17

Recorrimos los senderos del cementerio. De vez en cuando, mi abuela se detenía ante una tumba, y yo pensaba: la mira como mira una pareja un piso piloto. No podía evitar decirme que la próxima vez yo no estaría con ella, sino que iría a recogerme ante su tumba. En ese momento estaba mil veces más deprimido que ella. Y seguro que seguía teniendo los ojos enrojecidos. Mi abuela avanzaba, casi corriendo, hacia el lugar de la ceremonia. Alcanzamos al grupito de deudos, que ya estaba allí. Era un grupo realmente reducido. Diez personas a lo sumo. Y eso añadía más horror al horror de ese día. Me parecía terrible asistir a un entierro tan poco concurrido. Me daban ganas de ser más sociable, de hacerme muchos amigos nuevos (a ser posible más jóvenes que yo). Sin embargo, poco después me enteré de que la mujer por la que estábamos ahí, Sonia Senerson, había sido una bailarina muy conocida y apreciada. La mayoría de sus amigos ya había muerto, y los demás no podían desplazarse hasta allí. Había fallecido a una edad avanzada, por lo que sólo sus familiares cercanos estaban presentes. Así son las cosas: cuanto más tarde mueres, más solo estás el día de tu propio entierro.

Los hijos y los nietos de Sonia estaban encantados de vernos. Bueno, tanto como «encantados» no, quizá no sea ésa la palabra más apropiada, pero digamos que se alegraban de que una amiga se hubiera tomado la molestia de ir al entierro. Me acuerdo de una chica que no paraba de mirarme. Y debo reconocer que yo también la miraba. A decir verdad, nos mirábamos. Lo macabro de aquel día arrojaba extrañamente una luz nueva sobre las posibilidades de la vida. La tristeza me suscitaba deseo, un deseo rayano en el frenesí. Esa chica tenía el cabello muy largo, y la vida era corta. Ocurre a veces que la proximidad de la muerte provoca energía sexual. Tendría más de una vez la ocasión de constatarlo. Pero esa vez, esa primera vez, yo estaba tan turbado como excitado. Unos minutos antes, la vida me parecía terriblemente siniestra, y ahora de pronto se me antojaba un camino lleno de sorpresas sensuales. Sin atreverme a reconocerlo, creo que estaba ligando en ese entierro. Un pope ortodoxo (anda, eso le habría gustado a mi madre) evocaba los hechos más señalados de la vida de la difunta, y, a veces, sin apartar mi atención de esa chica, captaba al vuelo elementos biográficos de esa mujer que era una desconocida para mí. Hablaba de sus proezas, su manera milagrosa de interpretar El lago de los cisnes, y estábamos ahí ante sus restos mortales, ante su cuerpo inmóvil para siempre, alabando sus trenzados, al parecer míticos. Yo me preguntaba cómo me las iba a apañar para conseguir el teléfono de esa chica; no era muy probable que me volviera a encontrar con ella otra vez por casualidad; no teníamos amigos comunes, y el tenue hilo social que nos unía acababa de reducirse a nada. En ese instante no pensaba en otra cosa. El recuerdo de la mujer que se había suicidado esa misma mañana, casi ante mis ojos, ya no poblaba mis pensamientos. Todo pasaba con tanta facilidad… Y, sin embargo, la realidad, en ese momento, era ésta: el cuerpo de una mujer en su mortaja, aprisionado en un ataúd cerrado, se hundía bajo tierra.

Los presentes se quedaron callados un instante. No había una gran emoción; esa muerte no tenía nada de sorprendente. Lo que se sentía era más bien algo tenue, parecido a la ternura. La hija de la difunta, que debía de tener más de setenta años, se acercó a nosotros. Me llevó un momento entender por qué me dijo:

—Joven, me llega al alma que esté usted tan emocionado.

—Sí… sí… Mi más sentido pésame, señora…

Se me habían olvidado por completo las lágrimas que había derramado camino del cementerio. Mis ojos mentían sobre el origen de su emoción. Pero no importaba.

Me tomaban por un chico sensible. Luego la mujer se dirigió a mi abuela:

—¿Sabe…? Mi madre hablaba a menudo de usted…

—Era recíproco.

—Y creo que también apreciaba mucho a su marido. Según tengo entendido, ¡era todo un personaje!

—…

Creo que a mi abuela le habría gustado contestarle, pero no fue capaz. Entendí, por su silencio, cuán presente estaba aún su marido en su pensamiento, y cuán doloroso podía ser el simple hecho de que alguien lo evocara. Por fin balbució, pero sin excesivo dramatismo, que aquel hombre que era todo un personaje había muerto. La mujer, muy afligida, tuvo con mi abuela un gesto de ternura sentida. Estábamos en plena ronda de pésames.

Mi abuela dijo con un hilo de voz que estaba cansada. Quería volver enseguida. El proyecto de abordar a la chica se iba a pique. En el fondo, era mejor para mí. Así no tendría que admitir que me faltaba valor para hacerlo. Abandonamos despacio el lugar de la ceremonia. Mientras nos alejábamos, yo volvía la cabeza de vez en cuando y cada vez veía que la chica seguía observándome. Cuanto más me alejaba, más guapa me parecía y más frustración acumulaba. Durante un instante pensé en la anécdota de mi padre, aquella que nos había contado miles de veces, sobre la manera en que había conocido a mi madre, cuando se acercó a decirle: «Es usted tan guapa que prefiero no volver a verla nunca más». Me dije que yo también podía abordar a esa chica y decirle eso. Pero no, era absurdo, completamente absurdo, pues sólo me apetecía una cosa: volver a verla. No quería que entrara en la deprimente categoría de todas esas chicas con las que cambias una mirada o una sonrisa, todas esas chicas con las que piensas que podría haber pasado algo y que acaban en la peor categoría de todas: la de los anhelos frustrados. No, no quena que me ocurriera eso con ella. Pero ¿qué podía hacer? Debía elegir entre ser un buen nieto o un conquistador del género femenino. La vacilación acaparó mis pensamientos hasta que llegamos al coche.

No dejaba de pensar en el rostro de esa chica y en su sonrisa, fue una brecha en lo macabro de aquel día. Me preguntaba cómo volver a verla. Hasta que se me ocurrió cómo. Había una manera: ir lo más a menudo posible a visitar la tumba de esa amiga de mi abuela, con la esperanza de que la chica hiciera lo mismo. Nadie llevaría tantas flores como yo a la tumba de Sonia Senerson.