19
Subimos de nuevo al coche. Mi abuela parecía cansada, pero le propuse de todos modos que fuéramos a almorzar a la cervecería donde servían marisco. Era el momento de darse un capricho. No me contestó enseguida, parecía perdida en una vacilación. Por fin anunció:
—Prefiero que vayamos a mi casa.
—… ¿A tu casa?… ¿A qué te refieres?
—Pues a mi casa, a mi piso. Quiero volver a ver mi piso.
Me quedé callado. Nadie le había confesado todavía la verdad. Cuando digo nadie, me refiero a mi padre y a mis tíos. Aunque le habían prometido no vender su casa, aun así lo habían hecho. Sin decírselo siquiera. Y tan rápido. Había sido un horrible cúmulo de circunstancias. Cuando se marchó de la casa, su vecino de abajo se puso enseguida en contacto con mi padre para comprarle el piso. Visto lo mal que estaba el mercado inmobiliario, no se podía dejar pasar una oferta así. Los tres hijos habían pensado conservar la casa de su madre, pero sabían muy bien que esa decisión era una mascarada. Pasara lo que pasara, tarde o temprano acabarían vendiéndola. De modo que, ante la insistencia del vecino, cedieron. Insistencia, sí, y también una manera un poco brusca de hacer negocio. Amenazaba con retirar su oferta y les dio un ultimátum. Mucho más tarde me enteré de que había tenido una conversación con mi abuela unos días antes de que ésta se marchara a la residencia. Le había preguntado, muy interesado: «¿Se marcha usted?» Y ella le había contestado: «Es sólo algo provisional». Entonces él se había dado cuenta de la urgencia de la situación. Soñaba con agrandar su piso para tener una habitación en la que colocar como es debido su colección de trenes miniatura.
Unos años antes, mi abuela había puesto su piso a nombre de su hijo mayor, para evitar impuestos de sucesión, creo. Eso facilitó el negocio. Pero por el momento no había que decirle nada a mi abuela, pues estaba empezando a hacerse poco a poco a la idea de vivir en la residencia. Tenían previsto contárselo más adelante. Preciso que no se trataba de una cuestión financiera. Mi tío ingresó el dinero de la transacción en la cuenta de mi abuela, a la espera de que ella decidiera más adelante qué hacer con él, cuando le contaran la verdad. Les habría gustado prolongar aún un poco el secreto inmobiliario, pero las circunstancias y la insistencia de mi abuela quisieron que fuera ese mismo día cuando descubrió que ya no tenía casa. Que su casa era ya, y de manera definitiva, la residencia.
Le puse de excusa que no tenía tiempo, pero ella replicó: «¿Tienes tiempo de ir a la cervecería pero no de ir a mi casa?» De todas formas, no quería mentirle. No quería interpretar ese papel. Así que se lo conté todo. Se quedó callada largo rato antes de pedirme: «Llévame a la residencia, por favor». En el camino trate de defender, aunque sin mucha convicción, a sus hijos. Pero, en el fondo, pensaba como ella. Sabía que habían actuado mal, que no debían haber vendido la casa sin decírselo. Cuando llegamos, me besó en la frente y me dio las gracias. Le propuse acompañarla hasta su habitación, pero me dijo que no. Me dijo que no. Me dijo que no.
Esa verdad le hizo mucho daño. El piso le traía sin cuidado: lo que la obsesionaba eran los muebles, las cortinas, los cubiertos. Todo lo habían regalado o tirado, y eso la enfurecía. Sus hijos no se habían dado cuenta de la importancia de lo material. Se habían dicho que no era nada, que no lo necesitaba, sin comprender que no se trataba de eso. No habían comprendido la memoria de los objetos; habían aniquilado la dimensión humana de un tenedor; habían tirado esa manta que la había calentado durante varios inviernos; habían apagado definitivamente la luz de esa lámpara bajo la que había leído tantos libros por las noches antes de dormir. Hacer todo eso sin avisarla era empujarla hacia la muerte. Por más que se disculparon y le explicaron la oportunidad única que había hecho obligatorio un gesto precipitado, fue en vano: pensaba quedarse anclada en su resentimiento; pensaba morirse lejos de sus hijos.
Esa nueva situación afectó mucho a mi padre. A él, que se preocupaba por su madre más que sus hermanos y siempre había intentado hacer las cosas lo mejor posible, ahora su madre no le dirigía la palabra. Cada noche tenía miedo de que se muriera así. Sin haberlo perdonado. No tenía a nadie a quien contarle su angustia. Mi madre no estaba nunca en casa. Todos los días buscaba viajes baratos en Internet. Mi padre no entendía por qué nunca le proponía marcharse con ella. Así eran las cosas. En cuanto volvía de alguno de sus viajes, se notaba que estaba en casa como un león enjaulado y que necesitaba volver a marcharse enseguida. Todavía no habíamos discernido lo que tenía de inquietante esa huida perpetua. Pensábamos que quería disfrutar de la vida, no que ya no soportara la suya. Mi padre se sentía desgraciado, y por una vez dejaba que se le notara. Y fue la realidad de esa tristeza lo que al final doblegó la voluntad de mi abuela. Un día lo abrazó y le dijo:
—No me vuelvas a hacer esto nunca más…
—No, mamá, te lo prometo… Lo siento tanto…
Qué extraño para ambos vivir esa escena, tan similar a otras del pasado. Parecía un momento de la infancia en que la madre perdona al hijo después de que éste haya hecho una travesura muy gorda. El día de la reconciliación (era como volver a la vida), mi abuela le pidió dinero a mi padre: «Tengo ganas de ir a la peluquería». Mi padre se alegró mucho de poder volver a hacer algo por ella.