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Un recuerdo del policía en primera línea
A mucha gente le gusta decir que su mejor recuerdo es el del nacimiento de sus hijos. Es el caso de este joven policía, que fue padre de manera precoz, a los diecinueve años. Se acostó con una chica a la que conoció en una discoteca. Desde entonces, siempre que se habían vuelto a ver por casualidad, un poco cortados, apenas habían intercambiado unas palabras. Pero tres meses después de esa noche, ella le anunció: «Estoy embarazada». Le pareció que su mundo se hundía bajo sus pies. Decidió asumir la situación, y la pareja de una noche inició una vida en común. El día del parto, cogió a su hija en brazos y, sin saber muy bien por qué, se puso a llorar. No sabía por qué lloraba así, quizá por una mezcla de la ansiedad de los últimos meses, la angustia por los días venideros y el rostro iluminado de esa niña. Turbado (para él, los hombres no lloraban), le entregó a su hija a la puericultora y fue a refugiarse en el cuarto de baño. Mirándose en el espejo, murmuró: «Bueno, ahora ya no vuelvo a llorar en diez años». Esa frase hacía referencia a una máxima que le había inculcado su abuelo: «Un hombre sólo puede llorar una vez cada diez años».