos del conservatorio a ofrecer recitales… Así ellos también practican, claro… Pero es agradable escuchar a los jóvenes… Ya me avisarás cuando vayan, ¿eh? Ya me avisarás, porque no me lo quiero perder… Sí, de verdad, mamá, vas a estar muy bien… Vas a estar muy bien… Sí, sí… pero que muy bien… ¿Estás cómoda? ¿No hace demasiado calor? ¿Quieres que paremos? ¿Quieres que abra la ventana? ¿O que baje la calefacción? Dime si tienes calor, ¿eh? Me lo dices, ¿eh? ¿Quieres que ponga música?… Bueno, no hay mucho tráfico… No creo que tardemos en llegar… Creo que está previsto que den una copita para recibirte… Un ponche… Les he dicho que te gustaba el ponche… Y no me he equivocado, ¿verdad? Te gusta el ponche, ¿no?… Ah, y se me ha olvidado decírtelo, tienes teléfono en tu habitación… Si quieres, me puedes llamar… Bueno, yo en todo caso te llamaré esta noche para ver si estás bien… Aunque, bueno, a lo mejor no estás en tu habitación… A lo mejor ya te has hecho alguna amiga… y estaréis jugando al Scrabble… Anda, sí, no había caído… Vas a encontrar gente con quien jugar… ¡qué bien!… Seguro que les ganas a todos… Eres imbatible cuando se trata de encontrar palabras que cuentan triple… Y me parece que en la recepción hay otros muchos juegos, por si los quieres tomar prestados… Y la directora me ha dicho que, a veces, os proponen excursiones… Un día hasta fueron de público al concurso “Preguntas para un campeón”… ¡Estoy seguro de que eso te gustaría! ¿A que sí? Te gustaría, ¿no? Te gusta mucho ese programa, ¿verdad? ¿Eh, a que sí?… Huy, fíjate… nosotros aquí venga a hablar, venga a hablar… y ya hemos llegado… Ah, y mira qué hueco más bueno… Desde luego, qué cómoda es esta residencia, se puede aparcar justo delante… Es fantástico, qué cómoda, de verdad… Otro punto más muy positivo… Así que nada, aquí estamos, ya hemos llegado… Qué bien, ¿verdad?»
Mi padre no dejó de hablar en todo el trayecto. Como si quisiera a toda costa ahogar con palabras toda posibilidad de pensamiento autónomo. No había que dejarle resquicio alguno a la lucidez. Pero bueno, quizá no hacía falta tampoco exagerar e inventarse detalles como lo de la copa de bienvenida. Cuando mi abuela llegó a la residencia, todo el mundo fue muy amable con ella, desde luego, pero no ocurrió nada excepcional. No estaba previsto nada especial. Todos los viejos se la quedaron mirando, y a mí me parecieron mucho más viejos que ella. O ella aparentaba menos edad que la que tenía, o allí no había más que centenarios. No era una residencia propiamente dicha, en el sentido de un lugar al que se va a vivir, sino más bien un lugar al que los ancianos van a morir. Tiran hasta el final del ovillo de su autonomía y llegan a esas casas de asistencia en el momento en que apenas se sostienen de pie. Descubrí un mundo de rostros desencarnados, un mundo en forma de transición hacia la muerte. Los últimos momentos de esos hombres y esas mujeres condenados a seguir viviendo. Me espantó la cantidad de ancianos que había en silla de ruedas. Estaba muy claro que mi abuela nunca haría amigos allí.
Descubrimos su habitación. Era pequeña pero muy cómoda. Había una cama, un armario y una neverita. Mi padre dijo que le iba a comprar un televisor nuevo. Yo veía que estaba a punto de volver a lanzarse a otro monólogo como el del coche. Pero mi abuela le arruinó las intenciones asegurándole que estaba muy bien pero que ahora quería descansar. Yo tenía un nudo en el estómago ante la sola idea de dejarla ahí. En el pasillo, mi padre siguió con la mascarada, esta vez sólo para mí. Me decía que mi abuela iba a encontrarse muy bien allí, y que sentía alivio al saber que estaba en esa residencia. Esa frase era como una llamada de socorro. Llevaba varias horas hablando en el vacío. Aguardaba desesperadamente que alguien le contestara por fin. Que alguien le dijera lo que yo iba a decirle: «Sí, es verdad. Va a estar bien aquí».
Sin embargo, ya desde ese primer día, supe que ocurriría algo dramático.