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Un recuerdo de Alois Alzheimer
Alzheimer es un brillante neuropsiquiatra, pero aún no sabe que va a bautizar con su nombre su descubrimiento médico. Tampoco sabe que una mujer va a cambiar radicalmente su vida. Se trata de Augusta D., ingresada en el hospital de Frankfurt el 25 de noviembre de 1901. Alzheimer tiene treinta y siete años cuando decide ocuparse de esa paciente, que sufre una degradación progresiva de sus facultades cognitivas. No se da cuenta enseguida de que ése será su caso de referencia, que será como la musa para un artista. Anota de manera casi cotidiana la evolución de Augusta, sus alucinaciones y sus comportamientos incoherentes. Se sienta a su lado para preguntarle:
—¿Cuál es su nombre?
—Augusta.
—¿Y su apellido?
—Augusta.
—¿Cuál es el nombre de su marido?
—Augusta.
La paciente contesta con su nombre a todas las preguntas.
Cuando ya se está obsesionando con esa paciente, Alois recuerda de pronto que la vecina de la casa en la que vivió de niño también se llamaba Augusta. Quería profundamente a esa mujer que venía a menudo a cuidar de él, le hacía pasteles y lo mimaba mucho. Era una mujer que no podía tener hijos. Un día se vio obligada a mudarse para seguir a su marido, que por trabajo debía trasladarse a Hamburgo. Fue a despedirse de Alois y le dio un largo beso en la frente. Le dijo: «Espero que no te olvides de mí». La partida de esa mujer lo afectó mucho pero, unos meses más tarde, ya la había olvidado por completo. Treinta años después, frente a esa Augusta que no recordaba nada, frente a esa Augusta que habría de hacerlo a él inolvidable, se acordó de la Augusta de su infancia, y pensó que cada persona importante en nuestras vidas lleva en sí el eco del futuro.