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Sí. Me abrazó, diciéndome muy bajito: «Bravo». Desde luego, no parecía darse cuenta de la gravedad de las circunstancias; era como una niña con la que yo hubiera jugado al escondite y que me felicitaba por haberla encontrado. Me sonreía, con malicia y mucho encanto. Su rostro ya no era el mismo. Su fuga la había rejuvenecido, le había quitado al menos diez años de encima. En un momento dado, sin embargo, no tuve más remedio que decirle que la situación había sido dolorosa para nosotros. «Nadie me habría dejado marcharme», contestó. Y el caso es que tenía razón.

—Pero habría podido acompañarte. Habría sido más sencillo que huir así… dejándonos sin noticias tuyas.

—Quería hacer algo yo sola… ¿Lo entiendes? Estoy harta de que lo decidan todo por mí. Quería ser autónoma.

—Y lo has sido, desde luego. Cuando pienso en que llevabas mucho tiempo planeándolo todo…

—Quería que tú sí estuvieras al corriente. Pero sabía que, ante el rostro deshecho de tu padre, no serías capaz de guardar el secreto.

—Es verdad. No habría podido. Y tampoco puedo ahora.

—¿Vas a llamarlo?

—Claro. Tengo que tranquilizarlos a todos.

—De acuerdo. Tranquilízalos. Pero quiero quedarme aquí unos días. Tengo cosas que hacer. Seguramente ésta es la última vez que veo todo esto, así que no nos demos prisa en volver… Por favor te lo pido.

Mi abuela siempre fingía que todo iba bien, que nada tenía importancia; por eso siempre me sorprendía cuando la veía seria y grave. En ese momento se estaba tomando las cosas profundamente en serio. Eran los últimos días de la vida de una mujer. Llamé a mi padre para disipar sus temores. Repitió varias veces: «Oh, no me lo puedo creer, ya has dado con ella… Oh, no me lo puedo creer…» Yo sentía que mi padre soñaba con una vida en que todos los problemas se solucionaran así, con esa majestuosa facilidad. Su manera de repetir una y otra vez esa misma frase indicaba también que se sentía perdido ante el comportamiento de mi madre. Con ella nada sería tan sencillo. Habría podido coger cualquier coche, recorrerse todas las autopistas posibles, pero se daba cuenta que ningún camino llevaba ya a su mujer. La locura iba ganando terreno, ya no se podía localizar a mi madre: estaba ausente.

*

Una historia dentro de la historia

La situación era excepcional, por ello la conversación lo fue también. Durante la cena, mi abuela me narró su infancia con todo lujo de detalles. Era la primera vez que se tomaba el tiempo de evocar así su pasado. Al ser devueltos a su contexto, los recuerdos parecían emerger a la superficie. Ella siempre tenía la costumbre de interrumpir su relato por pudor, pero esa noche no lo hizo. Sabía la tragedia que había sido para ella tener que abandonar el colegio, pero no sabía gran cosa de todos esos años que la habían llevado hasta mi abuelo. Ahora ya podía reconstituir la trama de la historia familiar. La crisis de 1929 en Estados Unidos y sus repercusiones meses más tarde en Europa les obligaron a abandonar su casa. Tuvieron que ir de ciudad en ciudad, vendiendo la mercancía de su ferretería por las plazas. Muchos otros artesanos tuvieron, como ellos, que separarse de las paredes de sus comercios; se unieron para formar mercados y ferias itinerantes. Era un poco como la vida bohemia de la gente del circo, sólo que mi bisabuelo vendía clavos en lugar de hacer el payaso. Tras unos inicios extremadamente difíciles en los que más de una vez tuvieron que recurrir a la beneficencia para poder comer, poco a poco se fueron apañando. Mi abuela ayudaba en la empresa familiar, y, conforme pasaban los años, olvidaba el tiempo en que había sido una niña. Su padre le compraba un libro al mes, y ella lo leía y lo releía, así hasta el mes siguiente. En su caravana, jugaba a menudo a imaginar que estaba en un aula de clase: era la maestra que ponía deberes o castigaba a una alumna insolente; era una alumna que obedecía sin rechistar las órdenes de una maestra imaginaria. Su pasado seguía existiendo así a través del juego. Me encanta la capacidad que tienen los niños de protegerse de la desgracia a través de la fantasía. Después, cuando te haces mayor, ya no sabes bien cómo protegerte, la barca en la que estás hace agua por todas partes.

Poco a poco, la situación mejoró. La década de 1930 conoció incluso un periodo de euforia con las primeras vacaciones pagadas. Los franceses saboreaban el ocio y descubrían estupefactos esta extraña idea: la vida puede ofrecer algo más aparte del trabajo. En el fondo, la historia de un país alterna periodos de crisis y de despreocupación, y seguramente es esa misma despreocupación lo que da pie a que surjan nuevas crisis. Esa imaginería de la felicidad vendida a los franceses, que era casi el nacimiento del marketing de masas, ocultaba el poder creciente del horror. Mi bisabuelo trabajaba duro pero se tomaba el tiempo de jugar a las cartas los domingos mientras se fumaba una pipa. No podía saber que esa época apacible ya no duraría mucho más. Pronto estaría ahí tendido como un imbécil, en la trinchera más imbécil del mundo. La línea Maginot es el símbolo de la despreocupación de los años treinta; a algunos franceses les sorprende todavía que se pudiera rodear una línea defensiva, y eso que esa línea terminaba en un punto determinado.

Durante meses, la joven que era entonces mi abuela no tuvo noticias de su padre. Se pasaba las noches escuchando la radio con su madre, atenta a cualquier información, pero no se sabía nada de la suerte que habían corrido los prisioneros. Si hubiera muerto en combate se habrían enterado. Por aquel entonces la familia se había instalado ya en París, en la calle Paradis. Sí, también se puede experimentar la angustia y el horror viviendo en una calle con ese nombre. Era un pequeño apartamento con un minúsculo balconcito desde el que podían ver a los soldados alemanes, cada vez más numerosos, invadir la capital. Los vecinos y los parisinos a los que conocían constataban asombrados que en realidad nada cambiaba. Los alemanes eran incluso más bien corteses, por no decir amables. Empezó entonces un periodo de colaboración, y no había por qué hacer un drama de esa palabra. Algunos no dudaban en decir incluso que esa guerra sería beneficiosa pues nos libraría sin mucho esfuerzo de todos los parásitos y demás extranjeros. Sí, sí, señora, como se lo digo, esta dictadura del bigote también trae cosas buenas.

Pese a la aparente tranquilidad, seguía siendo complicado tener noticias de los prisioneros. El régimen de Vichy, que mantenía una relación cordial con el ocupante, prometía establecer enseguida la lista de los soldados franceses prisioneros. Entre los heridos, los muertos y los desertores no siempre era fácil encontrar a un hombre perdido entre la multitud de soldados. Había que entender la lentitud de la burocracia. Cuando fueron llegando los primeros datos, su nombre seguía sin aparecer. Cada uno echaba a otro la culpa de la confusión. A principios de septiembre, un oficial aceptó recibir a mi bisabuela: «Mire, me parece que su marido ha desaparecido». ¿Cómo que ha desaparecido? Se puso furiosísima. No había derecho a decir algo así. Podría haber soportado que le narraran una atrocidad, pero no eso. Esa vaguedad la desquiciaba. El hombre añadió, como irritado por la angustia de esa mujer a la que había recibido en su despacho: «Quizá haya desertado y se esté escondiendo en alguna parte… Quizá sea ésa la razón…» Era algo insoportable de oír. Mi bisabuela sabía que su marido no era de los que huyen, sino de los que luchan hasta el final. Amaba Francia hasta morir por ella, con ese amor sublimado de los extranjeros nacionalizados. Y, de haber huido, se las habría apañado para escribir y tranquilizar a su familia; para enviar una señal, de la manera que fuera. Esa historia de la huida no era en absoluto plausible.

El 28 de octubre de 1940 (mi abuela se acuerda muy bien de esa fecha, la de la liberación), recibieron por fin noticias. Herido en la cara, estaba ingresado en el hospital militar de Toul[9]. Mi abuela y su madre buscaron la localidad en un mapa y emprendieron viaje rumbo al este. Durante ese largo periplo, azaroso e incierto, pensaron en la expresión «herido en la cara». No sabían más. La buena noticia no tardó en convertirse en motivo de angustia. ¿No sería eso un eufemismo para no decir «desfigurado»? Mi bisabuela había crecido con el trauma de las caras machacadas de la Primera Guerra Mundial. Todos esos rostros deformados, esas caras sin boca o con los ojos arrancados habían poblado sus pesadillas. Si habían precisado «herido en la cara» eso significaba que era grave, muy grave incluso. Si se hubiera tratado de un arañazo, o de unos pocos dientes rotos, seguramente no habrían mencionado nada. Y las noticias las habría dado él mismo. Vivieron los días de ese viaje hacia el este sumidas en la tortura de la incertidumbre. Por las noches, a mi abuela se le aparecía en sueños el rostro del herido, y siempre le faltaba un trozo. Se decía que su padre ya no sería el mismo hombre. Antes de la guerra era tan guapo… Las fotos de la época dan idea del encanto que tenía. Llevaba el bigotito típico de los aviadores, y dos hoyuelos triunfantes dulcificaban un rostro de facciones cuadradas. En su mirada se leía a la vez fuerza y dulzura. El día que descubrí esas fotografías, pensé que se parecía a mi abuelo.

Lo encontraron tendido en una cama. Tenía la frente vendada y un parche inquietante en un ojo. Al desviar la mirada de su rostro descubrieron otra fuente de dolor: tenía las dos piernas escayoladas. Así pues, sus heridas no se limitaban a la cara. Estaba irreconocible. Las dos mujeres se echaron a llorar, sobre todo de pensar que había pasado semanas allí, solo, sin que nadie fuera a visitarlo, sin que nadie le cogiera la mano. Era como una atrocidad añadida a la atrocidad. El ojo sano lo tenía abierto, pero era como si estuviera apagado. Sin embargo, no estaba ciego. El herido miraba a su mujer y a su hija, pero esa visión no parecía suscitar en él reacción alguna. Desamparadas, pidieron hablar con un médico, que alguien las tranquilizara, que les dijeran lo que fuera salvo la verdad. No había ningún médico disponible. Desbordados, pasaban deprisa y corriendo a visitar a los enfermos. La sala entera estaba abarrotada de heridos. Parecía más una morgue que un hospital. Se quedaron paralizadas delante de ese hombre que ya no las reconocía, cogiéndolo cada uno de una mano. Ya se había hecho de noche. Teman que separarse de él. No se había movido, no había hablado, no había dado ninguna señal que demostrara que estaba vivo. Asustadas, anonadadas, fueron a un hotel cercano al hospital. En el vestíbulo había unos alemanes riendo. Mi abuela se acercó a ellos y escupió en el suelo. Esa terrible inconsciencia habría podido costarle la vida. Pero, seguramente muy borrachos, los soldados se rieron aún más. Una vez en la habitación, mi bisabuela, loca de rabia, le dio una bofetada a su hija. No se dirigieron la palabra en toda la noche. A la mañana siguiente se precipitaron al hospital en cuanto el edificio abrió sus puertas. Pero él ya no estaba en su cama. Ya no estaba allí. Había muerto durante la noche. Todo había acabado. Había luchado con todas sus fuerzas para mantenerse con vida y poder ver por última vez a su mujer y a su hija. Sí, sólo podía ser eso. Su último combate. Había visto a sus dos amores, y por fin había entregado las armas.

Algunas tragedias te secan por dentro. Ésa fue tan violenta que no lloraron. Volvieron junto a su cama para recoger sus efectos personales. Apenas había nada. Una carta de su mujer. Una horquilla de su hija. Y una cajita roja que le gustaba tanto que siempre se había negado a venderla. Era una caja de música. Pero no se podía reconocer la melodía porque le faltaban más de la mitad de las notas. Creo que adoraba esa caja, como quieren los niños a un animal herido al que cuidan hasta que se cura. Una caja de música tullida. Eso quedaba de él. Era irrisorio. Una limpiadora estaba fregando el suelo con lejía y les pidió que se apartaran un momento. Se movían como autómatas, como si fueran reacias a entrar en su nuevo cuerpo, en la encarnación de su nueva condición: viuda y huérfana. Querían desarraigarse de lo que veían. Era su única posibilidad de superar lo insoportable. En ese preciso momento, un enfermo se dirigió a ellas:

—Era un tipo fantástico.

—…

—Yo luché con él. Era como un padre para todos nosotros, los jóvenes. A su lado teníamos menos miedo.

—¿Estaba usted con él?

—Sí. Nos hirieron al mismo tiempo. Es muy doloroso pensarlo, porque no podíamos hacer nada. No estábamos ni armados ni preparados para resistir su ataque. Las bombas nos caían encima por todas partes.

Transcribo aquí este diálogo que mi abuela se sabe de memoria. Sí, de memoria, porque ese joven que habla es mi abuelo. Así se conocieron. El joven estaba muy emocionado por conocer a la familia de su compañero de batalla, de su amigo. Quería hablar, dar rienda suelta a semanas de encierro. Ya era un hombre brillante, incluso tendido en una cama de hospital. Sentía muchos dolores (los fragmentos de una granada le corroían el bazo), y, sin embargo, se esforzaba por consolarlas. Trató de hacer sonreír a su futura mujer. Era una muchacha joven, una muchacha triste, desesperadamente triste; y quizá fue eso lo que lo conmovió.

Las dos mujeres se quedaron junto a ese joven que no tenía familia. Se ocuparon de él, y, cuando se hubo curado, volvieron los tres juntos a París. Se instaló en su casa, y, ante la evidencia del sentimiento que empezaba a nacer entre ellos, mi bisabuela les cedió su habitación (a cambio de lo cual prometieron casarse, lo que hicieron unos meses más tarde en una sala vacía del Ayuntamiento del distrito X de París; se besaron en un silencio abrumador; sin embargo, esa unión tuvo una suerte de función vital: la de salvar a dos seres en plena deriva). Pasó el año 1941, luego 1942 y también 1943. Pasaron esos años como quien no quiere la cosa, sin obstáculos, unos años horribles. En su edificio, la portera denunció a una familia judía. Mi abuelo la abofeteó. La mujer, una tontorrona convencida de su inocencia por el mero hecho de ser francesa, no entendió que había actuado mal. La mayor parte del tiempo, mi abuela pasaba las horas muertas en su casa esperando a que volviera su marido. Mi abuelo había encontrado un empleo de camarero en un café. Oía las conversaciones comedidas de los clientes. Servía a alemanes corteses acompañados de putitas oportunistas cuyo cabello pronto no sería más que un recuerdo. Servía a mujeres solas, que habían perdido a sus hombres. Observaba la demostración cotidiana de la mezquindad, del heroísmo a veces, o de la cobardía más banal. Volvía a casa con una sonrisa en los labios, como si la guerra fuera un juego. Era positivo, sabía que pronto terminaría la ocupación. Y tenía razón, París fue liberado. «Fue una alegría indescriptible», me dijo mi abuela. No intentaré, pues, describirla.

Tras unos meses de caos en que los cabecillas del mundo que se había venido abajo echaron a correr como ratas, la ciudad se organizó de nuevo. A mi abuelo le concedieron una condecoración. Su mujer asistió, estupefacta, a la ceremonia en la que se mencionó al «heroico miembro de la resistencia» que había sido mi abuelo. Debería haber sido un honor, pero no le gustó descubrir de esa manera las actividades ocultas de su marido. Nunca había sabido nada. Peor aún: nunca había sospechado nada. Mi abuelo volvía tarde algunas noches, no se sabía bien qué hacía, mi abuela se decía, afligida, que tal vez se veía con otra mujer, pero ni una sola vez pensó en la resistencia. Se sentía estúpida. Le preguntó: «¿Por qué no me dijiste nada? ¿Por qué no compartiste todo eso conmigo?» Él contestó que no había querido ponerla en peligro. No tenía nada que ver con la confianza. Mi abuelo tenía esa grandiosa capacidad de encontrar siempre las palabras adecuadas. Y prueba de ello es que, cuando mi abuela se estaba sumiendo en una mueca dubitativa, le dijo:

—Pero si en realidad lo sabías.

—¿El qué? ¿Que eras de la resistencia? No, ya te he dicho que no sabía nada.

—Que sí, mujer, que sí. Sabes muy bien que hay que tener mucha capacidad de resistencia para vivir contigo.

Mi abuela esbozó entonces una sonrisa que se impuso sobre la oscuridad. Él la besó, y, en sus labios, ella notó el sabor de los días que aún estaban por venir. Tuvieron tres hijos, entre ellos mi padre, que a su vez tuvo un hijo: yo. La vida pasó, y una pastilla de jabón mató a mi abuelo.

*

Como el hotel estaba casi vacío, no me costó nada conseguir que me dieran una habitación contigua a la de mi abuela. Debía de ser un poco más de medianoche cuando subimos a acostarnos. Una vez en mi cama, volví a pensar en ese relato, claro, pero también en el documento que me había enseñado: la lista de alumnos de su clase de primaria. Ver esa lista le había devuelto a la mente todos los rostros del pasado. La memoria del nombre traía consigo la del rostro. Citó así: Germaine Richard, Baptiste Amour, Charles Duquemin, Alice Zaduzki, Paulette Renán, Ivette Roudiot, Louise Chort, Paul André, Jean-Michel Sauveur, Édith Dit-Biot, Marcelle Moldivi, Renée Duchaussoy, etc. Podía describirlos a todos. La sola evocación de esos nombres había sido como un túnel que llevaba a su infancia. Me habló del carácter de cada uno, y a veces incluso de la historia de sus familias. Y, de nuevo, evocó el desgarro que había sentido al tener que separarse de ellos. Yo comprendía la intensidad de ese sufrimiento, esas heridas que no se cierran nunca. Después, toda su vida, vivió con esos nombres, esos destinos desconocidos. ¿Qué había sido de ellos, de sus compañeros de clase? ¿Seguían vivos? La empleada del Ayuntamiento, la misma que yo había visto en la oficina de turismo, le dijo que una sola persona de esa lista vivía aún en la ciudad: Alice Zaduzki, que había pasado, pues, toda su vida en Étretat. Le anotó su dirección en un trocito de papel. Decidimos ir a verla al día siguiente. ¿Cuál sería su reacción al ver aparecer en su casa a mi abuela, después de más de setenta años?

Aunque en mi caso no habían pasado tantos años, yo también, una vez en la cama, me puse a pensar en mis compañeros de tercero de primaria. Recuerdo una escena con unos amigos de mi clase en la que hablábamos de nuestra vida cuando fuéramos mayores: habíamos decidido vivir todos juntos en una casa grande. En el salón tendríamos un futbolín y una máquina del millón. Nos parecía tan real… Una parte de mí sigue sin entender por qué no he hecho realidad ese sueño; ese sueño entre tantos otros sueños que formula uno en su infancia y que luego se desvanecen. Recuerdo nuestras palabras, y sin embargo los rostros de todos esos compañeros están borrosos. A veces me pongo a mirar las fotos de clase en las que salimos todos sentaditos, tan llenos de futuro, y esas imágenes no tienen sabor ni olor. Son frías, pues no recuerdo nada. ¿Qué ha sido de todos esos niños? ¿Dónde están ahora, en este momento en que yo pienso en ellos? Con los medios que hay hoy en día podría dar con ellos fácilmente. Y eso arruinaría en cierto modo la belleza del afán por recomponer un recuerdo. ¿Qué ha sido de Célia Bouet y de Cécile Bleicher? ¿Y de Juliette Svoboda? ¿Qué ha sido de todos los nombres de esa mitología extinguida? Puedo imaginarme a Richard Rose como profesor de deporte y a Sylvie Balland de diseñadora de ropa para el cine. Puedo imaginarlos en Dijon o en Nueva York. Ahora puedo imaginarlo todo.

No se oye un ruido en el hotel. Para un talibán del nivel sonoro como yo, eran las condiciones ideales para conciliar el sueño. Pero no podía dormir. Sobre todo por mi desfase horario interior; normalmente, a esa hora yo estaba trabajando. Como me había marchado con tanta prisa, se me había olvidado llevarme un libro (algo rarísimo en mí: siempre llevo encima algo que leer, aunque sólo sea para un trayecto de dos paradas de metro). Salvo las instrucciones de evacuación en caso de incendio, no había nada que leer en mi habitación. Y no iba a prenderle fuego a mi colchón para que esa lectura tuviera una pizca de interés. Al final, para tratar de conciliar el sueño, decidí contemplar metódicamente la decoración de la habitación. Tenía la impresionante particularidad de ser el colmo del mal gusto sin dejar por ello de ser minimalista. Arruinar un lugar con tres objetos es todo un arte. Sólo faltaba una copia del cuadro de la vaca. Aunque habría sido un poco redundante dado que había ya un cuadrito que representaba un gallinero de principios del siglo pasado. Era impresionante, el no va más del mal gusto hecho pintura. Debí de tirarme al menos una hora mirando fijamente esa imagen, tanto que aún puedo reconstruir mentalmente cada detalle. Es como si la tuviera todavía ante los ojos. Y quizá en ello radique su belleza: no deja de ser algo excepcional regalar la posteridad a unas gallinas.