21

Sin darme verdadera cuenta, al vivir de noche me distancié de muchos de mis amigos. Como mi turno empezaba a las ocho, ya no podía ir a las fiestas ni al cine, ni compartir su despreocupación nocturna. Estaba bien aislarme para poder escribir, pero al final la situación se parecía mucho a un callejón sin salida. No vivía lo suficiente para poder ser novelista. ¿Cómo podía hablar del amor cuando estaba enterrado ahí, en la soledad de las noches? Al final, a quien más veía era a mi jefe. Cada vez iba más a menudo a verme. Una noche en que le apetecía menos que nunca volver a su casa, llegó incluso a pasar la noche en una habitación de su propio hotel. Ya que estaba tan presente en mi vida, podía intentar convertirlo en un personaje de novela. Siempre y cuando le cambiara el nombre, pues el auténtico no era en absoluto literario. Sacaba la imaginación de donde podía, mis ensoñaciones nunca desembocaban en nada concreto. No conseguía inventar nada. Mi mente paseaba por un campo delimitado como un cercado: el de mi mirada. Estaba empezando a angustiarme de verdad. Tenía que vivir cosas. Tenía que saltar de un tren, en algún lugar de Europa, impulsado por una enajenación premeditada. También podía tomar apuntes sobre mi abuela, sobre las residencias de ancianos, pero temía ahuyentar a los lectores con un tema así. Bueno, sobre todo temía ahuyentarme a mí mismo, no soportar la vida diaria de las palabras sobre ese tema. Pensaba seguramente que había que retorcer la realidad, y no plegarse a ella. Quería contar historias sobre dos polacos, vivir el heroísmo de la coma. En el fondo, soñaba con que me ocurriera algo grande.

Lo que más me sorprendía es que veía a menudo a mi padre. Coincidíamos en la residencia, y no estaba acostumbrado a tanta regularidad en mi relación con él. Teníamos un tema de conversación, y eso me resultaba extraño, porque me había pasado la adolescencia compartiendo silencios con él, por no decir incomprensiones. Por supuesto, no me preguntaba nunca por mi vida. Que trabajara de noche en un hotel o de día en una carnicería le suscitaba la misma ausencia total de curiosidad. Quizá se me ocurriera, en un momento dado, comprarme un piso. Ello nos abriría de repente nuevas posibilidades de conversación, pues el crédito inmobiliario había sido y seguía siendo su tema preferido. Pero aún hay tiempo, no tengo alma de propietario; sigo sin entender qué interés tiene pedir dinero prestado para luego tener que ir devolviéndolo durante veinte o treinta años. Si yo ni siquiera sé lo que voy a hacer mañana… Había algo patético en su manera de intentar hacerme creer, a través de sus comentarios, que estaba aún al tanto de la actualidad económica. No veía hasta qué punto su actitud traicionaba brutalmente la realidad, hasta qué punto se leía en su rostro que había sido apartado de los caminos de la competitividad. Por primera vez en mi vida, empecé a sentir lástima por él; ese sentimiento iba reemplazando progresivamente a la indiferencia.

Pronto sería el cumpleaños de mi abuela, y me preguntó si se me ocurría algo que pudiera hacerle ilusión. Le dije que sí, que había pensado algo que le iba a sorprender. Estaba contentísimo con mi idea. Por desgracia, mi regalo era personal. Mi padre tendría que apañárselas por su cuenta para regalarle algo. De repente se le ocurrió comprarle una bata, pero entonces recordó que ya le había comprado una el año anterior. «Con los viejos es complicado. No quieren nada. Pero si no les compras nada, se enfadan contigo», acabó diciendo como conclusión a su falta de inspiración. Tenía razón. Mi abuela era de esa clase de personas a las que no les gustan los regalos. Pero bueno, tampoco era para ponerse así. Le aconsejé que la llevara a comer marisco, y, por supuesto, me reconoció que ya lo había pensado. Esperaba que sus dos hermanos pudieran hacer un hueco en sus agendas ese día. No sé por qué esa imagen de los tres hijos y la madre en una cervecería enseguida se me antojó deprimente. Ya nada fluía de forma natural en esa familia. ¿Por qué se habían distanciado tanto unos de otros? Mi padre no se llevaba muy bien con sus hermanos, y yo no tenía mucha relación con mis tíos. La realidad, triste y sosa, había barrido mis alegres recuerdos de infancia, y ya no sabía muy bien si había adornado el pasado con mi inocencia o si de verdad el presente se había vuelto más gris. Pensé también que mi abuelo había sido una especie de patriarca carismático y que, ahora que había desaparecido, la familia se había hecho jirones afectivos. Y las cosas todavía irían a peor. Mis tíos acudirían a celebrar el cumpleaños de su madre, con mi padre, y el almuerzo sería siniestro. La apoteosis de lo siniestro sería seguramente la llegada de la tarta, de manos de un equipo de camareros mal pagados que fingirían un buen humor de pacotilla.

Quizá la atmósfera de ese almuerzo fuera más alegre. Después de todo, yo no estaba presente. Pero tampoco me invento nada. Era todo tan letárgico, exactamente como la conversación con mi padre sobre el regalo de cumpleaños. Era como si la vejez de mi abuela nos hubiera contaminado a todos, como si el sentimiento de culpa por haberla dejado allí, contra su voluntad, impidiera toda vuelta a la ligereza, a la despreocupación. Avanzábamos por una calle estrecha, cada vez más estrecha, y ese estrechamiento paulatino parecía ineluctable. Yo ya no podía más. A menudo, cuando pasaba por momentos de hastío, de malestar pasajero, soñaba con alguien en quien apoyarme. Con una mujer que fuera como un refugio, o simplemente una aliada. Mi corazón era como una cadena de bicicleta que se sale de la rueda; estaba harto de dar vueltas en el vacío, quería que mi corazón latiera por fin por un buen motivo. Lo esperaba todo de la ternura.

Al día siguiente del cumpleaños de mi abuela fui a recogerla a eso de la una y media. Todo el mundo dormía, había ambiente de siesta, y huimos como malhechores. No es fácil darle una sorpresa a una mujer de su edad. No quería salir sin saber adonde íbamos.

—No vamos lejos, ya lo verás. Confía en mí.

—Bueno, está bien…

—Y si no te gusta, te vuelvo a traer. No te preocupes.

Pese a ciertos amagos de renuencia, se había preparado para la ocasión. Se había puesto su vestido preferido, el del entierro de Sonia Senerson, el de las grandes celebraciones. Mi salida estaba al mismo nivel que una visita al cementerio: para mí, eso aumentaba la presión que sentía.

—Pensaba que ibas a ir a la peluquería.

—… Pero si he ido…

—Pues no se nota mucho.

—Porque no te fijas en las cosas. Ése es tu problema, precisamente.

—…

Preferí dejar las cosas en ese punto. Eludí enterarme de la opinión de mi abuela sobre mi escasa capacidad para ver las modificaciones de la feminidad. Ello no me impidió refunfuñar interiormente mientras conducía. Me resultan pesadas las mujeres que preguntan siempre a los hombres si nos hemos fijado en tal o cual cambio físico. Son tiranas de su apariencia, y nosotros, esclavos de la constatación. Se puede amar apasionadamente a una mujer, amarla profunda y, por lo tanto, ciegamente, sin tener que reparar en su base de maquillaje. ¡A veces se trata incluso de detalles invisibles a simple vista! A algunas mujeres les ofende que el movimiento microscópico que acaban de llevar a cabo no nos resulte obvio, como si se tratara de una suerte de atentado a la evidencia. No se puede decir que por aquel entonces yo tuviera mucha experiencia en cuestión de mujeres, pero ya había reparado en esa obsesión narcisista que parecía ligada obligatoriamente al nacimiento de un sentimiento. El hecho de ser amada no hace a la mujer más segura de sí misma sino más frágil. He visto mujeres, que me parecían fuertes o autónomas con respecto a esa necesidad de ser admiradas, empezar a reclamar atenciones de amor a medida que se iba estableciendo la reciprocidad afectiva. Es una de las (innumerables) paradojas del sistema femenino. Y constituye una digresión para ocupar la mente en un trayecto en coche.

Esos últimos meses a mi abuela le había dado por ir a la peluquería. Nunca era nada significativo, apenas le cortaban un mechón aquí y otro allá, pero debía de gustarle ocuparse así de sí misma; era una prueba tangible de vida. Mi padre le daba dinero y le decía que también podía hacerse la manicura o un tratamiento facial. No tenía que dudar en darse un capricho. A mí me parecía fantástico que se preocupara por su aspecto. Sin embargo, pese a su preparación activa para nuestra salida juntos, mi abuela trataba de dominar su angustia. ¿Adonde íbamos? Aparqué delante de un pequeño edificio del distrito XX de París. Era una zona aislada, no había ninguna estación de metro cerca, lo que seguramente contribuía a que los alquileres fueran más bajos. Era jueves, y sin embargo en el barrio había un ambiente como de domingo. Me daba la sensación de que abandonábamos la semana, la vida activa, para entrar en una sociedad anestesiada.

Entramos en el edificio. Cuando me disponía a llamar al telefonillo, vi que la puerta del portal estaba abierta. Tanto mejor para mí, de ese modo no tenía que anunciar nuestra visita, arriesgándome así a reventar la sorpresa. Averigüé qué piso era. Una vez en el ascensor, mi abuela me dijo:

—Bueno, qué, ¿sigues sin querer decirme adonde vamos?

—No vas a tardar nada en saberlo.

—No huele muy bien aquí.

—No vas a tardar nada en saberlo, te digo. Mira, ya estamos.

Había un largo pasillo al que daban las puertas de los apartamentos, un poco como en los hoteles, pero, salvo eso, el edificio no se parecía mucho a un hotel. Le dije a mi abuela que no se moviera hasta que yo encontrara el número de la puerta, y luego volví a buscarla. El hombre vivía al final del pasillo. Yo ya tenía miedo de que mi idea resultara ridícula, o que saliera mal, o ambas cosas. Y los pocos metros que nos separaban de la puerta no hicieron sino aumentar mi angustia de haber organizado todo aquello para nada. Justo antes de llamar al timbre, le pregunté a mi abuela en voz baja: «Bueno, qué, ¿estás preparada?» Y lo que me contestó me sorprendió mucho: «Me recuerdas a tu abuelo». Me quedé parado un momento. De repente, la emoción me paralizó. Tenía razón. Seguramente había heredado de él ese gusto por el absurdo que estábamos viviendo en ese momento.

Llamé a la puerta. Durante unos segundos, no ocurrió nada. ¿Quizá no funcionaba el timbre? Llamé con los nudillos. Seguía sin ocurrir nada. No quería creer que había organizado todo eso para nada. Por fin oímos un ruido ínfimo. Había que concentrarse para distinguirlo, y pronto entenderíamos por qué. El hombre que acudió a abrir la puerta caminaba con patucos de fieltro para no rayar el parqué. Era un obseso del orden de primera categoría, un tipo que odiaba los zapatos. Y también odiaba el ruido, por eso había desconectado el timbre. Preguntó con una voz algo nasal: «¿Quién es?» Yo contesté entonces con una frase que terminó de sumir a mi abuela en la perplejidad: «Somos sus mayores admiradores». Supongo que esa entrada en materia tan halagadora debió de tranquilizarlo porque abrió la puerta, pero su extrañeza no alcanzó a ocultar un rastro persistente de inquietud. Descubrimos entonces a un hombre sin edad (digamos que se había perdido entre los cuarenta y dos y los sesenta y cinco años) y muy alto; sí, alto de verdad, quizá como debía de serlo el general De Gaulle. La comparación no creo que dé más de sí. Ese hombre tan alto tenía los ojos muy redondos y luchaba contra la calvicie a base de estirarse torpemente unos cuantos mechones sobre su ancha frente. Bajo ese aire de coloso medio calvo había algo muy extraño: parecía que el que llegaba a casa de otra persona fuera él y no nosotros.

Carraspeó; eso quería decir que me tocaba hablar a mí:

—Señor, le agradecemos mucho que nos haya abierto la puerta. Como acabo de decirle, mi abuela y yo somos sus mayores admiradores. No conocemos toda su obra…[4]

—…

—Se trata sobre todo del cuadro de la vaca… quizá le parezca excesivo… pero tengo que reconocerle que, para nosotros, es algo así como un cuadro de culto…

—…

—Da la casualidad… de que está expuesto no muy lejos del apartamento de mi abuela… y… y…

—Pasen, por favor —dijo el pintor.

Lo seguimos entonces hasta un salón de decoración minimalista. No había más que un sofá en medio de la habitación, un poco perdido, como un niño abandonado. Dijo que iba a buscar algo a su cuarto. Nos miramos en silencio y, de pronto, tuvimos que ahogar una carcajada. Yo mismo me sorprendo por utilizar esa expresión, «ahogar una carcajada», pero era eso exactamente, nos entró un deseo irresistible de echarnos a reír.

—¡Estás loco! ¿Cómo se te ocurren estas cosas?

—¿Qué pasa? ¿No te ha hecho ilusión? ¡Así has podido conocer a tu ídolo!

Nuestro anfitrión volvió con una silla, una botella y tres copas, que se apresuró a llenar. Saltaba a la vista que no se sentía cómodo en una situación social. Quiso que brindáramos. Yo no alcanzaba a decidir si ese hombre me emocionaba o me daba miedo. No sabía si estábamos ante un artista conmovedor y algo chiflado o un psicópata de la peor calaña.

Al cabo de un rato, balbuceó:

—Hacía mucho tiempo que no me mencionaban mis cuadros… ¿Hablan en serio o se están burlando de mí?

—No, nos encanta su obra, de verdad…

Dejó entonces un vacío en la conversación, y yo no tenía ni idea de cómo llenarlo. Temía que percibiera la ironía de nuestra visita, pero no, no parecía demasiado receloso. Había vivido tanto tiempo al resguardo del más mínimo interés por parte de nadie que había perdido toda noción de la ironía y el doble sentido.

—Dejé de pintar hace tanto tiempo…

—El que nos gusta es su cuadro de la vaca. Vamos a verlo regularmente.

—¿Cuándo lo pintó? —le preguntó mi abuela.

—No lo sé. No sé de qué cuadro me hablan. Ya no lo recuerdo. Pinté mucho en una época de mi vida. A veces varios cuadros al día.

—…

—Era mi obsesión. Y luego, no sé, de repente, ocurrió… Lo dejé del todo… Me dije que no tenía sentido… que no tenía ningún talento…

—…

Hablaba despacio, con voz suave, y parecía el primer sorprendido por sus palabras. Hablaba de la pintura como quien busca reconstruir un sueño al despertar por la mañana. Y ahí estábamos nosotros, escuchándolo. Fingiéndonos grandes admiradores. Pero bueno, a fin de cuentas, había sido buena idea que dejara la pintura. Había hecho gala de una gran lucidez, pues el cuadro de la vaca, pese a todo el afecto que, indeciso y balbuciente, palpitaba en mí por ese hombre, no dejaba de ser un bodrio. Un bodrio que pasaría a la posteridad sin perder su estatus de bodrio. Seguramente llena de compasión, mi abuela se aventuró a decir:

—Pues es una lástima, debería haber seguido pintando…

—¿Sí, de verdad lo cree?

—Sí, tenía usted un estilo propio. Nadie pinta así las vacas.

Eso desde luego, nadie pinta así las vacas, pensé yo. El pintor parecía emocionado de verdad. A partir de ese instante comprendí que mi sorpresa de cumpleaños iba a tomar nuevos derroteros. Habíamos ido allí para divertirnos, quizá incluso para burlarnos un poco, pero al final íbamos a devolverle la motivación a un artista en decadencia. Veía que su rostro iba recuperando algo de color, y ya no había silencios en su conversación. De repente le entraron ganas de hablar:

—Ahora ya lo recuerdo… Tuve un periodo en que hacía retratos de animales. Pinté una larga serie sobre gatos. Hay algo tan curioso en los gatos… Es un animal que ha alcanzado ese bienestar supremo que produce el no hacer nada. Los hombres no lo consiguen. Al cabo de un rato, no tienen más remedio que gesticular, hablar u organizar algo.

—Pues ahora que lo dice, tiene usted razón… —corroboró mi abuela.

—Si no es indiscreción… ¿a qué se dedica usted ahora? —le pregunté yo.

—No me dedico a nada. Hace diez años recibí una herencia. No muy cuantiosa, pero me da para vivir. Así que dejé de trabajar. Era profesor de artes plásticas. Sobre todo tenía alumnos de sexto curso. Ya no soportaba a los chavales. Consiguieron que aborreciera la pintura.

—…

—Pero ¿quieren que les diga qué fue lo más divertido? —continuó.

—Esto… sí, claro.

—Pues que acabé trabajando en el colegio Pablo Picasso. Tiene narices, no me digan que no. Todas las mañanas tenía el nombre de Picasso sobre la cabeza… Había dejado la pintura, y Picasso velaba mi mediocridad… Pero bueno, los estoy aburriendo…

—No, no, claro que no… —contestamos, con un tono sin pizca de entusiasmo. Pero nuestro anfitrión no se dio cuenta y siguió hablando. Por primera vez desde hacía tiempo, evocó su vida y algunos recuerdos. Estaba ocurriendo algo conmovedor. Habíamos sacado a ese hombre de su profunda soledad.

Luego se puso a hacernos preguntas. Se interesó por mi trabajo, me dijo que había elegido bien, que las mejores ideas se formaban por la noche. Recuerdo que dijo: «Las buenas ideas surgen por la noche, mientras duermen las malas». Quizá no sea la cita exacta, pero casi. Después de una primera impresión un poco patética, iba encontrando a nuestro pintor cada vez más conmovedor. Me hallaba ante un hombre que debía de haber tenido sueños; desde luego; no había podido o no había sabido hacerlos realidad; y ahí estaba ahora, viviendo en ese salón casi vacío, a cuenta de una modesta herencia que se iba encogiendo como la piel de zapa de la novela. Yo mismo quizá no fuera nunca capaz de escribir una novela, y, cada vez que me atormentara esa angustia, me volvería a la mente una y otra vez la visión de ese salón.

Mi abuela se emocionó tanto como yo. Al marcharnos, le estrechó la mano largo rato para agradecerle que nos hubiera recibido. Él se inclinó para besarla, casi se puede decir que se dobló en dos para hacerlo, y yo memoricé ese beso tan torpe y tan bello a la vez. Tras irnos, el antiguo pintor se quedó una hora sentado en su sofá sin moverse. Luego se levantó de pronto y fue a buscar una pequeña libreta en la que escribió: «Comprar un lienzo, pinceles y témperas». Reanudaría así su pasión de antaño. Empezaría una nueva serie de cuadros titulada «Vacas».

Después de salir de su casa estuvimos callados un buen rato. El barrio seguía sumido en su domingo perpetuo. Tampoco hablamos en el coche. Al llegar a la residencia, acompañé a mi abuela hasta su habitación. En la puerta, me agradeció mi gesto: gracias por este cumpleaños tan bonito. Me despedí de ella con un beso y me marché a mi hotel, perdido en algún lugar entre la felicidad y la melancolía. En ese instante preciso, como cada día que precede a un drama, no podía imaginar ni remotamente lo que estaba a punto de ocurrir.