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Un recuerdo de Francis Scott Fitzgerald
El escritor estadounidense podría sumirse en muy bellos recuerdos. Vestigios de fiestas, perfumes de mujer, champán, la época dorada de la Riviera francesa, pero todo eso pertenece al pasado. Ahora Fitzgerald ya no es nada. Vive en la miseria, en Hollywood. Su caché ha bajado, todo el mundo lo ha olvidado. Su vida es una cuenta atrás hacia la nada. Desesperado, enfermo, se sorprende al enterarse, totalmente por casualidad, de que una compañía de teatro de Los Ángeles ensaya una obra adaptada de su libro Un diamante del tamaño del Ritz. Decide ir a verlo con sus propios ojos. Se acicala y alquila un coche precioso para la ocasión. Al entrar en la sala, al principio se lleva una decepción. Sólo se trata de aficionados. Observa a todos esos jóvenes, pero al final se conmueve, pues la juventud es su paraíso perdido. Se acerca a ellos, y todos reparan en ese hombre que avanza hacia el escenario. Se detienen a mirarlo. Seguramente lo reconocerán y les emocionará mucho que aparezca así de repente el autor del texto que están ensayando. Pero no, qué va. Un joven, irritado, tal vez sea el director, se disgusta especialmente por esa interrupción. Le pregunta a Scott Fitzgerald qué demonios hace ahí y lo reprende, diciéndole que no se entra así por las buenas en un teatro. El escritor se lleva una sorpresa, pero al fin y al cabo está acostumbrado a que ya no lo reconozca nadie. Desvela su identidad, y entonces una joven, de hecho una joven muy hermosa, con el cabello largo y liso, se acerca a él. Su rostro es la viva imagen del asombro cuando pronuncia: «Pero si creíamos que estaba muerto». Pues bien, lo que el autor de El gran Gatsby no olvidará nunca es esa frase.