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Un recuerdo del empleado de las pompas fúnebres que trasladó el cuerpo de mi abuela desde El Havre hasta París
El hombre no escapaba a una extraña norma: el de enterrador es un trabajo que suele pasar de padres a hijos. De generación en generación, se traslada y se entierra a los muertos. De niño, había pasado muchas mañanas jugando a que hacía el trabajo de su padre, jugaba al escondite entre los ataúdes. Pero cuando entraba alguien en la tienda, su padre le pedía siempre que se callara. «Hay que respetar el dolor del cliente», repetía, como si fuera ésta la primera lección de su futuro oficio. Entonces, intentaba pasar inadvertido y asistía al desfile de la tristeza. Recordaba a una mujer, una mujer muy guapa, que acababa de perder a su marido de manera brutal. Lo había atropellado un coche mientras hacía footing por la calle. Estaba destrozada. En el momento de elegir el ataúd, la mujer lloraba tanto delante de su padre, que éste tuvo que abrazarla muy fuerte. De niño esa imagen lo fascinó. Era una mujer tan guapa. En ese preciso instante pensó: «Qué gozada de trabajo».