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Un recuerdo de Sonia Senerson
El marido de Sonia era de origen ruso, un origen que dictaba su manera de comportarse. Y así fue como en 1941 decidió abandonar Francia para unirse a las tropas del Ejército Rojo. Ella trató de disuadirlo, pero fue en vano. No volvió a tener noticias suyas, y se vio sola con su hija.
Pasaron los años, y ella se resignó a seguir su vida sin él. Concentró toda su energía y su corazón en su obsesión por la danza. Se convirtió en una grandísima artista que irradiaba elegancia en cada ballet. Su reputación cruzó fronteras, y al final fue invitada a bailar en Rusia. En esa época, en plena Guerra Fría, nadie quería ir allí. Pero ella animó a toda su compañía para hacer ese viaje. Soñaba con Moscú, soñaba con saber por fin qué había sido de su marido. Las funciones fueron un auténtico éxito. Consiguió una cita con un alto funcionario que prometió investigar el paradero de su marido. Al día siguiente le dio una dirección. Esa noche le costó mucho bailar. No dejaba de pensar en la dirección. Así pues, su marido estaba vivo. Se le ocurrían miles de hipótesis; sobre todo, por supuesto, la posibilidad de que hubiera vuelto a casarse. Lloró mucho durante los aplausos, y todo el mundo vio en ello la muestra de cuán profunda era su sensibilidad de artista.
Le pidió a un bailarín de su compañía que la acompañara a la dirección en cuestión. Estaba a punto de poner fin a diez años de dolor y de incertidumbre. Llegaron y aparcaron el coche ante un pequeño edificio de los suburbios de Moscú. En el portal, buscó su nombre en los buzones, pero en aquella época en Rusia los buzones no llevaban nombre. Subió las escaleras despacito y llamó a la puerta. Le abrió una mujer, que le preguntó qué quería. Era una mujer, de modo que sí, se había vuelto a casar. Pero Sonia, tras quedarse absorta unos segundos, se dio cuenta de que esa mujer era demasiado mayor. No podía ser su esposa. Pronunció el nombre de su marido, y la anciana la invitó a pasar. Estaba ahí. Sí, estaba ahí. Sentado en una silla, en la cocina. Sonia se quedó parada. Era él. Era el hombre de su vida. El hombre al que tanto había llorado.
Pasó un minuto entero, un minuto durante el cual ella lo observó. Él no movía la cabeza. Sonia avanzó hacia él y comprendió entonces que estaba ciego. Había preferido desaparecer antes que volver a Francia y no poder ver nunca más a su mujer y a su hija. Sonia apoyó la cabeza en su hombro. Meses más tarde, consiguió de la administración soviética el permiso para llevárselo a Francia con ella. Una noche, él le dijo en voz baja: «Aún recuerdo tu rostro».