43
En el camino de vuelta evitamos pasar por los acantilados. Mi abuela había ido hasta allí sin tener una idea precisa de lo que podía ocurrir. Quería recorrer la senda de la nostalgia, sentir la belleza de esa nostalgia, pero se había encontrado frente a una verdad brutal. Uno nunca sabe lo que encierra la nostalgia. No sabe si tocará su etimología, su tonalidad dolorosa y melancólica; o si notará en los labios su sabor más moderno, el del placer ligado a las alegrías del pasado. Mi abuela parecía sorprendida ella misma por haber llorado, como si el terreno de nuestra propia sensibilidad tuviera siempre nuevos límites. Avanzábamos despacio, sin saber muy bien qué haríamos a continuación. Le pregunté si quería volver al hotel para descansar un poco antes de almorzar. Tardó algo en contestar, parecía estar pensando, y por fin dijo:
Deberíamos ir a ver mi colegio. La empleada del Ayuntamiento me dijo que sigue en pie.
—Vale, muy bien.
—Hay que coger el coche, yo te indicaré cómo llegar.
A unos centenares de metros de allí estaba el colegio Guy de Maupassant. Mi abuela me mostró el camino como si siempre hubiera vivido allí. Todo era distinto, los carteles y las tiendas, pero las calles seguían idénticas. El esqueleto de la ciudad estaba intacto. Aparcamos delante del edificio. Era un colegio muy pequeñito. Debía de tener cinco clases, no más, seguramente una por curso. Al otro lado de la puerta de entrada estaba el patio del recreo. Los viandantes podían ver jugar a los niños. Había allí algunas madres, esperando que llegara la hora del almuerzo. Hablaban entre sí mientras nos miraban de reojo, con disimulo. Éramos dos intrusos en su rutina. Como parecían perplejas, por no decir inquietas, al cabo de un rato les dije:
—Mi abuela era alumna de este colegio.
—Ah, muy bien… —contestó una madre, con un aire un poco asustado, como si de repente se diera cuenta de que también su hija sería vieja algún día.
Los niños salieron corriendo. Algunos se quedaron en el patio, seguramente aquellos que comían en el colegio. Los chicos daban patadas a un balón o se intercambiaban cromos, y las niñas jugaban a la goma o a la rayuela. Mi abuela parecía embelesada ante ese espectáculo, pero yo no acertaba a saber lo que pensaba realmente. Aunque intentara describirme con precisión su estado de ánimo, para mí no dejaría de ser un completo misterio. Yo no sabría nada de esa sensación hasta que no volviera a pisar el patio de mi colegio a su edad. Algo que de hecho no podría ocurrir, pues acababan de echarlo abajo porque tenía amianto. A lo mejor yo mismo me había contaminado. Y podría por fin decirme que mis crisis neuróticas tenían un por qué. Mi abuela puso fin a mi digresión interior:
—Cuánto he echado de menos todo esto.
Se puso a contarme de nuevo su marcha precipitada, y yo estuve a punto de decirle que chocheaba. Pero, en el fondo, esa historia se la estaba contando a sí misma, la eterna historia de su herida. Entonces le propuse:
—¿Quieres que entremos? ¿Que visitemos las aulas?
—No, hoy no —contestó enseguida, y comprendí que hay que transitar despacio por el camino que lleva a algunos recuerdos.
Volvimos al hotel, y mi abuela se fue derecha a su habitación. Yo me quedé solo en el salón, leyendo un periódico atrasado que alguien había dejado allí. Siempre resulta curioso hojear la actualidad de la semana anterior. Todo pasa tan rápido que ridiculiza el presente. ¿Qué interés tiene leer lo que ya no será la verdad del mundo dentro de unas horas? Dejé el periódico y me quedé dormido unos minutos. Sin embargo, cuando desperté, era ya bien entrada la tarde. Subí a la habitación de mi abuela para ver qué hacía; entorné la puerta y vi que aún dormía. Parecía tan cansada… Ya no tenía en absoluto ese aire como rejuvenecido del día anterior. Me pareció incluso que le costaba respirar.
Decidí volver yo solo al colegio, me rondaba una idea por la cabeza. Esta vez era la hora de la salida, y las madres seguían mirándome con el mismo aire inquieto de antes. Lo entendía perfectamente. Yo no pintaba mucho allí. Mi expresión cansada y mi barba de tres días debían de acentuar mi aspecto de secuestrador de niños. Para tranquilizarlas a todas, sonreía a diestro y siniestro, una sonrisa algo forzada; pero mi intento por relajar el ambiente producía el efecto contrario: veía claramente cómo el pánico se iba adueñando de los rostros de todas esas madres. Por fin me aparté para dejar salir a los niños. El jaleo de voces pasó rápidamente, como un ciclón que tuviera prisa por arrasarlo todo. En unos pocos minutos, la jornada escolar se había evaporado. Yo había vuelto al colegio con una intuición, pero, una vez allí, ya no estaba nada seguro de mis intenciones. Entré en el patio y me senté en un banco. Unos dos o tres minutos más tarde quizá (no tengo muy clara la noción del tiempo), salió una mujer de una clase. Una mujer joven. Qué conmovedora es la primera aparición de una persona que va a ser importante en nuestra vida…
Nunca podré olvidar la manera en que esa joven se acercó a mí, con paso relativamente seguro. Llevaba un vestido azul oscuro, liso, y el pelo recogido en una coleta. Podría descomponer su avance hacia mí en numerosas páginas. Sería fácil. En ese instante, no sabía nada de ella. Era aún una mujer más entre los tres mil millones de mujeres que había en el mundo; una anónima de mi vida. Sí, en ese instante aún no sabía su nombre: Louise. No sabía que hacía tres años que trabajaba de maestra en ese colegio y que ese curso daba clase a los alumnos de tercero. No sabía que se había apuntado a unas clases de teatro, pero que pronto las dejaría porque estaba convencida de que no tenía talento. No sabía que sus cineastas preferidos eran Woody Allen y Aki Kaurismáki. Le gustaba también Michel Gondry, sobre todo por Eternal Sunshine of the Spotless Mind, una película sobre cómo se va borrando la memoria amorosa. En general, le encantaba el cine francés de los años setenta. Le gustaba Claude Sautet, Maurice Pialat e Yves Robert. Le recordaban a su infancia. El final de la década de 1970 es una impresión física de color naranja. Ella sentía que había nacido de ese naranja. De niña le gustaba caminar por el campo y soñaba con tener un sauce llorón. Alternaba momentos de estar seria con momentos de estar soñadora. Le gustaba la lluvia, porque entonces podía ponerse sus botas rojas. El rojo es el color de los años ochenta. Capturaba caracoles pero luego los liberaba siempre, presa de remordimientos. Durante años, cada otoño recogía hojas secas, hojas muertas, para darles una digna sepultura. Cuando avanzó hacia mí, yo aún no sabía que le gustaban las muñecas rusas y el mes de octubre. Ignoraba asimismo que tenía predilección por las berenjenas y por Polonia. No sabía que había tenido varias relaciones, todas más o menos decepcionantes, y que empezaba a desesperar de encontrar el amor. A veces incluso ya no creía mucho en él. Entonces se imaginaba a veces como una heroína rusa, un poco trágica. Pero estar con niños la hacía feliz, y entonces se volvía ligera como una heroína italiana. Su relación más importante había sido con un chico que se llamaba Antoine. Pero se marchó a estudiar a París; al final, sobre todo había decidido estudiar a una parisina. Ello suscitó mucha amargura en Louise. Pero al final decidió que era un imbécil. De hecho, intentó volver con ella, lo cual al menos tuvo el mérito de subirle un poco el ego. Pero todo eso pertenecía al pasado. Seguía avanzando hacia mí, y yo aún no sabía que le gustaba leer en la bañera, y que podía bañarse hasta seis veces al día. Lo que más le gustaba era dejar caer el chorro de agua caliente sobre sus pies. Ah, sí, se me olvidaba su gran pasión por Charlotte Salomon. Le gustaba su vida, su profundidad y sus dibujos. Yo no sé nada de eso ahora que avanza hacia mí, la primera vez que la veo, para preguntarme: «¿Puedo ayudarle en algo?»