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Pasó el verano, las temperaturas se desplomaron, y una nueva forma de rutina se adueñó de nosotros. Nos turnábamos para ir a ver a mi abuela. Mi padre y yo éramos sus visitantes más asiduos. Me sentaba en el borde de su cama y le proponía salir a pasear por el jardín de la residencia o ir al centro a tomar un helado. Me contestaba que no le apetecía pero que era muy amable por mi parte proponérselo. Me sentía muy mal cada vez que me marchaba. Pensaba: «¿Como puedo dejar a esta mujer que tanto me ha querido, que me ha consolado, que me ha preparado sopas y musakas, cómo puedo dejarla aquí?» Y lo más irónico de todo es que ella se esforzaba por que mis visitas fueran agradables. Trataba de demostrarme que estaba bien, me decía que desde luego no era fácil pero que iba a intentar acostumbrarse a su nueva situación. En cierto modo, su delicadeza me hacía sentir aún peor. Casi hubiera preferido que se comportara de manera odiosa conmigo, porque entonces dejarla allí habría sido soportable.

Recorríamos juntos los pasillos de la residencia. Mi mirada se detenía siempre en los horribles cuadros que adornaban las paredes. Su vida ya era lo bastante dura, de modo que yo siempre me preguntaba por qué infligían a los ancianos una doble tortura visual. La mayoría eran paisajes deprimentes, tierras ideales para provocar una avalancha de arrebatos suicidas. Había también un cuadro con una vaca. El pintor debía de ser un anciano de la residencia, y exponían allí su obra para complacerlo. Nos informamos, y nos dijeron que no, nadie sabía quién había pintado ese bodrio, ni por qué estaba colgado allí. La estética no era una prioridad en esa residencia. Mi odio por ese cuadro habría sin embargo de suscitar en mí una extraña reacción: en cada una de mis visitas no podía evitar detenerme delante para contemplarlo. Esa vaca ya formaba parte de mi vida. Desde ese momento sería para siempre un símbolo de la fealdad, como una meta en el horizonte hacia la que sobre todo no hay que dirigirse. Me pasaría la vida huyendo de esa vaca.

Compartía esa obsesión con mi abuela, y nuestro odio común nos hacia gracia. Los días en que me daba cuenta de que estaba mal, en que notaba su tristeza de estar ahí, me acercaba a ella y le susurraba: «¿Quieres que vayamos a ver a la vaca? ¿Te haría ilusión?» Y mi abuela sonreía. A fin de cuentas pienso que quienquiera que decidiera colgar ahí ese cuadro era un tipo listo. Había entendido que la mejor manera de aliviar el dolor es acentuarlo. Al final no habría querido por nada del mundo que nos quitaran esa vaca. Nos hacía muchísimo bien. Mi abuela, sensible a la elegancia y al refinamiento, era toda una esteta. De hecho, sin duda fue ella quien me transmitió el gusto y el amor por las palabras. Me decía a menudo:

—Se debería envejecer con la belleza. O, más bien, la belleza debería ser un alivio para la vejez.

—Es verdad…

—Se deberían ver personas hermosas, paisajes hermosos, cuadros hermosos. He visto tantos horrores en mi vida… ¿Por qué tengo que asistir ahora al espectáculo de la degradación ajena?

¿Qué podía yo decir a eso? Tenía razón. A cada paso, nos cruzábamos con hombres y mujeres que tenían dificultades para hablar, para caminar o incluso para permanecer limpios. Una y otra vez me abordaba alguien para pedirme un cigarro o un teléfono para llamar a un familiar. Era tan parecido a un manicomio… Entre toda esa multitud de degradados había un hombre que me conmovía especialmente. Conocía incluso su apellido: Martínez. Pero no estoy seguro de su nombre: Gastón Martínez quizá, o Gilbert. Bueno, poco importa. No había forma de eludirlo: estaba sentado siempre en el mismo sitio, en el pasillo. Se pasaba el día ahí, con la cabeza inclinada y una servilleta en el jersey para protegerlo de un hilillo de baba que le colgaba eternamente de los labios. Me había acostumbrado a saludarlo, pero él no me contestaba. Todas las noches, un enfermero lo devolvía a su habitación. Era discreto, ausente de sí mismo, costaba pensar que estuviera vivo. Ese hombre casi nunca recibía visitas. Yo me preguntaba de verdad en qué pensaba, o incluso si pensaba siquiera.

En mis visitas había ido adquiriendo la costumbre de observar a los ancianos. De observarlos de verdad. De considerarlos no como extras de la residencia, sino como hombres y mujeres que habían tenido una vida. Hombres y mujeres que habían recibido correo en sus buzones, que habían tenido dificultades para encontrar hueco para aparcar, que habían corrido para no llegar tarde a una cita importante, que habían tenido tristezas y alegrías, que se habían quedado pasmados ante el primer hombre en la Luna, que habían dejado de fumar por temor a morir demasiado pronto, que se habían enfadado y luego reconciliado con sus amigos, que habían perdido su equipaje en un viaje a Italia, que habían esperado con impaciencia a ser mayores de edad, etcétera, hasta llegar a hoy. Sólo pensaba en una cosa: en que un día habían tenido mi edad. Y en que, un día también, yo tendría la suya. Cuando paseaba por allí, recorría el camino de la persona en que me convertiría con el tiempo.

Por último, para terminar con el tema de la fealdad, estaban las comidas. Para mi abuela se trataba del peor momento de la jornada. Dos veces al día (el desayuno se tomaba en la habitación), tenía que sentarse frente a una mujer cuyo rostro era un remedio contra el apetito. Y ¿qué apetito? El menú era siempre el mismo: «Parece que es distinto, pero se limitan a cambiar el orden de las palabras. ¡Mira, ven a verlo!» Fuimos al pequeño vestíbulo donde había un tablón de anuncios en el que el personal de la residencia colgaba todos los días distintas informaciones. Los martes tocaba cine. Había una sesión a las tres de la tarde. Hoy ponían La grande vadrouill[3]. Justo al lado estaba colgado el menú:

Se veía que la dirección de la residencia se esforzaba por presentar los platos de manera agradable. Casi parecía un menú de alto copete.

—Mira —me dijo mi abuela—, no paran de añadir palabras que no sirven de nada. La ensalada es una simple ensalada. Ponen Tourangelle para que parezca otra cosa. Lo mismo con el potaje Crecy… ¡Es un potaje normal y corriente!

—Sí, yo no sé siquiera qué es eso de Crecy.

—Y lo mejor es esto… Fíjate bien, es fantástico… ¡Ensalada Iceberg!

—Sí, desde luego, tiene narices.

—Me pregunto si no se estarán burlando de nosotros. ¿Qué quiere decir eso, que nos vamos todos a pique?

Me gustaba cuando estaba así, de humor guasón. Las comidas eran su motivo de queja preferido. Cuando empezaba, ya no había quien la parara. Estaba hasta el gorro de comer siempre los alimentos hervidos o picados:

—No piensan en la gente que aún conserva los dientes. Sólo hacen menús para los sin dientes. Es discriminación pura y dura.

Me eché a reír. Ella también, un momento después. Había tardado en ver lo cómico que resultaba lo que me decía. Decidí respaldarla en su cruzada. Sería la Che Guevara de la causa dental. Luego dejó de reír. En definitiva, nada de eso era gracioso. Le propuse:

—¿Por qué no vamos a comer fuera la próxima vez? Hay una cervecería no muy lejos de aquí donde sirven marisco.

—Te vas a arruinar.

—Yo no he dicho que fuera a invitar yo…

—No tengo dinero. Tu padre me da un poco, lo justo, cuando lo necesito. ¿Te das cuenta?… Tu padre me da la paga.

Me lo dijo con una sonrisita, pero yo me daba perfecta cuenta de que eso también era un bastión que había abandonado en la lucha por la preservación de su autonomía. Sin duda era necesario tomar ciertas decisiones por los ancianos, pero me parecía que, en este caso concreto, las cosas habían ido demasiado lejos. Mi abuela estaba totalmente lúcida y era consciente de todo aquello que ya no estaba bajo su control.

Seguimos paseando un poco antes de acomodarnos a ver la película. No había nadie. Estábamos los dos sentados ante ese gran televisor. Louis de Funés dijo entonces su célebre réplica: «But alors… you are french». Y nos echamos a reír como si fuera la primera vez que la oíamos. Podíamos ver esa película miles de veces y disfrutarla siempre como si fuera la primera. Una vez más funcionó. Esas imágenes son inasequibles al hastío. No envejecen. Y pensé en una frase hecha que me encanta: «El tiempo no pasa por esa película».