53

Ya no pensaba en nada más. La felicidad encerraba mis horas en una especie de totalitarismo del momento presente. Descubría ese estado algo bobo que, en los demás, siempre se me había antojado ridículo. Mi corazón latía con una nueva fuerza, y a veces me hacía daño. Conforme iba avanzando en esa relación, sentía miedo. Miedo de la felicidad, seguramente, miedo de no estar a la altura, miedo de no saber cómo actuar. El amor me parecía a fin de cuentas un país complicado. Inquieto, me mordía la lengua algunas veces para no hablar; mientras que era la lengua de Louise la que me hubiera gustado morder. Todo ello era ínfimo, pero recuerdo esos días en que me angustiaba no saber cómo manejar nuestra evidencia amorosa. A veces hasta añoraba mi pasado de hombre solo; ese pasado en el que, anclado en mi soledad, no me exponía nunca a decepcionar a una mujer. Estaba agotado y no podía dormir. Me reunía con ella cada mañana. Louise me esperaba, tendida en la cama, siempre en la misma postura, en lo que ya se había convertido en un ritual.

Para acompasarse a mi ritmo, había decidido visitar París por la noche. Para Louise la ciudad sería, pues, nocturna e iluminada. Gérard se ofreció a llevarla a todas partes en coche. Estarían prácticamente a solas en los lugares turísticos: la plaza de Saint Sulpice, el Sacré-Coeur o la explanada de la biblioteca François Mitterrand. Sería una ciudad sin parisinos, sin turistas y sin comentarios, la versión depurada de una ciudad. Pienso que esas noches fueron importantes para ella, en la magia del inicio de nuestra relación. El decorado de los sentimientos tiene su importancia. Al amanecer volvía al hotel, pasaba delante de mí sin decir nada, con una gran sonrisa que tenía la forma de una promesa erótica. Se metía en el ascensor, y yo pensaba en su cuerpo. Hacíamos el amor y dormíamos gran parte del día. A veces nos despertábamos, nos mirábamos en silencio y nos volvíamos a dormir. Desayunábamos en mitad de la tarde, sentados en la cama. Dejábamos las cortinas corridas como dos vampiros a los que asustara la luz. Al principio de una relación quieres contar muchas cosas, deprisa y corriendo. Nosotros habíamos decidido no desvelarnos demasiado rápido. Nos teníamos prohibido contarnos más de una anécdota importante al día. Ralentizábamos el momento frenético del descubrimiento, convencidos de que había que conservar el mayor tiempo posible esa fase de la inocencia del otro. Por el contrario, sí nos permitíamos contarnos nuestros gustos. Hablábamos de las películas, los libros y la música que nos gustaban. Me parecía maravilloso descubrir así a una persona. Louise me recomendaba sus novelas preferidas, y sin embargo yo sabía que, en ese momento, ya no me apetecía en absoluto leer. Ni escribir tampoco, de hecho. Quería vivir nuestra historia sin empañarla con las de los demás.

Mi padre me llamaba todos los días. Me preguntaba con insistencia: «¿Cuándo vienes a ver a tu madre?» Yo no sabía. Aplazaba el momento, sin poder justificar mi actitud. Así eran las cosas. Seguramente era por Louise. Por supuesto no había que ver en ello una manifestación de egoísmo, sino más bien el deseo de preservar en una burbuja lo que estaba viviendo. Tenía la impresión de que era mi cuerpo quien tomaba todas las decisiones. Y mi cuerpo quería seguir cerca del de Louise, en esa protección vaporosa del deseo. Sentía lo mismo cuando me hablaba de mi abuela. Me daba la impresión de que todo eso estaba muy lejos. Louise me preguntaba sobre ella, me pedía detalles sobre nuestra expedición a Étretat, y sólo entonces me acordaba de cómo la había conocido.

Cuando me hablas de mi abuela, me haces volver a una extraña realidad.

—¿Cuál?

—La de que tan sólo hace unos días que te conozco.

Sentía que Louise estaba ahí desde siempre. En cierto modo, esperar a alguien es hacer que exista antes de su aparición. Había deseado tanto a esa mujer que su presencia desbordaba en mi mente las fronteras de su realidad. Y, sin embargo, ella me animaba a regresar al presente. Me decía que tenía que ir a ver a mi madre. Había formulado esa opinión con tanto convencimiento que me había decidido a ir. Más adelante me enteraría de que la madre de Louise había muerto un año antes en circunstancias bastante misteriosas. Estaba perfectamente sana, pero una mañana no se había despertado. Había una brutalidad enorme en esa muerte dulce. Siempre queremos que la muerte se anuncie, aunque sea mínimamente, que se declare mediante una enfermedad o un declive: pero eso era como robar una vida, de buenas a primeras, sin señal de alarma. A la muerte le había dado un arrebato, un arrebato asqueroso. Durante semanas, Louise había permanecido postrada, literalmente invadida por las lágrimas. Caminaba junto a los acantilados, pisoteando la vacuidad. Hasta que, con la vuelta al colegio y la mirada de los niños, recuperó el gusto por la vida. Este acontecimiento que menciono ahora tendría una consecuencia decisiva: Louise sólo vivía el momento presente. Así, nuestra relación estaría marcada por la incertidumbre permanente del mañana. Por ello, unas veces sería huidiza, inasible; y yo me sentiría a menudo torpe e inquieto, inseguro del amor de Louise.

Una mañana, mi padre llamó a la puerta de nuestra habitación. Acababa justo de quedarme dormido, estaba en la mejor parte del sueño, aquella en la que uno se sume en él. Estaba ahí, nerviosísimo, en el rellano. Quiso entrar, pero al ver el hombro desnudo que asomaba entre las sábanas, retrocedió. El fragmento de feminidad entrevisto interrumpió la dinámica nerviosa de su primera intención.

—¿Qué pasa? —le pregunté, muy preocupado.

—Me tienes harto. No contestas a mis llamadas. No te das cuenta de lo grave que es la situación.

Pronunció esa frase con una rapidez desconcertante. Se notaba que había contenido esas palabras durante días, y ahora salían como cuando respiras una bocanada de aire después de un rato de apnea. Yo miré a mi vez el hombro entre las sábanas y salí al rellano, cerrando la puerta tras de mí.

—Vale, vale, pensaba ir.

—Pero ¿¡cuándo!? ¡¿Cuándo?!

—Oye, tranquilízate un poco.

—No me hables en ese tono. Soy tu padre.

—Ya lo sé… pero tranquilízate.

—No, no me da la gana. No entiendo por qué me dejas solo con todo este follón.

—¿Qué?

—Es tu madre. ¡Mira que eres insensible!

Más valía achacar esas palabras al agotamiento nervioso. Trataba de justificarlo, cuando sólo me apetecía una cosa: apartarlo violentamente. Comprendía mejor que nunca lo egoístas que eran mis padres. Mi padre no se había interesado jamás por la más mínima de mis curiosidades, nunca se había compadecido de mis tribulaciones de adolescente, y ahora se permitía juzgarme. Me daban ganas de decirle que nadie era responsable de sus padres. Pero me daba cuenta de que su rabia no iba dirigida contra mí. Buscaba un aliado en su derrumbe, y yo era el único a quien podía dirigirse. Pero yo no quería ese papel. Yo estaba viviendo el nacimiento de la felicidad. Quise oponer resistencia, pero él se atrevió a decir:

—Si se muere, lo lamentarás toda tu vida.

—Pero ¿cómo puedes decirme eso? Eres odioso.

—… Perdóname, no quería decir eso…

En unas pocas frases ya habíamos llegado al final de la conversación. Nuestras palabras eran pasos en un callejón sin salida. Me quedé callado un momento, y luego suspiré:

—Está bien, vamos.

Me dio las gracias con expresión de alivio.

Volví a la habitación y me vestí deprisa. Louise fingía dormir. Y yo fingí creer que dormía de verdad. Estuve a punto de cambiar de opinión. Me encontraba en ese primer movimiento del amor en que cada minuto pasado lejos del otro se nos antoja absurdo; tan inconcebible como un hombre sin cabeza. Nos fuimos los dos en coche, mi padre y yo. Estaba harto de vivir situaciones complicadas sin haber dormido. La gente me tomaba por un tipo dócil, mientras que en realidad estaba sólo agotado. Nada más empezar el trayecto, mi padre cambió de actitud. Había llegado al hotel empujado por una agresividad incontrolable. Pero, seguramente aliviado por mi presencia, ahora se mostraba amabilísimo. Era de verdad de esa clase de personas insoportables que pasan de la irascibilidad a la docilidad más total. Conducía tranquilo, haciéndome preguntas sobre mi vida y sobre la mujer que dormía conmigo. Le dije que era la misma que había venido al entierro. No se acordaba. Le había estrechado la mano, hacía unos días, pero ahora que hablábamos de ella no la recordaba en absoluto (mi padre estaba decididamente mal: Louise era del todo inolvidable). Me preguntaba si no sería mejor ingresarlo a él también en la misma clínica que mi madre. Desde luego, yo tenía mucho mérito por haber salido normal pese a ser el fruto de aquellos dos seres. Bueno, seguramente exagero. Antes de descarrilar así, mis padres habían sido ejemplarmente estables, por no decir profundamente aburridos. Así que, en el fondo, debía alegrarme de las últimas peripecias. Quizá ellos también se fingían locos para no tener que afrontar el vacío. Todo aquello no era más que una mascarada de viejos adultos angustiados.

Me enteré por el camino de que la MGEN (Mutua General de la Enseñanza Nacional) tenía en París tres centros de salud mental y de readaptación. Cada establecimiento contaba con un centenar de camas, y casi nunca había vacantes: la Enseñanza nacional es tanto una máquina para formar a la juventud como para deprimir a los profesores. Mi padre me dijo que mi madre estaba ingresada en el hospital Van Gogh, aunque había estado a punto de ir al Camille Claudel. Me parecía inconcebible bautizar así a clínicas donde se trataban enfermedades mentales, ponerles el nombre de dos artistas que se habían vuelto locos: un pintor que se había cortado una oreja, y una escultora que había permanecido encerrada durante decenios. Vaya un mensaje de esperanza. ¿Por qué no recurrían a nombres positivos, como Picasso o Einstein? Si algún día me volviera loco, no querría ir a una clínica que llevara el nombre de alguien famoso conocido por su locura, o directamente por su suicidio. Ya puestos, que hubiera una clínica James Dean para los que sufren accidentes de tráfico, no te digo. A mi padre no parecía molestarle el nombre:

—A mí el nombre de Van Gogh me evoca los girasoles. Es algo bonito y lleno de esperanza. Y también simboliza para mí el éxito social… ¿Has visto los precios que alcanzan sus cuadros en las subastas?

—Hombre, no sé qué decirte… Murió en la miseria.

—Sí, pero bueno, aun así… Es una bonita esperanza de futuro.

Yo sentía que no debía contrariarlo. Después de todo, tal vez tuviera razón. La imagen de Van Gogh era positiva. Era una imagen de posteridad tranquilizadora. Mi padre encontró enseguida un hueco donde aparcar, y, como siempre, eso le puso de muy buen humor. Creo que el hecho de aparcar fácilmente formaba parte del trío principal de su panteón de felicidad. No deja de ser simbólico, de alguna manera: mi padre siempre ha querido llevar una vida ordenada. Yo critico ese entusiasmo por la plaza de aparcamiento, pero, después de todo, cada uno se busca los motivos de alegría que puede.

Me daba miedo descubrir la verdad. Mi última visita había sido dolorosa, apenas había reconocido a mi madre. La veía poco, no estábamos muy unidos; pero yo seguía siendo, aunque fuera algo tonto, un niño que necesitaba su presencia. Su posible locura me había aterrorizado. Había buscado cualquier pretexto para aplazar el momento de volver a pasar por ese trago. Nadie había visto que mi incapacidad de ir a ver a mi madre era a fin de cuentas la prueba de mi cariño. Y ahora estaba ahí, ante la puerta, con la mano en el aire, dispuesto a llamar suavemente. Pero aún me sentía incapaz de hacerlo. Sí, mi mano estaba ahí, estúpidamente inmóvil, como un combatiente al que lo paralizara el miedo. Mi padre se dio la vuelta, después de murmurar cobardemente: «Bueno, quizá sea mejor que entres tú solo».

Llamé suavemente, varias veces. Ante la ausencia de reacción, entré en la habitación. Mi madre dormía en una postura desacostumbrada. Me dije que debían de haberle dado pastillas, pues parecía abatida. Estaba tendida con la cabeza muy recta sobre la almohada, cuando yo siempre la había visto dormir de lado. Pero me equivocaba. En cuanto me senté junto a ella, abrió los ojos. Fue extraño, primero abrió un ojo y luego el otro. No dormía en absoluto. Parecía extremadamente tranquila (como una mañana de domingo en febrero). Volvió la cabeza hacia mí y me dedicó una gran sonrisa. Le dije: «Hola, mamá», y ella contestó: «Hola, tesoro». No sé por qué, pero me sentí embargado por la emoción. Y vi que esa emoción era recíproca. La ternura nos había atrapado de pronto a los dos. Era como si nos hubiera estado esperando con paciencia al borde del precipicio. Comprendí enseguida que mi madre no estaba loca en absoluto. Simplemente, había sentido miedo de la vida. Miedo de su vida. Era como una niña a la que le asustaba la oscuridad.

—¿Estás bien? Sé que has conocido a alguien.

—Sí, se llama Louise.

—Te parecerá extraño, pero creo que me la puedo imaginar.

—Debería haberte traído una foto. Y debería haber venido antes a verte, lo sé.

—No, tesoro, has hecho bien. El que estaba impaciente era tu padre. Yo he entendido por qué tardabas en venir.

—¿En serio?

—Sí, lo he entendido. Y he entendido también que no estaba loca. Sobre todo cuando he visto a todos los locos que hay aquí. Me he dicho: pero si yo no estoy así…

—Me alegro tanto de que digas eso…

—Por ahora estoy descansando un poco. Necesito vaciarme la cabeza. Y luego volveré a casa. Tengo que ocuparme de tu padre. Me preocupa de verdad.

—Sí, es cierto que está un poco raro.

—Le he dicho que salga por la noche… que aproveche que yo no estoy… Pero nada, no hay nada que hacer… Me ha dicho que no le apetece… No entiende que para mí sería bueno verlo vivo y no aferrado a mí… con esa cara de circunstancias que pone siempre.

—Se preocupa por ti, nada más.

—Sí, ya lo sé. Todos nos preocupamos.

Nos quedamos un momento sin hablar. Y luego le dije que estaba contento de verla así. Contento y aliviado.

—La próxima vez vienes con Louise, ¿vale?

—Tiene que regresar ya a Étretat porque empiezan las clases. Pero seguramente volverá por Navidad.

—Está bien. Cuídala mucho. Una chica enamorada de ti sólo puede ser maravillosa…

He vuelto a pensar en esa frase y me apetece escribirla otra vez: «Una chica enamorada de ti sólo puede ser maravillosa». Mi madre no me tenía acostumbrado a tanta ternura, a tanta bondad. Sentí una emoción inmensa, como si me dijera que me quería, después de años de sequía afectiva. Qué estupidez estar siempre esperando el afecto de los padres; bastaba que te lanzaran un huesito para ponerte a roerlo alegremente, moviendo la cola. Me despedí de ella con un beso y salí de la habitación. Había sido muy tierno y muy dulce hablar así un rato con ella. Me había parecido que las preguntas que me había hecho sobre mi vida respondían a un interés real y no a la mecánica del amor materno. Sin embargo, un poco más tarde ese mismo día tuve miedo de que esa ternura fuera sólo fruto de algún calmante.

Me reuní con mi padre junto a la máquina de café. Por la manera nerviosa en que espiaba mi regreso, calculaba que se habría tomado seis o siete seguidos. En cuanto entré en un perímetro en el que su voz podía llegar a mis oídos, me preguntó: «¿Quieres un café?» Sí, de verdad, ésa fue su primera pregunta, antes de nada, antes incluso de saber qué impresión me había causado mi madre, y repitió:

—¿Quieres un café?

—…

—Pues deberías tomar uno. Los de aquí son buenos.

—Me ha sorprendido pero de verdad; esta máquina hace buen café.

Le dije que sí, y me bebí ese café espantoso. Parecía un café con trastorno de personalidad; a mi juicio, era un café que hubiera preferido ser un zumo de tomate. Ya era bastante duro estar enfermo, ¿por qué imponerse una doble condena con ese líquido de sabor descabellado? Era exactamente como el cuadro de la vaca en la residencia; con la diferencia de que en esa clínica habían preferido invertir en la aniquilación del sentido del gusto y no de la vista. No podía decirle que el café no estaba bueno: veía hasta qué punto era importante para mi padre que estuviera de acuerdo con él. Al final me tomé otro más, era una forma de aplacar la tensión que había provocado mi actitud de los últimos días. Al cabo de un rato, como seguía sin hacerme ninguna pregunta sobre mi madre, le dije que había sentido alivio al verla tan bien. Él me sonrió sin decir nada. Sí, ahora todo iría mejor. Me despedí de él con un beso y me marché, lleno de confianza en el futuro. Por supuesto, me equivocaba.