27

Pensé en una fuga. Sí, una fuga, como una adolescente. Muchos elementos de esa situación me resultaban perturbadores. Su cama estaba hecha, todo en su habitación estaba perfectamente ordenado, y parecía que se había puesto un vestido nuevo. En el barrio nadie había oído hablar de la más mínima agresión. Por supuesto, no se trataba de elementos determinantes, y quizá fuera sobre todo una cuestión de intuición, pero era cada vez más probable que se hubiera marchado por propia voluntad. O quizá me decía yo eso sólo para tranquilizarme, quién sabe. Mi padre no creía en esa teoría; decía que la abuela no tenía dinero suficiente para marcharse así. En cuanto a la policía, no tenía ninguna información concreta que darnos. Empezaron entonces unos días de horas infinitas.

El absurdo había desplazado su cursor: nuestros actos tenían una tonalidad de desesperación que impedía todo juicio relativo. Pensé que debíamos pegar carteles por todo el barrio, como se hace para encontrar a un gato perdido. Busqué una foto de mi abuela que fuera reciente, pero las últimas siempre se las habíamos sacado ante una tarta de cumpleaños o con ocasión de alguna fiesta. Me parecía ridículo anunciar al público la desaparición de alguien con ese tipo de foto. Pero bueno, no tenía elección, y sobre todo no tenía tiempo de perderme en esa clase de consideraciones. Puse en el cartel el día y la hora probable de su desaparición. Sentía las miradas fijas en mí cada vez que colgaba uno de esos carteles. Me juzgaban. Seguramente era un hecho inédito. Y, en lugar de simpatía, percibí una agresividad ambiente. Como si el anuncio de la fuga de alguien implicara a la fuerza reconocer la propia culpabilidad. A los ojos de aquellos que me observaban, me transformaba de pronto en un nieto que había maltratado a su abuela y que se sentía estúpido ahora que ésta se había fugado. En el cartel puse mi número de teléfono para que contactara conmigo todo aquel que dispusiera de alguna información. Nadie se tomaría muy en serio ese intento, desde luego algo patético, de encontrar a una anciana. Unas horas después recibiría toda clase de llamadas. Adolescentes que ahogaban risitas (podía imaginar su acné sólo con oír su voz) y me decían haberse cargado a la vieja; personas que buscaban matar el rato haciéndome preguntas cuando era obvio que no podían ayudarme. Hasta me llamó un periodista de la revista France-Soir, que encontraba la historia cuando menos original y estaba pensando en escribir un artículo al respecto. Por supuesto, cierta mediatización podía sernos de ayuda, pero me asustaba la idea de convertir a mi abuela en un suceso de periódico. No contesté al periodista. Por no hablar de todas las viejecitas que me llamaron diciendo que eran sus amigas y que sabían perfectamente dónde estaba mi abuela, sí, señor, claro que lo sé, espere, en cuanto haga memoria se lo digo, pero no se acordaban de nada porque no había nada de qué acordarse. Fue todo tan ridículo que esa misma noche tuve que dar marcha atrás. Mientras despegaba los carteles, algunos viandantes me preguntaron: «Ah, entonces ¿ya la han encontrado?» Y yo dije que no con voz muy queda.

Lo mejor sin duda era investigar desde la propia residencia. Quizá otros ancianos pudieran darme alguna información importante. Mi relación con mi abuela era lo bastante cercana para saber que no había hecho amistad con nadie. Como mucho cambiaba algunas palabras, más con unos que con otros, pero era poco probable que se hubiera explayado sobre sus planes. Por su parte, la directora había interrogado al personal pero no había averiguado nada. Nadie sabía nada. Mi padre volvió a su casa para ocuparse de mi madre. Yo pensaba también en ese problema, aunque aún no sabía gran cosa al respecto. Se había superpuesto en mi cabeza a la desaparición de mi abuela, y tenía previsto ir al día siguiente a ver a mi madre. Uno de mis tíos me acompañaba en mis pesquisas; en cuanto le anunciaron la desaparición de mi abuela, se tomó unos días libres. Es curioso cómo las tragedias unen a las familias. No lo veía casi nunca, no teníamos nada que decirnos, pero en ese instante parecíamos increíblemente cercanos. Estábamos íntimamente ligados, y ello no tenía nada que ver con nuestras afinidades, ni siquiera con los recuerdos, sino con los lazos de sangre.

Recorríamos los pasillos de la residencia, y yo notaba hasta qué punto mi tío se reprochaba no haber ido más a menudo a ver a su madre en los últimos tiempos. Recordaba haber consultado varias veces su reloj durante el almuerzo de cumpleaños en la cervecería, impaciente como estaba de regresar a cualquiera que fuera el asunto que lo aguardaba, y ahora, frente al vacío de la ausencia, lo habría dado todo por recuperar ese tiempo del almuerzo que no había sabido aprovechar por no haber sido consciente de la suerte que tenía. Si su madre moría ahora, no se lo perdonaría. Le habría gustado tanto retroceder hasta el marisco… Veía en su rostro esa impresión de ya es demasiado tarde. Parecía incómodo, y ello se traducía en su manera algo perentoria de mostrarse seguro de estar tomando las decisiones adecuadas. Pero no había ninguna decisión que tomar; nos mentíamos sobre nuestra capacidad de actuar de manera concreta con respecto a la realidad, como un pequeño soldado que piensa que puede vencer a todo un ejército que lo rodea. Nos embargaba un sentimiento de vacío irrisorio. Caminar por ahí, hacer preguntas a diestro y siniestro, tratar de encontrar una prueba en un rincón de su habitación, nada de eso servía. Sin embargo, hubo un momento mágico cuando fuimos a parar ante el cuadro de la vaca. Le expliqué que íbamos a menudo a verlo, la abuela y yo; mi tío me miró un segundo sin decir nada, antes de estallar de pronto en una gran carcajada. Un minuto antes, lo corroía el sentimiento de culpa, y ahora la vaca, esa inmensa vaca, lo barría todo a su paso, como un huracán de comicidad.

Me quedé allí un rato después de que mi tío se marchara. Los ancianos de la residencia me miraban con amabilidad, algunos se acercaban a mí para darme ánimos. Había mucha belleza en esa tierna manifestación de solidaridad. Una mujer vino hasta mí para decirme:

No la conocía, pero estaba segura de que se iría algún día…

—¿En serio? ¿Y eso por qué?

—Nunca pareció resignada…

No supe qué contestar. Caminé un poco con esa mujer, y luego vino otra a la que seguí a su vez, era como un extraño baile, me iba perdiendo de brazo en brazo de las ancianas en el laberinto de un reino imposible de fechar. Ya apenas pensaba, hasta que fui testigo de una extraña escena. Allí, al final de un pasillo que no conocía, el quicio de una puerta atrajo mi atención. Observé, como un mirón, a una pareja de ancianos besándose. Me sentía como si hubiera sorprendido a unos amantes ilegítimos. Estaban ahí, ese hombre y esa mujer, acariciándose dulcemente todo el cuerpo. No alcanzaba a oír lo que se susurraban, pero no me costaba adivinar sílabas tiernas e, incluso, alguna que otra palabra más cruda. Me había preguntado muchas veces cómo sería la vida sexual de los ancianos. A fin de cuentas, todo se resumía a una curiosidad propia: ¿muere el deseo? ¿Llegaría yo a ser algún día insensible a la sensualidad? Con frecuencia le había preguntado a mi abuela sobre las relaciones afectivas en una residencia de ancianos. Me había sorprendido, maravillado incluso, enterarme de que la aspiración a un beso nunca se desvanece del todo. Mi abuela me había contado chismorreos sobre algunos ancianos, a veces incluso escenas de celos. Seguía mirando a esa pareja que tenía delante. Ya habían dejado de acariciarse, pero seguían muy juntos, pegados uno a otro en un tiempo que de pronto se me antojó inmutable. Juntos formaban una muralla contra la muerte.

A partir de entonces, no he dejado de vivir mi vida amorosa sin pensar en la vejez. Hay que vivirlo todo olvidando los límites e incluso la moral. Desde entonces no he dejado de sentir la urgencia del deseo; de pensar en la sensualidad como en la esencia de la vida. Me parece que se ama de otra manera cuando se vive con esa conciencia íntima de la vejez. No hablo del miedo a la muerte y de la bulimia sexual ligada a nuestra condición efímera; no, hablo de la idea de acumular, quizá ingenuamente, un tesoro de belleza para los días de inmovilidad física. A partir de ese momento, yo amaría cada vez más a las mujeres, viviría sumido en la fascinación de sus detalles, en una creciente obsesión por el placer. Quería que se me ofrecieran sin preguntarme nada, que me besaran como ladronas de mis labios, que siguieran siendo siempre esas desconocidas a las que tanto conozco. No era mera casualidad que pensara ahora en todo ello; era como las miradas que había cambiado con esa chica durante el entierro; siempre había esa coherencia íntima entre el drama y una forma de comedia erótica. Seguía mirándolas, y mi abuela seguía ausente. Seguía observándolas, y pensaba en la vejez, que me aguardaba tranquilamente. Yo también estaría seguramente ahí, tumbado, soñando con que me acariciaran todavía y siempre. Pensé entonces en el libro de Kawabata, La casa de las bellas durmientes, donde unos ancianos van a una pensión para dormir junto a mujeres jóvenes. Ya no se trata de una cuestión sexual, sino simplemente de avanzar hacia la muerte con el sabor del paraíso en la boca. Avanzar con mujeres que ofrecen su hálito y su olor, y dan a los hombres la posibilidad suprema de soñar sumidos en cabelleras femeninas. Me rodeaba la muerte, y yo sólo pensaba en una cosa: quería morir sumido en la sensualidad.