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Los primeros días fueron difíciles, como era de esperar. Paul era un bebé muy enérgico y dormía poco. Louise no tardó en abandonar la idea de darle el pecho, era demasiado esclavo, y me parece que no le gustaba. Nos turnábamos para ocuparnos de él por la noche. Yo daba vueltas por la habitación leyéndole La insoportable levedad del ser, de Milán Kundera. No funcionaba muy bien. Kundera no es muy bueno para dormir a un recién nacido. Probé con Proust, y los resultados fueron más convincentes. Al cabo de unas pocas páginas, podía dejar a Paul en su cunita, y nos concedía unas horas de tregua. Por desgracia, es muy difícil quedarse dormido cuando se sabe que la duración del sueño será limitada; Paul solía despertarse en cuanto yo me dormía. Como al poco de nacer mi hijo tuve que volver al trabajo, a veces utilizaba una habitación libre para echar una siesta a media tarde. De esa manera, el ritmo era más soportable.

A Louise no le gustó esa época. Puedo escribirlo claramente, ahora que veo las cosas con un poco de distancia. Pero, por aquel entonces, no creo haberme dado cuenta de lo que le pasaba. No debía de andar muy lejos de lo que se da en llamar «depresión posparto». Estaba muy deprimida, y las pocas veces que hablamos de ello, insistía sobre todo en un extraño punto:

—No alcanzo a saber por qué me encuentro tan mal en algunos momentos.

—¿Qué es lo que sientes?

—Paul es maravilloso, todo va bien, pero siento como un vacío inmenso dentro de mí. Es como si fuera a precipitarme dentro de un agujero.

—A lo mejor no estás hecha para la inactividad. Tienes que retomar tu trabajo. Seguro que te sienta bien… —decía yo, mientras pensaba que nunca hay remedio a nuestros males. Ella no sabía, y yo, aún menos. A veces la miraba y sentía que se me escapaba. En ese momento de mi vida estaba demasiado cansado para que eso me hiciera daño. Vivía día a día, intentando no hacerme demasiadas preguntas. Y, también, hay que decirlo: no vivíamos siempre nuestra vida a través del prisma de las angustias pasajeras. También teníamos momentos de gran felicidad. Todo se aligeraba cuando nos llevábamos a Paul a nuestra cama, y él nos sonreía de oreja a oreja. Nos regalaba su calor, su inocencia y esa manera suya tan feliz de creer en el momento presente. Entonces Louise y yo nos besábamos y nos decíamos que nos queríamos.

Y luego volvíamos a pelearnos. Al contrario que Louise, yo era muy sensible a las discusiones. No soportaba la histeria y los gritos. Ella a veces se enfadaba sólo para desahogarse, mientras que yo acumulaba negatividad. Ella olvidaba enseguida los motivos de su mal humor, mientras que yo les daba vueltas y vueltas en mi cabeza durante horas. Todo eso me incomodaba profundamente. Sabía que tenía que ver con la falta de sueño. Pero me decía también que algunas palabras eran viajes sólo de ida. No se podía volver después hacia el cariño. Nos reconciliábamos con besos, pero algo se había roto ya. Nuestro amor tenía grietas, cuando debería haber sido más sólido que nunca.

Las cosas se arreglaron cuando Louise se reincorporó al trabajo. Al volver a estar con los niños, recuperó la alegría. Para cuidar de Paul habíamos dado con una niñera polaca muy competente. Cuando la contratamos, le dije a Louise: «Espero que no ponga vodka en el biberón». Reconozco que no era mi mejor chiste, pero habría merecido siquiera una minúscula risita por parte de Louise. Al cabo de un rato, esbozó al menos una sonrisa; sólo para complacerme. Considero que esa sonrisa marcó un antes y un después. Ahora Paul ya dormía toda la noche seguida. Estábamos saliendo del caos de los primeros meses, habíamos sobrevivido al feliz acontecimiento.

Algunas noches dejábamos a Paul con una canguro para vivir momentos de pareja. A la gente le encanta decir: «Tenéis que esforzaros por sacar tiempo para vosotros». Entonces, con total docilidad, hacíamos lo que la gente decía. Seguíamos los consejos de millones de personas que habían recorrido antes que nosotros el camino de esa forma de desilusión. Pero debo decir que se nos daba bastante bien. Nuestro amor recuperó brío, y hasta nuestra vida sexual retomó un ritmo casi decente. Nos volvía el color a la cara. Y yo aprovechaba para hacer fotos. Paul vivía bajo los flashes. Era como un monumento entre las garras de un turista japonés. Tengo innumerables fotos suyas. Cada día de su vida se torna así inolvidable. También fotografiaba a Louise. Me gustaba mirar su rostro a través de la lente de la cámara. Descubría nuevos detalles y me decía que aún había muchas cosas que ignoraba de ella.

—Tenemos que irnos de viaje los dos solos.

—¿Y nos separamos de Paul?

—Sí, ya tiene dos años. No pasa nada por que nos marchemos cuatro días. Nos vendrá bien.

—Vale —concedió Louise—. Pero ¿adonde nos vamos?

—¿A una ciudad?

—Huy, no… prefiero ir a la playa.

—Entonces podríamos ir a Barcelona.

Y así fue como nos decantamos por Barcelona. Era una ciudad sencilla, que podía gustarle a todo el mundo. Creo que yo hubiera preferido Praga o San Petersburgo pero, a fin de cuentas, fue una buena elección (bueno, casi).

En el avión, Louise no paraba de decir: «Espero que todo salga bien». En ese viaje constataría yo, un poco más que de costumbre, la angustia que sentía mi mujer cuando se trataba de separarse de su hijo. Se lo habíamos dejado a su padre, que estaba encantado de vivir esos cuatro días ejerciendo de abuelo. Se traslado a nuestra casa, y la niñera vendría de vez en cuando para ayudarlo con las tareas prácticas. No había de qué preocuparse. Al llegar a Barcelona cogimos enseguida un taxi rumbo al mar. Louise empezó a relajarse y me dijo: «Gracias, amor mío. Qué buena idea venir aquí. Va a ser maravilloso». Y es verdad que fue maravilloso, al menos al principio. Nuestra habitación era sublime. Y, ya que estaba, no pude evitar fijarme en todos los detalles del funcionamiento del hotel: un gerente que va a un hotel que no es el suyo nunca está del todo de vacaciones. Nos quedamos todo el primer día en la cama. Se estaba tan bien… Entorné la ventana, y nos dejábamos acunar por el buen humor catalán. Habíamos desplegado el plano de la ciudad sobre las almohadas y decíamos «tenemos que ir aquí», «tenemos que ir allí», pero no íbamos a ningún sitio, visitábamos la parte más bonita de la ciudad: nuestra cama.

Al día siguiente dimos un paseo por el parque Güell. Diseñado por Gaudí, ese lugar mágico podría haber sido un sueño inspirado por un cuento de los hermanos Grimm. Las casas parecían de bizcocho. Me encantó recorrerlo con Louise, era como visitar un lugar ajeno a las reglas del tiempo. Cada tres horas, ella llamaba a su padre para ver si todo iba bien. Escuchábamos a Paul, estábamos ahí como dos idiotas, pendientes de un aparato para oír la respiración de un niño. El padre de Louise parecía feliz. «Ah, ¿que allí donde estáis hace bueno? ¡Pues aquí en París llueve!» decía, como si, comparados con él, fuéramos unos desgraciados. Cuando colgábamos nos burlábamos de su obsesión. Al envejecer, nuestras locuras se acentúan, y nuestra personalidad queda resumida a unos pocos detalles. Su padre ya casi no hablaba más que de la lluvia. Y me daba miedo que sacara a pasear a mi hijo para hacerle descubrir su pasión sin tener en cuenta que se exponía a pillar una bronquitis.

La noche siguiente hubo un momento extraño: abrimos los dos los ojos a la misma hora y nos miramos en la penumbra sin decir nada. Le acaricié un instante la mejilla, ella hizo lo mismo, nuestra ternura era como un sueño. Nos decíamos palabras de amor mediante el silencio. Estábamos en la oscuridad de una habitación, y, sin embargo, en ese momento pensé que Barcelona era la ciudad más hermosa del mundo. Y luego la noche reemprendió su viaje. A la mañana siguiente temprano, Louise se vistió deprisa. Yo estaba aún en la cama cuando me anunció que salía a dar una vuelta. Me dio un beso y se marchó corriendo. No me dejó la posibilidad de acompañarla. No sabía adonde había ido, ni cuánto tiempo estaría fuera. En mitad de la mañana ya no sabía muy bien qué hacer. ¿Debía ir yo también a dar una vuelta? ¿Debía esperarla? Bajé a comprar cigarrillos. No tenía hambre. Me tiré al menos una hora fumando y mirando por la ventana, rumiando una especie de rabia que me iba embargando por momentos. Louise estaba estropeando todo el viaje. No podía siquiera mandarle un mensaje pues había dejado, ostensiblemente, su móvil sobre la mesa. Una manera de decirme: no intentes llamarme. Volvió a eso de las dos de la tarde, como si no pasara nada. Normalmente, cuando la veía, toda la irritación que hubiera podido acumular contra ella se desvanecía. Tema tanta inocencia en la mirada que se le perdonaba todo; nunca parecía culpable. Pero esta vez fue diferente:

—¡Podrías haberme avisado de que ibas a estar fuera tanto tiempo!

—He entrado en un museo y no me he dado cuenta de que pasaba el tiempo… Perdóname.

—¡Eso no se hace! Nos hemos marchado juntos de fin de semana… y tú vas y te largas sola durante horas… Y ¿qué se supone que tengo que hacer yo mientras tanto? Si me hubieras dicho que ibas a volver tan tarde, yo también podría haber ido a dar una vuelta. ¡No piensas más que en ti!

—¡Bueno, vale ya, ¿no?! ¡Tampoco es para tanto! Tú siempre dices que te encanta estar solo.

—Sí, pero no aquí. ¡Se suponía que este viaje era para estar juntos tú y yo! No hay quien te aguante. ¡Ahora ya me trae sin cuidado nuestra escapada! ¡No tienes más que volver a marcharte y hacer turismo tú sola!

—Pero, hombre, no…

—¡Que te vayas he dicho!

Entonces se acercó a mí, pero la rechacé con cierta violencia. Cayó al suelo. Yo ya no acertaba a contener mi rabia. Cogí una lámpara y la estampé contra la pared. Estaba enajenado por primera vez en mi vida. La lámpara se rompió en mil pedazos. Me hubiera gustado estar libre de esa locura, ser como una estrella de rock que destroza una habitación de hotel, pero las cosas nunca son así conmigo, siempre hay algo que me retiene en el mundo de la torpeza, en el mundo de las cosas que no salen bien del todo. Un trozo de lámpara debió de rebotar contra la pared, pues uno de los añicos de cristal me alcanzó justo debajo del ojo, abriéndome un corte en la mejilla. Me miré en el espejo, me sangraba la cara. Estaba paralizado. Me di cuenta enseguida de que había estado muy cerca de perder el ojo. Más tarde, escribiría en uno de mis cuadernos: «El amor te vuelve casi ciego; es una cuestión de milímetros». A Louise le sorprendió mucho mi actitud violenta. Tardó un tiempo en reaccionar antes de precipitarse hacia mí, diciendo: hay que ir corriendo al hospital.

Llegamos a urgencias, y Louise le enseñó mi herida a un enfermero. Éste nos preguntó en inglés qué había ocurrido. Por desgracia, no se nos daba muy bien el inglés. Traté de chapurrear algo pero, como no quería confesar el motivo real de mi arrebato, me hice un poco de lío y lo lié a él también. No sé muy bien lo que comprendió. Louise hablaba sobre todo alemán. Para tratar de hacernos entender, le preguntó al enfermero español si hablaba alemán. Tengo que reconocer que, en ese momento, su expresión tradujo cierto pasmo; y eso que ese hombre debía de estar acostumbrado a ver de todo. Pero ahí, frente a dos franceses, uno de ellos sangrando y la otra queriendo hablarle en alemán, debió de dudar si no mandarnos directamente a psiquiatría. Tras observar la herida dijo que había tenido mucha suerte (eso ya lo sabía yo) y luego me dio unos puntos (eso preferiría habérmelo ahorrado). Louise me cogía la mano para darme ánimos. «Ya está, amor mío, ya se pasa», me decía con su dulzura de siempre. Unos minutos más tarde acabó todo. Me mire en el espejo, luego Louise se acercó a mí, y nos contemplamos ambos en el reflejo. Me daba la sensación de estar ante una pareja que no éramos nosotros. De pronto, nos echamos a reír. Estábamos locos. Me encantan esos momentos de vida ligados al dolor amoroso que se transforman en meteoritos de fantasía. Nunca olvidaríamos ese día.

—Qué viaje más bonito —dije yo.

—Seguro que nadie visita este hospital.

—Ya, pero tú estás loca, ¿eh?

—Y tú más. Además, acabo de descubrir que eres violento.

—Pues tú eres inestable. E inasible.

—Tú también. Siempre estás en las nubes.

—Yo al menos soy ligero. Pero tú eres pesada.

—Soy densa, que no es lo mismo. No sabes captar los matices, ése es tu problema.

—Louise… mi problema es que te quiero.

—Yo también te quiero, pero para mí tú eres la solución, no el problema.

—Siento que me vas a engatusar, como siempre. Eres tan lista… Al menos hoy sólo te veo con un ojo, así descanso un poco.

—¿Me encuentras guapa, incluso con un solo ojo?

—Sí. Eres como un eclipse[15].

Salimos del hospital, locamente enamorados. Louise quiso que fuéramos al museo al que había ido ella sola por la mañana. Quería así enmendar su actitud, curar ese momento vivido sin mí. A mí me pareció una manera preciosa de arreglar las cosas. Me enseñó lo que más le había gustado, y, con un solo ojo, yo iba descubriendo los tesoros de la pintura española. Al día siguiente volvimos a París; yo llevaba un aparatoso vendaje en la cara; era como un soldado que regresa de la batalla.