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Tuvimos que quedarnos un día allí para gestionar los trámites del traslado del cuerpo a París. Era muy difícil tener que afrontar los aspectos prácticos en un momento en el que uno sólo desearía venirse abajo y abandonarse al dolor. Mi padre me dijo que mi abuela «lo había previsto todo». Existe, pues, un día, en una vida humana, en que uno decide hacer gestiones concretas con respecto a su propia muerte. Me parecía inconcebible, tan absurdo como que un feto tuviera que elegir su maternidad. Trataba de imaginarme a mis abuelos en un negocio de pompas fúnebres (seguramente esas gestiones las habrían hecho juntos). ¿Había sido un día normal y corriente? ¿Habían elegido su ataúd antes de ir a Carrefour? No dejaba de pensar en ese momento, de integrar en mi memoria ese recuerdo que no conocía. ¿Se elige el propio ataúd como se elige un coche? ¿Se prueba antes de comprarlo? ¿Se duda ante las diferentes opciones? En la hoja que pude leer, todo estaba detallado: mi abuela había optado por un ataúd de madera de roble con interior mullido y suplemento de cojín. Sí, de verdad ponía eso: «suplemento de cojín». Hay, pues, gente que atraviesa la eternidad con el cuello torcido. Necesitaba abandonarme a esa clase de reflexión, quería desentumecerme las ideas. Y mi padre no era desde luego el compañero ideal para una conversación sobre todo ese absurdo práctico. Una vez se digiere el golpe, uno se va recuperando y vuelve a pensar con claridad. Pero no ocurría así con él, él seguía paralizado en su actitud inicial, como esculpido en la piedra del momento del anuncio de la muerte de su madre.
Permanecimos sentados parte del día en unas sillas amarillas, en un pasillo de hospital, esperando a que llegara el conductor del coche fúnebre. Apareció por fin, pero todavía no estaba disponible: estaba enfrascado en una discusión. Al principio pensé que se dirigía a nosotros, pero luego vi que llevaba un auricular. Siempre me ha parecido ridículo hablar así, en voz alta, con un pinganillo en la oreja. Esa gente en su vida anterior seguramente estaba loca, se acostumbró a hablar sola y encontró un paliativo moderno a su locura. El hombre nos dedicó un pequeño gesto de disculpa. Debía de estar poniendo fin a su conversación. Estaba ahí de pie, delante de nosotros, mientras esperábamos a que solucionara su problema. Tenía que ver con otro cadáver que transportar. Pautaba la espera que nos imponía con gestos supuestamente amigables. No parecía captar que su actitud carecía de tacto por completo. Al cabo de cinco minutos, colgó por fin y dijo enseguida: «Discúlpenme… Era que… en fin, que tenía un problema con otro muerto». Ante el silencio que siguió a esa frase, recuperó la compostura. Se presentó, a la vez que nos daba el pésame. Supo darle a su frase un bonito tono de compasión. Se notaba que se sabía de memoria esa escena ante las familias destrozadas de dolor. En el fondo, su compasión nos traía sin cuidado. Queríamos que tomara las riendas de la situación. Lo cual quería decir: queríamos que se ocupara del cuerpo. Pero las cosas no serían tan sencillas. Nunca lo son.
El hombre nos aturulló con sus preguntas:
—¿Han reconocido el cadáver?
—¿Qué quiere decir?
—Pues que tienen que firmar un papel que me exima a mí de responsabilidad, en el que afirmen que se trata en efecto de su madre, para que pueda cargarla.
—…
—O sea… para que podamos marcharnos —rectificó.
Mi padre parecía aterrado por cada palabra.
—Sí, se trata en efecto de mi abuela —dije yo, como si la visión del dolor en nuestros rostros no bastara.
—No, lo digo porque, a veces… Vamos, que no es la primera vez que nos pasa… Nos equivocamos de cuerpo, ¿sabe?… A mí ya me ha pasado, entregué un cuerpo a la familia equivocada, en la ciudad equivocada. Bueno, aquí la cosa parece sencilla… pero nunca se sabe… Prefiero tomar todas las precauciones necesarias, lo entienden, ¿verdad?
Sí, entendíamos que nadie nos dejaba en paz con nuestro duelo. Entendíamos que toda muerte iba trabada con situaciones absurdas y administrativas. Por ejemplo, me había dejado pasmado el empleado que supuestamente estaba en posesión del documento que había que firmar. Se tiró dos minutos buscándolo en su escritorio y parecía sorprendido por la situación. A juzgar por la expresión de su cara, uno hubiera podido pensar que, antes de mi abuela, nadie había muerto nunca en nuestro planeta.
Ya estaba todo arreglado. Y nosotros, preparados para marcharnos. Mi padre y yo esperamos cada uno en su coche, en el aparcamiento. No queríamos asistir a la carga del cuerpo. También a ese respecto nos pareció que todo llevaba un tiempo anormalmente largo. Estuve varias veces a punto de ir a ver qué ocurría. Por fin el conductor salió, y pudimos ponernos en camino. Los tres coches iban uno detrás de otro, en un ballet macabro hacia París. Hasta ese momento yo no había llorado. Pero, justo antes del peaje, al acordarme de mi viaje de ida, de mi estado de ánimo aquel día, derramé unas cuantas lágrimas. El contraste entre ambos momentos me afectaba profundamente. Muchas emociones contradictorias se confundían en mi interior, y avanzaba por esa carretera sin saber muy bien cómo sería mi vida a partir de ese momento. Había vivido los últimos días como en un extraño paréntesis, momentáneamente anestesiado de la angustia permanente que suscita el futuro incierto. Volvería a mi hotel. Trataría de escribir. Aceptaría quizá la propuesta de mi jefe. Avanzaba sobre hipótesis, y nada me parecía maravilloso.
En la carretera me entretenía también mirando el coche de mi padre por el retrovisor. No había dormido (yo tampoco, pero yo estaba acostumbrado) y no conducía en línea recta. Me daba miedo que tuviera un accidente. Me imaginaba ese macabro escenario: mi padre muriendo mientras seguía a su madre muerta. Era plausible. Lo veía lloriquear al volante de su coche. Debía de atormentarlo el sentimiento de culpa. El final de su relación con su madre había sido tan brutal… Si mi abuela hubiera pensado morir, nunca habría dejado así a sus hijos. No se habría marchado dejando tras de sí tal nota de amargura. Y, sin embargo, así había sido. Y así sería siempre. El final de su relación había sido mediocre. Uno de esos finales que atormentan perpetuamente a los supervivientes. Mi padre se guardaba mucho rencor a sí mismo. Y se tenía rencor también por lo que le pasaba a mi madre. Se sentía, más que nunca, responsable de que mi madre se estuviera yendo a la deriva, pues nunca había sabido darle seguridad respecto de su futuro, del futuro de ambos. Su vida entera le parecía un gran abrigo que siempre le había quedado grande. Un poco antes ese mismo día, mientras esperábamos al conductor del coche fúnebre, le pregunté: «¿Cómo está mamá?» Tardó un tiempo considerable en contestar, en decirme la verdad:
—La han hospitalizado.
—¿Qué?
—Está ingresada en una clínica.
No añadí nada. Me quedé como insensible a ese nuevo grado más de decrepitud. No podía vivirlo todo a la vez. Tenía que imponer una jerarquía del sufrimiento.
Me estaba distanciando de mi padre. Lo veía como un puntito en la autopista. Y, de pronto, se acercaba muy deprisa y se pegaba a mí de manera peligrosa. Debía de estar pisando el acelerador frenéticamente para acortar distancias. Pero, unos minutos después, volvía a quedarse atrás. No dejó de variar así el ritmo, durante todo el trayecto, en una incoherencia nerviosa. El viaje se me hizo eterno, pero por fin llegamos. Mis tíos nos estaban esperando, acompañados por sus esposas, y sentí alivio al poder dejar a mi padre con su familia. Agotado, volví a mi casa. Me tumbé en la cama y, por primera vez desde que me había mudado a ese apartamento, me reconocí a mí mismo que nunca me había sentido bien allí. Todo era como la materialización de una tregua; siempre había pensado que ese lugar sería temporal, hasta que tuviera más dinero, una situación más desahogada. Al principio, para mí sólo había contado la idea de la independencia: quería tener mi propio espacio a toda costa. Pero, esa noche, me sentí triste por vivir en un apartamento que no me decía nada, que no tenía alma ni calor y que no podía reconfortarme cuando me pesaba la soledad.
Pasaron unos cuantos días, unos días en los que me sentía como si flotara, una sensación extrañamente apacible, hasta que llegó la mañana del entierro. Estábamos todos reunidos: los hijos y los nietos, los primos cercanos y los primos lejanos, y los pocos amigos a los que habíamos tenido tiempo de avisar. Era el puente de Todos los Santos, mi abuela siempre había tenido un gran sentido de la armonía. El tiempo era gris, caían las hojas, era un día de una tristeza dulce. Todo el mundo estaba ya al corriente del episodio del colegio, lo cual suscitaba sonrisas compartidas. Era la última anécdota de la vida de mi abuela, y era una historia que parecía gustar. Yo no sabía muy bien qué pensar de ello. Lo había vivido en primera fila, pero el final brutal de mi abuela había arruinado ese recuerdo. Al compartir todo aquello con los demás, mi deseo era el de despojarme de mi papel protagonista. Sus tres hijos dijeron unas palabras, uno detrás de otro. Y quizá sea cruel por mi parte, pero cada uno de esos discursos me pareció carente de la más mínima emoción: como si los hubiera dictado una sensibilidad mecánica. Sobre todo veía muy claro que era de verdad el final de una época. El final de un vínculo entre los elementos fríos de mi familia. Sin embargo, después de que el cuerpo hubiera alcanzado su última morada, seguimos todos juntos alrededor de la tumba. Nadie quería separarse de ella. En un momento dado, volví la cabeza y vi que Louise estaba allí.
Desde que nos habíamos marchado de Étretat, había pensado a menudo en ella, sin saber muy bien qué debía hacer. ¿Regresar para verla? ¿Olvidarla? Todas esas preguntas sobraban ya pues estaba ahí, ahora. Junto a mí.
—Hola —dijo.
—Hola.
—Quería venir… Espero que…
—Qué bien que estés aquí.
Louise era una desconocida para mí, y, sin embargo, ese día se la presenté a mi familia, como si nos conociéramos de toda la vida. Durante la ceremonia se había mantenido a cierta distancia, para no importunarnos en nuestro recogimiento. Se había acercado al ver que no nos marchábamos, una vez concluido el entierro. Después de que nos fuéramos precipitadamente del colegio, se preocupó al no tener noticias nuestras. El dueño del hotel le explicó lo que había ocurrido. Llamó al hospital, y allí le informaron del fallecimiento de mi abuela. Como esos días no había clase, había sentido la necesidad de venir. Había hecho todas esas cosas de una manera extremadamente sencilla, sin darles muchas vueltas. Y yo también era partícipe de esa sencillez: me alegraba su presencia, pero no trataba de identificar mi alegría. Sólo acertaba a decir que su aparición colmaba un vacío. Un vacío de ella. Al verla (aunque habría sido incapaz de expresar con palabras ese deseo), entendí que la estaba esperando.